Lista de puntos

Hay 5 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Reparación.

Hijas e hijos míos, este Padre vuestro quiere de nuevo abriros su corazón: tenemos que seguir rezando, con confianza, que es la primera condición de la oración buena, seguros de que el Señor nos escucha. Mirad que Dios mismo nos dice ahora, en el comienzo de esta Cuaresma: «Invocabit me, et ego exaudiam eum: eripiam eum, et glorificabo eum»1. Me invocaréis y yo os escucharé; os libraré y os glorificaré.

Pero hemos de rezar con afán de reparación. Hay mucho que expiar, fuera y dentro de la Iglesia de Dios. Buscad unas palabras, haceos una jaculatoria personal, y repetidla muchas veces al día, pidiendo perdón al Señor: primero por nuestra flojedad personal y, después, por tantas acciones delictuosas que se cometen contra su Santo Nombre, contra sus Sacramentos, contra su doctrina. «Escucha, Dios nuestro, la oración de tu siervo, oye sus plegarias, y por amor de ti, Señor, haz brillar tu faz sobre tu santuario devastado. Oye, Dios, y escucha. Abre tus ojos y mira nuestras ruinas, mira la ciudad sobre la que se invoca tu nombre, pues no te

suplicamos por nuestras justicias, sino por tus grandes misericordias»2.

Pedid perdón, hijos, por esta confusión, por estas torpezas que se facilitan dentro de la Iglesia y desde arriba, corrompiendo a las almas casi desde la infancia. Si no es así, si no vamos por este camino de penitencia y de reparación, no lograremos nada.

¿Que somos pocos para tanta multitud? ¿Que estamos llenos de miserias y de debilidades? ¿Que humanamente no podemos nada? Meditad conmigo aquellas palabras de San Pablo: «Dios ha escogido a los necios según el mundo, para confundir a los sabios; y Dios ha escogido a los flacos del mundo, para confundir a los fuertes; y a las cosas viles y despreciables del mundo, y a aquellas que eran nada, para destruir las que parece que son grandes, para que ningún mortal se dé importancia»3.

A pesar de nuestras miserias y de nuestros errores, el Señor nos ha elegido para ser instrumentos suyos, en estos momentos tan difíciles de la historia de la Iglesia. Hijos, no podemos escudarnos en la pequeñez personal, no debemos enterrar el talento recibido4, no podemos desentendernos de las ofensas que se hacen a Dios y del mal que se ocasiona a las almas. «Así que vosotros, avisados ya, estad alerta, no sea que seducidos por los insensatos, vengáis a perder vuestra firmeza»5.

Cada uno en su estado, y todos con la misma vocación, hemos respondido afirmativamente a la llamada divina, para servir a Dios y a la Iglesia, y para salvar almas. De modo que tenemos más deber y más derecho que otros para estar alerta; tenemos más responsabilidad para vivir con fortaleza; y tenemos también más gracia.

¿Habéis visto qué actuales son las palabras de la epístola del primer domingo de Cuaresma?: «Os exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios. Pues Él mismo dice: al tiempo oportuno te oí, y en el día de la salvación te di auxilio. Llegado es ahora el tiempo favorable, llegado es ahora el día de la salvación. Nosotros no demos a nadie motivo alguno de escándalo, para que no sea vituperado nuestro ministerio: antes bien, portémonos en todas las cosas como deben portarse los ministros de Dios»6.

¿Qué haréis cuando veáis –porque eso se nota– que un hermano vuestro afloja, y no lucha? ¡Pues acogerle, ayudarle! Si os dais cuenta de que le cuesta rezar el rosario, ¿por qué no invitarle a rezar con vosotros? Si se le hace más difícil la puntualidad: oye, que faltan cinco minutos para la oración o para la tertulia. ¿Para qué está la corrección fraterna? ¿Para qué está la charla personal, que hay en Casa? Tanto si la rehúyen como si la prolongan excesivamente, cuidado.

¿Y la Confesión? No la dejéis nunca, en los días que os corresponda y siempre que os haga falta, hijas e hijos míos. Tenéis libertad de confesaros con quien queráis, pero sería una locura que os pusierais en otras manos, que quizá se avergüenzan de estar ungidas. ¡No os podéis fiar!

Todos estos medios espirituales, facilitados por el cariño que nos tenemos, están para ayudarnos a recomenzar, para que volvamos de nuevo a buscar el refugio de la presencia de Dios, con la piedad, con las pequeñas mortificaciones, con la preocupación por los demás. Esto es lo que nos hace fuertes, serenos y vencedores.

Ahora más que nunca debemos estar unidos en la oración y en el cuidado, para contener y purificar estas aguas turbias que se desbordan sobre la Iglesia de Dios. «Possumus!»17. Podemos vencer esta batalla, aunque las dificultades sean grandes. Dios cuenta con nosotros. «Esto es lo que debe transportaros de gozo, aunque ahora por un poco de tiempo conviene que seamos afligidos con varias tentaciones; para que nuestra fe probada de esta manera y mucho más acendrada que el oro –que se acrisola con el fuego– se halle digna de alabanza, de gloria y de honor, en la venida manifiesta de Jesucristo»18.

La situación es grave, hijas e hijos míos. Todo el frente de guerra está amenazado; que no se rompa por uno de nosotros. El mal –no ceso de advertiros– viene de dentro y de muy arriba. Hay una auténtica podredumbre y, a veces, parece como si el Cuerpo Místico de Cristo fuera un cadáver en descomposición, que hiede. ¡Cuánta ofensa a Dios! Nosotros, que somos tan frágiles y aun más frágiles que los demás, pero que –ya lo he dicho– tenemos un compromiso de Amor, hemos de dar ahora a nuestra existencia un sentido de reparación. Cor Iesu Sacratissimum et Misericors, dona nobis pacem!***

Hijos, vosotros tenéis un corazón grande y joven, un corazón ardiente, ¿no sentís la necesidad de desagraviar? Llevad el alma por ese camino: el camino de la alabanza a Dios, viendo cada uno cómo debe ser firmemente tenaz; y el camino del desagravio, de poner amor allí donde se ha producido un vacío, por la falta de fidelidad de otros cristianos.

De profundis… «De lo profundo te invoco, ¡oh Yavé! Oye, Señor, mi voz; estén atentos tus oídos al clamor de mi súplica. Si miras, Señor, los pecados, ¿quién podrá subsistir?»19. Pidamos a Dios que se corte esta sangría en su Iglesia, que las aguas vuelvan a su cauce. Decidle que no tenga en cuenta las locuras de los hombres, y que muestre su indulgencia y su poder.

No nos puede vencer la tristeza. Somos optimistas, también porque el espíritu del Opus Dei es de optimismo. Pero no estamos en Babia: estamos en la realidad, y la realidad es amarga.

Todas esas traiciones a la Persona, a la doctrina y a los Sacramentos de Cristo, y también a su Madre Purísima… parecen una venganza: la venganza de un ánimo miserable, contra el amor de Dios, contra su amor generoso, contra esa entrega de Jesucristo: de ese Dios que se anonadó, haciéndose hombre; que se dejó coser con hierros al madero, aun cuando no necesitaba de clavos, porque le bastaba –para estar fijo y pendiente de la Cruz– el amor que nos tenía; y que se ha quedado entre nosotros en el Sacramento del Altar.

Claridad con oscuridad, así le hemos pagado. Generosidad con egoísmos, así le hemos pagado. Amor con frialdad y desprecio, así le hemos pagado. Hijas e hijos míos, que no os dé vergüenza conocer nuestra constante miseria. Pero pidamos perdón: «Perdona, Señor, a tu pueblo, y no abandones tu heredad al oprobio, entregándola al dominio de las naciones»20.

Cada día caigo más en la cuenta de estas realidades, y cada día estoy buscando más la intimidad de Dios, en la reparación y en el desagravio. Pongámosle delante el número de almas que se pierden, y que no se deberían perder si no las hubiesen puesto en la ocasión; de almas que han abandonado la fe, porque hoy se puede hacer propaganda impune de toda clase de falsedades y herejías; de almas que han sido escandalizadas, por tanta apostasía y por tanta maldad; de almas que se han visto privadas de la ayuda de los Sacramentos y de la buena doctrina.

En las visitas que recibo, son muchos los que se quejan, los que sienten la tragedia, y la imposibilidad de poner medios humanos para remediar el mal. A todos les digo: reza, reza, reza, y haz penitencia. Yo no puedo aconsejar que desobedezcan, pero sí la resistencia pasiva de no colaborar con los que destrozan, de ponerles dificultades, de defenderse personalmente. Y mejor aún esa resistencia activa de cuidar la vida interior, fuente del desagravio, del clamor.

Tú, Señor, has dicho que clamemos: «Clama, ne cesses!»21. En todo el mundo estamos cumpliendo tus deseos, pidiéndote perdón, porque en medio de nuestras miserias Tú nos has dado la fe y el amor. «A ti alzo mis ojos, a ti que habitas en los cielos. Como están atentos los ojos del siervo a las manos de su señor, como los ojos de la esclava a la mano de su dueña, así se alzan nuestros ojos a Yavé, nuestro Dios, para que se compadezca de nosotros»22.

Por la intercesión de Santa María y del Santo Patriarca, San José, pedid al Señor que nos aumente el espíritu de reparación; que tengamos dolor de nuestros pecados, que sepamos recurrir al Sacramento de la Penitencia. Hijos, escuchad a vuestro Padre: no hay mejor acto de arrepentimiento y de desagravio que una buena confesión. Allí recibimos la fortaleza que necesitamos para luchar, a pesar de nuestros pobres pies de barro. «Non est opus valentibus medicus, sed male habentibus»23, que el médico no es para los que están sanos, sino para los que están enfermos.

«Por el misterio de la Encarnación del Verbo, en los ojos de nuestra alma ha brillado la luz nueva de tu resplandor: para que, contemplando a Dios visiblemente, seamos por Él arrebatados al amor de las cosas invisibles»7. Que todos le contemplemos con amor. En mi tierra se dice a veces: ¡mira cómo le contempla! Y se trata de una madre que tiene a su hijo en brazos, de un novio que mira a su novia, de la mujer que vela al marido; de un afecto humano noble y limpio. Pues vamos a contemplarle así; reviviendo la venida del Salvador. Y comenzaremos por su Madre, siempre Virgen, limpísima, sintiendo necesidad de alabarla y de repetirle que la queremos, porque nunca como ahora se han difundido tantos despropósitos y tantos horrores contra la Madre de Dios, por quienes deberían defenderla y bendecirla.

La Iglesia es pura, limpia, sin mancha; es la Esposa de Cristo. Pero hay algunos que, en su nombre, escandalizan al pueblo; y han engañado a muchos que, en otras circunstancias, habrían sido fieles. Ese Niño desamparado os echa los brazos al cuello, para que lo apretéis contra el corazón, y le ofrezcáis el propósito firme de reparar, con serenidad, con fortaleza, con alegría.

No os lo he ocultado. Se han venido atacando, en estos últimos diez años, todos los Sacramentos, uno por uno. De modo particular, el Sacramento de la Penitencia. De manera más malvada, el Santísimo Sacramento del Altar, el Sacrificio de la Misa. El corazón de cada uno de vosotros debe vibrar y, con esa sacudida de la sangre, desagraviar al Señor como sabríais consolar a vuestra madre, a una persona a la que quisierais con ternura. «Que nada os inquiete; mas en todo, con oración y súplicas, acompañadas de acciones de gracias, presentad al Señor vuestras peticiones. Y la paz de Dios, que sobrepuja a todo entendimiento, guarde vuestros corazones y vuestras inteligencias en Jesucristo nuestro Señor»8.

Habiendo comenzado a alabar y a desagraviar a Santa María, enseguida manifestaremos al Patriarca San José cuánto le amamos. Yo le llamo mi Padre y Señor, y le quiero mucho, mucho. También vosotros tenéis que amarle mucho; si no, no seríais buenos hijos míos. Fue un hombre joven, limpísimo, lleno de reciedumbre, que Dios mismo escogió como custodio suyo y de su Madre.

De este modo nos metemos en el Portal de Belén: con José, con María, con Jesús. «Entonces palpitará tu corazón y se ensanchará»9. En la intimidad de ese trato familiar, me dirijo a San José y me cuelgo de su brazo poderoso, fuerte, de trabajador. Tiene el atractivo de lo limpio, de lo recto, de lo que –siendo muy humano– está divinizado. Asido de su brazo, le pido que me lleve a su Esposa Santísima, sin mancha, Santa María. Porque es mi Madre, y tengo derecho. Y ya está. Luego, los dos me llevan a Jesús.

Hijas e hijos míos, todo esto no es una comedia. Es lo que hacemos tantas veces en la vida, cuando comenzamos a tratar a una familia. Es el modo humano, llevado a lo divino, de conocer y meterse dentro del hogar de Nazaret.

Notas
1

Dom. I in Quadrag., ant. ad Intr. (Sal 91[90],15).

2

Dn 9,17-18.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

1 Co 1,27-29.

4

Cfr. Lc 19,20.

5

2 P 3,17.

6

Dom. I in Quadrag. Ep. (1 Co 6,1-4).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
17

Mt 20,22.

18

1 P 1,6-7.

***

* * ¡Corazón Sacratísimo y Misericordioso de Jesús, danos la paz (N. del E.).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
19

Sal 130(129),1-3.

20

Feria IV Cinerum, Ep. (Jl 2,17).

21

Is 58,1.

22

Sal 123(122),1-2.

23

Mt 9,12.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
7

Præf. Nativ.

8

Flp 4,6-7.

9

Is 60,5.

Referencias a la Sagrada Escritura