Lista de puntos

Hay 9 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Sagrada Familia .

Han llegado los Magos a Belén. Los evangelios apócrifos, que merecen de ordinario una consideración piadosa, aunque no merezcan fe, cuentan cómo ponen sus dones a los pies del Niño; cómo le adoran sin recatarse, cuando encuentran al Rey que están buscando, no en un palacio real, ni rodeado de numerosa servidumbre, sino en un pesebre, entre un buey y una mula, envuelto en unos pañales, en brazos de su Madre y de San José, como una criatura más que acaba de venir al mundo.

San Mateo, en el pasaje de su Evangelio que hoy nos propone la Iglesia, termina diciendo: «Y habiendo recibido en sueños un aviso para que no volviesen a Herodes, regresaron a su país por otro camino»5. Unos hombres extraordinarios en su tiempo, poseedores de una ciencia reconocida, hacen caso de un sueño. Otra vez es poco lógico su comportamiento. ¡Tantas cosas humanamente ilógicas, pero llenas de la lógica de Dios, hay también en nuestra vida!

Hijos míos, vamos a acercarnos al grupo formado por esta trinidad de la tierra: Jesús, María, José. Yo me meto en un rincón; no me atrevo a acercarme a Jesús, porque todas las miserias mías se ponen de pie: las pasadas, las presentes. Me da como vergüenza, pero entiendo también que Cristo Jesús me echa una mirada de cariño. Entonces me acerco a su Madre y a San José, este hombre tan ignorado durante siglos, que le sirvió de padre en la tierra. Y a Jesús le digo: Señor, quisiera ser tuyo de verdad, que mis pensamientos, mis obras, mi vivir entero fueran tuyos. Pero ya ves: esta pobre miseria humana me ha hecho ir de aquí para allá tantas veces…

Me hubiese gustado ser tuyo desde el primer momento: desde el primer latido de mi corazón, desde el primer instante en el que la razón mía comenzó a ejercitarse. No soy digno de ser –y sin tu ayuda no llegaré a serlo nunca– tu hermano, tu hijo y tu amor. Tú sí que eres mi hermano y mi amor, y también soy tu hijo.

Y si no puedo coger a Cristo y abrazarlo contra mi pecho, me haré pequeño. Esto sí que podemos hacerlo, y cabe dentro del espíritu nuestro, de nuestro aire de familia. Me haré pequeño e iré a María. Si Ella tiene sobre su brazo derecho a su Hijo Jesús, yo, que soy hijo suyo también, tendré allí también un sitio. La Madre de Dios me cogerá con el otro brazo, y nos apretará juntos contra su pecho.

Perdonad, hijos míos, que os diga estas cosas que parecen tonterías. Pero, ¿acaso no somos contemplativos? Una consideración de éstas nos puede ayudar, si hace falta, a recobrar la vida; nos puede llenar de tantos consuelos y de tanta fortaleza.

Delante del Señor y, sobre todo, delante del Señor Niño, inerme, necesitado, todo será pureza; y veré que si bien tengo, como todos los hombres, la posibilidad brutal de ofenderle, de ser una bestia, esto no es una vergüenza si nos sirve para luchar, para que manifestemos el amor; si es ocasión para que sepamos tratar de un modo fraterno a todos los hombres, a todas las criaturas.

Es necesario hacer continuamente un acto de contrición, de reforma, de mejora: ascensiones sucesivas. Sí, Señor que nos escuchas; Tú has permitido, después de que la raza humana cayó con nuestros primeros padres, la bestialidad de esta criatura que se llama hombre. Por eso, si alguna vez no puedo estar en los brazos de tu Madre, junto a Ti, me pondré junto a esa mula y a ese buey, que te acompañaron en el portal. Seré el perro de la familia. Allí estaré mirándote con ojos tiernos, tratando como de defender aquel hogar. Así encontraré a tu lado el calor que purifica, el amor de Dios que hace, de la bestia que todos los hombres tenemos dentro, un hijo de Dios, algo que no es comparable con ninguna grandeza de la tierra.

Es la vida nuestra, hijos míos, la vida de un borriquito noble y bueno, que a veces se revuelca por el suelo, con las patas para arriba, y da sus rebuznos. Pero que de ordinario es fiel, lleva la carga que le ponen, y se conforma con una comida, siempre la misma, austera y no abundante; y tiene la piel dura para trabajar. Me ha conmovido la figura del borriquito, que es leal y no tira la carga. Soy un borriquito, Señor; aquí estoy. No creáis, hijos míos, que esto es una necedad. No lo es. Os estoy planteando el modo de orar que empleo yo, y que va bien.

Y presto mis espaldas a la Madre de Dios, que lleva en brazos a su Hijo, y nos vamos a Egipto. Más tarde le prestaré de nuevo mis espaldas para que se siente Él encima: «Perfectus Deus, perfectus Homo!»6.Y me convertiré en el trono de Dios.

¡Qué paz me dan estas consideraciones! Qué paz nos debe dar saber que nos perdona siempre el Señor, que nos ama tanto, que conoce tanto de las flaquezas humanas, que sabe de qué barro tan vil estamos hechos. Pero también sabe que nos ha inspirado un soplo, la vida, que es divino. Por encima de este don, que pertenece al orden de la naturaleza, el Señor nos ha infundido la gracia, que nos permite vivir su misma vida. Y nos da los sacramentos, acueductos de esa divina gracia: en primer lugar, el bautismo, por el que entramos a formar parte de la familia de Dios.

No puedo ocultaros, hijos míos, que sufro cuando veo que mandan retrasar la administración del bautismo a los niños, cuando compruebo que algunos se niegan a bautizarlos sin una serie de garantías, que muchos padres difícilmente podrán dar. Así los dejan paganos, «hijos de la ira»7, esclavos de Satanás. Sufro mucho cuando observo que se retrasa deliberadamente el bautismo de los recién nacidos, porque prefieren celebrar más tarde una ceremonia que llaman comunitaria, con muchos niños a la vez, como si Dios necesitara de eso para aposentarse en cada alma.

Pienso entonces en mis padres, que fueron bautizados el mismo día en que nacieron, habiendo nacido sanos. Y mis abuelos eran sencillamente unos buenos cristianos. Ahora, sin embargo, algunos que se llaman autoridad enseñan al rebaño de Dios a comportarse, desde el principio, con una frialdad de malos creyentes.

Hijos míos, estamos cerca de Cristo. Somos portadores de Cristo, somos sus borricos –como aquél de Jerusalén– y, mientras no le echemos, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, la Trinidad Beatísima está con nosotros. Somos portadores de Cristo y hemos de ser luz y calor, hemos de ser sal, hemos de ser fuego espiritual, hemos de ser apostolado constante, hemos de ser vibración, hemos de ser el viento impetuoso de la Pentecostés.

Llega el momento del coloquio, muy personal. Y hoy, una vez que Jesús Niño ha recibido el homenaje de los Magos, cógelo tú, hijo mío, en tus brazos y apriétalo contra tu pecho, de donde han nacido en tantos momentos nuestras ofensas. Yo se lo digo en voz alta, de veras: no me abandones nunca, no toleres que te eche de mi corazón. Porque esto es lo que hacemos con el pecado: arrojarle de nuestra alma.

Hijos míos, ved si hay en la tierra un amor más fiel que el amor de Dios por nosotros. Nos mira por las rendijas de las ventanas –son palabras de la Escritura8–, nos mira con el amor de una madre que está esperando al hijo que debe llegar: ya viene, ya viene… Nos mira con el amor de la esposa casta y fiel, que espera a su marido. Es Él quien nos espera, y nosotros hemos sido, tantas veces, quienes le hemos hecho aguardar.

Hemos comenzado la oración pidiendo perdón. ¿No será este el momento más oportuno, hijos míos, para que cada uno digamos concretamente: Señor, ¡basta!?

Señor, Tú eres el Amor de mis amores. Señor, Tú eres mi Dios y todas mis cosas. Señor, sé que contigo no hay derrotas. Señor, yo me quiero dejar endiosar, aunque sea humanamente ilógico y no me entiendan. Toma posesión de mi alma una vez más, y fórjame con tu gracia.

Madre, Señora mía; San José, mi Padre y Señor: ayudadme a no dejar nunca el amor de vuestro Hijo.

Os podéis entretener durante el día, tantas veces, en conversación con la trinidad de la tierra, que es camino para tratar a la Trinidad del Cielo. Considerad que la Madre nos lleva al Hijo, y el Hijo, por el Espíritu Santo, nos conduce al Padre, según aquellas palabras suyas: «Quien me ve a Mí, ve también al Padre»9. Dirigíos a cada Persona de la Santísima Trinidad, y repetid sin miedo: creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo. Espero en Dios Padre, espero en Dios Hijo, espero en Dios Espíritu Santo. Amo a Dios Padre, amo a Dios Hijo, amo a Dios Espíritu Santo. Creo, espero y amo a la Santísima Trinidad. Creo, espero y amo a mi Madre, Santa María, que es la Madre de Dios.

A lo largo de la vida mía, hijos queridísimos, he procurado siempre verter en vuestra alma lo que Dios me iba dando. En el espíritu del Opus Dei no hay nada que no sea santo, porque no es invención humana, sino obra de la Sabiduría divina. En ese espíritu brilla todo lo bueno que el Señor ha querido poner en el corazón de vuestro Padre. Si veis algo malo en mi pobre vida, no será del espíritu de la Obra; serán mis miserias personales. Por eso, pedid por mí, para que sea bueno y fiel.

Entre los bienes que el Señor ha querido darme, está la devoción a la Trinidad Beatísima: la Trinidad del Cielo, Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, único Dios; y la trinidad de la tierra: Jesús, María y José. Comprendo bien la unidad y el cariño de esta Sagrada Familia. Eran tres corazones, pero un solo amor.

A San José lo quiero mucho: me parece un hombre extraordinario. Siempre lo he imaginado joven; por eso me enfadé cuando en el oratorio del Padre pusieron unos relieves que le representan viejo y barbudo. Inmediatamente hice pintar un cuadro donde se le ve joven, lleno de vitalidad y de fuerza. Hay algunos que no conciben que la castidad se pueda guardar sino en la vejez. Pero los viejos no son castos, si no lo han sido de jóvenes. Los que no supieron ser limpios en los años de la juventud, es fácil que de viejos tengan unas costumbres brutalmente torpes.

San José debía de ser joven cuando se casó con la Virgen Santísima, una mujer entonces recién salida de la adolescencia. Siendo joven, era puro, limpio, castísimo. Y lo era, justamente, por el amor. Sólo llenando de amor el corazón podemos tener la seguridad de que no se encabritará ni se desviará, sino que permanecerá fiel al amor purísimo de Dios.

Anoche, cuando ya estaba acostado, invoqué muchas veces a San José, muchas, preparando la fiesta de hoy. Con gran claridad entendía que realmente formamos parte de su familia. No es un pensamiento gratuito; hay muchas razones para afirmarlo. En primer lugar, porque somos hijos de Santa María, su Esposa, y hermanos de Jesucristo, hijos todos del Padre del Cielo. Y luego, porque formamos una familia de la que San José ha querido ser cabeza. Por eso le llamamos, desde el principio de la Obra, Nuestro Padre y Señor.

El Opus Dei no se ha abierto camino fácilmente. Ha sido todo muy difícil, humanamente hablando. Yo no quería aprobaciones eclesiásticas que podrían torcer nuestro camino jurídico: un camino que entonces no existía y que aún se está haciendo. Muchos no entendían –todavía hay algunos cerrados para entender– nuestro fenómeno jurídico, y mucho menos nuestra fisonomía teológica y ascética: esta ola pacífica, pastoral, que está llenando toda la tierra. Yo no deseaba aprobaciones eclesiásticas de ningún género, pero debíamos trabajar en muchos sitios: ¡millones de almas nos esperaban!

Invocábamos a San José, que hizo las veces de Padre del Señor. Y pasaban los años. Hasta 1933 no pudimos comenzar la primera labor corporativa. Fue la famosa academia DYA. Dábamos clases de Derecho y Arquitectura –de ahí las letras del nombre–, pero en realidad quería decir Dios y Audacia. Eso era lo que necesitábamos para romper como rompimos los moldes jurídicos, y dar una nueva solución a las ansiedades del alma del cristiano, que quería y quiere servir con todo su corazón a Dios, dentro de las limitaciones humanas pero en la calle, en el trabajo profesional ordinario, sin ser religioso ni asimilado a los religiosos.

Pasaron varios años hasta que redacté el primer reglamento de la Obra. Recuerdo que tenía un montón de fichas, que iba tomando de nuestra experiencia. La voluntad de Dios estaba clara desde el 2 de octubre de 1928; pero se fue poniendo en práctica poco a poco, con los años. Evitaba el riesgo de hacer un traje y meter dentro a la criatura; al contrario, iba tomándole las medidas –esas fichas de experiencia– para hacer el traje adecuado. Un día, después de varios años, dije a don Álvaro y a otros dos hermanos vuestros mayores que me ayudaran a ordenar todo ese material. Así hicimos el primer reglamento, en el que no se hablaba para nada de votos, ni de botas, ni de botines, ni de botones, porque ni entonces era necesario ni lo es ahora tampoco.

Hijos míos, seguiría adelante si esto fuera una meditación; pero como momento de tertulia, me parece que ya es bastante. Tenéis suficiente materia para hacer, cada uno por su cuenta, un rato de oración contemplativa: para vivir con Jesús, María y José en aquel hogar y en aquel taller de Nazaret; para contemplar la muerte del Santo Patriarca que, según la tradición, estuvo acompañado de Jesús y de María; para decirle que le queremos mucho, que no nos desampare.

Si en el Cielo pudiera haber tristeza, San José estaría muy triste en estos tiempos, viendo a la Iglesia descomponerse como si fuera un cadáver. ¡Pero la Iglesia no es un cadáver! Pasarán las personas, cambiarán los tiempos, y dejarán de decirse blasfemias y herejías. Ahora se propalan sin ningún inconveniente, porque no hay pastores que señalen dónde está el lobo. Lo arriesgado es que una persona proclame la verdad, porque la persiguen y difaman. Sólo hay impunidad para los que difunden herejías y maldades, errores teóricos y prácticos de costumbres infames.

Los mayores enemigos están dentro y arriba: no os dejéis engañar. Cuando toméis un libro de tema religioso, que se os queme la mano si no hay seguridad de que tiene buen criterio. ¡Fuera! Es un veneno activísimo: arrojadlo como si fuese un libro pornográfico, y con más violencia aún, pues la pornografía se ve y esto se filtra como por ósmosis.

Invocad conmigo a San José, de todo corazón, para que nos obtenga de la Trinidad Beatísima y de Santa María, su Esposa, Madre nuestra, que acorte el tiempo de la prueba. Y aunque hayan suprimido de las letanías de los Santos esta invocación, quiero invitaros a que recéis conmigo: «Ut inimicos Sanctæ Ecclesiæ humiliare digneris, te rogamus audi nos!»*.

«Por el misterio de la Encarnación del Verbo, en los ojos de nuestra alma ha brillado la luz nueva de tu resplandor: para que, contemplando a Dios visiblemente, seamos por Él arrebatados al amor de las cosas invisibles»7. Que todos le contemplemos con amor. En mi tierra se dice a veces: ¡mira cómo le contempla! Y se trata de una madre que tiene a su hijo en brazos, de un novio que mira a su novia, de la mujer que vela al marido; de un afecto humano noble y limpio. Pues vamos a contemplarle así; reviviendo la venida del Salvador. Y comenzaremos por su Madre, siempre Virgen, limpísima, sintiendo necesidad de alabarla y de repetirle que la queremos, porque nunca como ahora se han difundido tantos despropósitos y tantos horrores contra la Madre de Dios, por quienes deberían defenderla y bendecirla.

La Iglesia es pura, limpia, sin mancha; es la Esposa de Cristo. Pero hay algunos que, en su nombre, escandalizan al pueblo; y han engañado a muchos que, en otras circunstancias, habrían sido fieles. Ese Niño desamparado os echa los brazos al cuello, para que lo apretéis contra el corazón, y le ofrezcáis el propósito firme de reparar, con serenidad, con fortaleza, con alegría.

No os lo he ocultado. Se han venido atacando, en estos últimos diez años, todos los Sacramentos, uno por uno. De modo particular, el Sacramento de la Penitencia. De manera más malvada, el Santísimo Sacramento del Altar, el Sacrificio de la Misa. El corazón de cada uno de vosotros debe vibrar y, con esa sacudida de la sangre, desagraviar al Señor como sabríais consolar a vuestra madre, a una persona a la que quisierais con ternura. «Que nada os inquiete; mas en todo, con oración y súplicas, acompañadas de acciones de gracias, presentad al Señor vuestras peticiones. Y la paz de Dios, que sobrepuja a todo entendimiento, guarde vuestros corazones y vuestras inteligencias en Jesucristo nuestro Señor»8.

Habiendo comenzado a alabar y a desagraviar a Santa María, enseguida manifestaremos al Patriarca San José cuánto le amamos. Yo le llamo mi Padre y Señor, y le quiero mucho, mucho. También vosotros tenéis que amarle mucho; si no, no seríais buenos hijos míos. Fue un hombre joven, limpísimo, lleno de reciedumbre, que Dios mismo escogió como custodio suyo y de su Madre.

De este modo nos metemos en el Portal de Belén: con José, con María, con Jesús. «Entonces palpitará tu corazón y se ensanchará»9. En la intimidad de ese trato familiar, me dirijo a San José y me cuelgo de su brazo poderoso, fuerte, de trabajador. Tiene el atractivo de lo limpio, de lo recto, de lo que –siendo muy humano– está divinizado. Asido de su brazo, le pido que me lleve a su Esposa Santísima, sin mancha, Santa María. Porque es mi Madre, y tengo derecho. Y ya está. Luego, los dos me llevan a Jesús.

Hijas e hijos míos, todo esto no es una comedia. Es lo que hacemos tantas veces en la vida, cuando comenzamos a tratar a una familia. Es el modo humano, llevado a lo divino, de conocer y meterse dentro del hogar de Nazaret.

El mundo está muy revuelto y la Iglesia también. Quizá el mundo esté como está porque así se encuentra la Iglesia… Querría que en el centro de vuestro corazón, estuviera aquel grito del cieguecito del Evangelio1, con el fin de que nos haga ver las cosas del mundo con certeza, con claridad. Para eso no tenéis más que obedecer en lo poco que se os manda, siguiendo las indicaciones que os dirigen los Directores.

Decid muchas veces al Señor, buscando su presencia: Domine, ut videam! ¡Señor, haz que yo vea! Ut videamus!: que veamos las cosas claras en esta especie de revolución, que no lo es: es una cosa satánica… Queramos cada día más a la Iglesia, al Romano Pontífice –¡qué título más bonito el de Romano Pontífice!–, y amemos cada día más todo lo que Cristo Jesús nos enseñó en sus años de peregrinación sobre la tierra.

Tened mucho amor a la Trinidad Beatísima. Tened un cariño constante a la Madre de Dios, invocándola muchas veces. Sólo así andaremos bien. No separéis a José de Jesús y de María, porque el Señor los unió de una manera maravillosa. Y luego, cada uno a su deber, cada uno a su trabajo, que es oración. Cada instante es oración. El trabajo, si lo realizamos con el orden debido, no nos quita el pensamiento de Dios: nos refuerza el deseo de hacerlo todo por Él, de vivir por Él, con Él, en Él.

Os diré lo de siempre, porque la verdad no tiene más que un camino: Dios está en nuestros corazones. Ha tomado posesión de nuestra alma en gracia, y allí lo podemos buscar; no sólo en el Tabernáculo, donde sabemos que se encuentra –vamos a hacer un acto de fe explícita– verdaderamente, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad, el Hijo de María, el que trabajó en Nazaret y nació en Belén, el que murió en el Calvario, el que resucitó; el que vino a la tierra y padeció tanto por nuestro amor. ¿No os dice nada esto, hijos míos? ¡Amor! Nuestra vida ha de ser de Amor; nuestra protesta tiene que ser amar, responder con un acto de amor a todo lo que es desamor, falta de amor.

El Señor va empujando la Obra. ¡Tantas vocaciones en todo el mundo! Espero este año muchas vocaciones en Italia, como en todos los sitios, pero eso depende en buena parte de vosotros y de mí, de que vivamos vida de fe, de que estemos constantemente en trato –lo acabo de decir– con Jesús, María y José.

Hijos míos, os parece que estoy serio pero no es así. Estoy sólo un poquito cansado.

A decir cada uno, por sí mismo y por los demás: Domine, ut videam! Señor, haz que yo vea; haz que vea con los ojos de mi alma, con los ojos de la fe, con los ojos de la obediencia, con la limpieza de mi vida. Que yo vea con mi inteligencia, para defender al Señor en todos los ámbitos del mundo, porque en todos hay una revuelta para echar a Cristo, incluso de su casa.

El demonio existe y trabaja mucho. El demonio tiene un empeño particular en deshacer la Iglesia y robar nuestras almas, en apartarnos de nuestro camino divino, de cristianos que quieren vivir como cristianos. Vosotros y yo tenemos que luchar, hijos, todos los días. ¡Hasta el último día de nuestra vida tendremos que pelear! El que no lo haga, no solamente sentirá en lo hondo de su alma un grito que le recuerda que es un cobarde –Domine, ut videam!, ut videamus!, ut videant!; yo pido por todos, haced vosotros lo mismo–, sino que comprenderá también que se va a hacer desgraciado y va a hacer desgraciados a los demás. Tiene obligación de enviar a todos la ayuda de su buen espíritu; y si tiene mal espíritu, nos enviará sangre podrida, una sangre que no debería venir a nosotros.

Padre, ¿usted ha llorado? Un poco, porque todos los hombres lloran alguna vez. No soy llorón, pero alguna vez, sí. No os avergoncéis de llorar: sólo las bestias no lloran. No os avergoncéis de querer: tenemos que querernos con todo nuestro corazón, poniendo entre nosotros el Corazón de Cristo y el Corazón Dulcísimo de Santa María. Y así no hay miedo. A quererse bien, a tratarse con afecto. ¡Que ninguno se encuentre solo!

Hijos míos, amad a todos. Nosotros no queremos mal a nadie; pero lo que es verdad, y lo era ayer, y lo era hace veinte siglos, ¡sigue siéndolo ahora! Lo que era falso no se puede convertir en verdad. Lo que era un vicio, no es una virtud. Yo no puedo decir lo contrario. ¡Sigue siendo un vicio!

Hijos míos, a pesar de este preludio, os tengo que repetir que estéis alegres. El Padre está muy contento, y quiere que sus hijas y sus hijos de todo el mundo estén muy contentos. Insisto: invocad en vuestro corazón, con un trato constante, a esa trinidad de la tierra, a Jesús, María y José, para que estemos cerca de los tres, y todas las cosas del mundo, y todos los engaños de Satanás los podamos vencer. De esta manera, cada uno de nosotros ayudará a todos los que forman parte de esta gran familia del Opus Dei, que es una familia que trabaja. El que no trabaje, que se dé cuenta de que no se comporta bien… Un trabajo que no es solamente humano –somos hombres, tiene que ser un trabajo humano–, sino sobrenatural, porque no nos falta nunca la presencia de Dios, el trato con Dios, la conversación con Dios. Con San Pablo diremos que nuestra conversación está en los cielos.

De modo que, hijos míos, el Padre está contento. El Padre tiene corazón, y da gracias a Dios Nuestro Señor por habérselo concedido. De esta manera os puedo querer, y os quiero –sabedlo– con todo el corazón. Todos unidos a decir esa jaculatoria: Domine, ut videam!, que cada uno vea. Ut videamus!, que nos acordemos de pedir que los demás vean. Ut videant!, que pidamos esa luz divina para todas las almas sin excepción.

Trato de llegar a la Trinidad del Cielo por esa otra trinidad de la tierra: Jesús, María y José. Están como más asequibles. Jesús, que es perfectus Deus y perfectus Homo. María, que es una mujer, la más pura criatura, la más grande; más que Ella, sólo Dios. Y José, que está inmediato a María: limpio, varonil, prudente, entero. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué modelos! Sólo con mirar, entran ganas de morirse de pena: porque, Señor, me he portado tan mal… No he sabido acomodarme a las circunstancias, divinizarme. Y Tú me dabas los medios: y me los das, y me los seguirás dando… Que a lo divino hemos de vivir humanamente en la tierra.

Hemos de estar –y tengo conciencia de habéroslo dicho muchas veces– en el Cielo y en la tierra, siempre. No entre el Cielo y la tierra, porque somos del mundo. ¡En el mundo y en el Paraíso a la vez! Esta sería como la fórmula para expresar cómo hemos de componer nuestra vida, mientras estemos in hoc sæculo. En el Cielo y en la tierra, endiosados; pero sabiendo que somos del mundo y que somos tierra, con la fragilidad propia de lo que es tierra: un cacharro de barro que el Señor ha querido aprovechar para su servicio. Y cuando se ha roto, hemos acudido a las famosas lañas, como el hijo pródigo: «He pecado contra el cielo y contra Ti…»5. Lo mismo cuando se trató de una cosa de categoría, que cuando era algo menudo. A veces nos ha dolido mucho, mucho, una cosa pequeña, un desamor, un no saber mirar al Amor de los amores, un no saber sonreír. Porque cuando se ama, no hay cosas pequeñas: todo tiene mucha categoría, todo es grande. Aun en una criatura miserable y pequeña como yo, como tú, hijo mío.

Ha querido el Señor depositar en nosotros un tesoro riquísimo. ¿Que exagero? He dicho poco. He dicho poco ahora, porque antes he dicho más. He recordado que en nosotros habita Dios, Señor Nuestro, con toda su grandeza. En nuestros corazones hay habitualmente un Cielo. Y no voy a seguir.

Gratias tibi, Deus, gratias tibi: vera et una Trinitas, una et summa Deitas, sancta et una Unitas!

Que la Madre de Dios sea para nosotros Turris Civitatis, la torre que vigila la ciudad: la ciudad que es cada uno, con tantas cosas que van y vienen dentro de nosotros, con tanto movimiento y a la vez con tanta quietud; con tanto desorden y con tanto orden; con tanto ruido y con tanto silencio; con tanta guerra y con tanta paz.

Sancta Maria, Turris Civitatis*: ora pro nobis!

Sancte Ioseph, Pater et Domine: ora pro nobis!

Sancti Angeli Custodes: orate pro nobis!

Notas
5

Mt 2,12.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

Symb. Athan.

7

Ef 2,3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
8

Cfr. Ct 2,9.

9

Jn 14,9.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
*

** «ut inimicos ... audi nos»: «para que te dignes confundir a los enemigos de la Santa Iglesia, te rogamos, óyenos»; invocación de las letanías de los santos incluida en el Ritual Romano de 1952, para la liturgia bautismal (N. del E.).

Notas
7

Præf. Nativ.

8

Flp 4,6-7.

9

Is 60,5.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Cfr. Lc 28,41.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Lc 15,18.

*

** «Turris civitatis»: «Torre de la ciudad», es una alusión a la Virgen de Torreciudad, cuyo santuario –promovido por san Josemaría– se estaba terminando de construir en esos momentos en Aragón (N. del E.).