Lista de puntos

Hay 2 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Santificación del trabajo.

Mirad: ¿qué hace José, con María y con Jesús, para seguir el mandato del Padre, la moción del Espíritu Santo? Entregarle su ser entero, poner a su servicio su vida de trabajador. José, que es una criatura, alimenta al Creador; él, que es un pobre artesano, santifica su trabajo profesional, cosa de la que se habían olvidado por siglos los cristianos, y que el Opus Dei ha venido a recordar. Le da su vida, le entrega el amor de su corazón y la ternura de sus cuidados, le presta la fortaleza de sus brazos, le da… todo lo que es y puede: el trabajo profesional ordinario, propio de su condición.

«Beatus vir qui timet Dominum»10. Bienaventurado el hombre que teme al Señor, bienaventurada la criatura que ama al Señor y evita darle un disgusto. Este es el timor Domini, el único temor que yo comprendo y siento. «Beatus vir qui timet Dominum; in mandatis eius cupit nimis»11. Bienaventurada el alma que tiene ambición, deseos de cumplir los mandatos divinos. Esta inquietud persiste siempre. Si alguna vez viene un titubeo, porque el entendimiento no ve con claridad, o porque las pasiones nuestras se alzan como víboras, es el momento de decir: ¡Dios mío, yo deseo servirte, quiero servirte, tengo hambre de amarte con toda la pureza de mi corazón!

Entonces, ¿qué nos faltará? ¡Nada! «Gloria et divitiæ erunt in domo eius»12. No buscamos gloria terrena: será la gloria del Cielo. Todos los medios –que eso son las riquezas de la tierra– deben servirnos para hacernos santos, y para santificar el trabajo, y para santificar a los demás con el trabajo. Y en nuestro corazón habrá siempre una gran serenidad. «Et iustitia eius», la justicia de Dios, la lógica de Dios, «manet in sæculum sæculi»13, permanecerá por los siglos de los siglos, si no la echamos fuera de nuestra vida, por el pecado. Esa justicia de Dios, esa santidad que Él ha puesto en nuestra alma, exige –siempre con alegría y con paz– una lucha interior personal que no es de ruido, de alboroto: es algo más intenso, como muy nuestro, que no se pierde a no ser que nos rompamos, a no ser que lo quebremos como si fuera un cántaro de barro. Para arreglarlo están las Normas, está la confesión y la conversación fraterna con el Director. ¡Y de nuevo la paz, la alegría! ¡Y otra vez a sentir más deseos de cumplir los mandamientos del Señor, más ambición buena de servir a Dios y, por Él, a las criaturas todas!

El mundo está muy revuelto y la Iglesia también. Quizá el mundo esté como está porque así se encuentra la Iglesia… Querría que en el centro de vuestro corazón, estuviera aquel grito del cieguecito del Evangelio1, con el fin de que nos haga ver las cosas del mundo con certeza, con claridad. Para eso no tenéis más que obedecer en lo poco que se os manda, siguiendo las indicaciones que os dirigen los Directores.

Decid muchas veces al Señor, buscando su presencia: Domine, ut videam! ¡Señor, haz que yo vea! Ut videamus!: que veamos las cosas claras en esta especie de revolución, que no lo es: es una cosa satánica… Queramos cada día más a la Iglesia, al Romano Pontífice –¡qué título más bonito el de Romano Pontífice!–, y amemos cada día más todo lo que Cristo Jesús nos enseñó en sus años de peregrinación sobre la tierra.

Tened mucho amor a la Trinidad Beatísima. Tened un cariño constante a la Madre de Dios, invocándola muchas veces. Sólo así andaremos bien. No separéis a José de Jesús y de María, porque el Señor los unió de una manera maravillosa. Y luego, cada uno a su deber, cada uno a su trabajo, que es oración. Cada instante es oración. El trabajo, si lo realizamos con el orden debido, no nos quita el pensamiento de Dios: nos refuerza el deseo de hacerlo todo por Él, de vivir por Él, con Él, en Él.

Os diré lo de siempre, porque la verdad no tiene más que un camino: Dios está en nuestros corazones. Ha tomado posesión de nuestra alma en gracia, y allí lo podemos buscar; no sólo en el Tabernáculo, donde sabemos que se encuentra –vamos a hacer un acto de fe explícita– verdaderamente, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad, el Hijo de María, el que trabajó en Nazaret y nació en Belén, el que murió en el Calvario, el que resucitó; el que vino a la tierra y padeció tanto por nuestro amor. ¿No os dice nada esto, hijos míos? ¡Amor! Nuestra vida ha de ser de Amor; nuestra protesta tiene que ser amar, responder con un acto de amor a todo lo que es desamor, falta de amor.

El Señor va empujando la Obra. ¡Tantas vocaciones en todo el mundo! Espero este año muchas vocaciones en Italia, como en todos los sitios, pero eso depende en buena parte de vosotros y de mí, de que vivamos vida de fe, de que estemos constantemente en trato –lo acabo de decir– con Jesús, María y José.

Hijos míos, os parece que estoy serio pero no es así. Estoy sólo un poquito cansado.

A decir cada uno, por sí mismo y por los demás: Domine, ut videam! Señor, haz que yo vea; haz que vea con los ojos de mi alma, con los ojos de la fe, con los ojos de la obediencia, con la limpieza de mi vida. Que yo vea con mi inteligencia, para defender al Señor en todos los ámbitos del mundo, porque en todos hay una revuelta para echar a Cristo, incluso de su casa.

El demonio existe y trabaja mucho. El demonio tiene un empeño particular en deshacer la Iglesia y robar nuestras almas, en apartarnos de nuestro camino divino, de cristianos que quieren vivir como cristianos. Vosotros y yo tenemos que luchar, hijos, todos los días. ¡Hasta el último día de nuestra vida tendremos que pelear! El que no lo haga, no solamente sentirá en lo hondo de su alma un grito que le recuerda que es un cobarde –Domine, ut videam!, ut videamus!, ut videant!; yo pido por todos, haced vosotros lo mismo–, sino que comprenderá también que se va a hacer desgraciado y va a hacer desgraciados a los demás. Tiene obligación de enviar a todos la ayuda de su buen espíritu; y si tiene mal espíritu, nos enviará sangre podrida, una sangre que no debería venir a nosotros.

Padre, ¿usted ha llorado? Un poco, porque todos los hombres lloran alguna vez. No soy llorón, pero alguna vez, sí. No os avergoncéis de llorar: sólo las bestias no lloran. No os avergoncéis de querer: tenemos que querernos con todo nuestro corazón, poniendo entre nosotros el Corazón de Cristo y el Corazón Dulcísimo de Santa María. Y así no hay miedo. A quererse bien, a tratarse con afecto. ¡Que ninguno se encuentre solo!

Hijos míos, amad a todos. Nosotros no queremos mal a nadie; pero lo que es verdad, y lo era ayer, y lo era hace veinte siglos, ¡sigue siéndolo ahora! Lo que era falso no se puede convertir en verdad. Lo que era un vicio, no es una virtud. Yo no puedo decir lo contrario. ¡Sigue siendo un vicio!

Hijos míos, a pesar de este preludio, os tengo que repetir que estéis alegres. El Padre está muy contento, y quiere que sus hijas y sus hijos de todo el mundo estén muy contentos. Insisto: invocad en vuestro corazón, con un trato constante, a esa trinidad de la tierra, a Jesús, María y José, para que estemos cerca de los tres, y todas las cosas del mundo, y todos los engaños de Satanás los podamos vencer. De esta manera, cada uno de nosotros ayudará a todos los que forman parte de esta gran familia del Opus Dei, que es una familia que trabaja. El que no trabaje, que se dé cuenta de que no se comporta bien… Un trabajo que no es solamente humano –somos hombres, tiene que ser un trabajo humano–, sino sobrenatural, porque no nos falta nunca la presencia de Dios, el trato con Dios, la conversación con Dios. Con San Pablo diremos que nuestra conversación está en los cielos.

De modo que, hijos míos, el Padre está contento. El Padre tiene corazón, y da gracias a Dios Nuestro Señor por habérselo concedido. De esta manera os puedo querer, y os quiero –sabedlo– con todo el corazón. Todos unidos a decir esa jaculatoria: Domine, ut videam!, que cada uno vea. Ut videamus!, que nos acordemos de pedir que los demás vean. Ut videant!, que pidamos esa luz divina para todas las almas sin excepción.

Notas
10

Tract. (Sal 112[111],1).

11

Ibid.

12

Tract. (Sal 112[111],3). «Gloria et divitiæ ... sæculum sæculi»: «Gloria y riquezas llenan su casa; y su justicia durará eternamente».

13

Ibid.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Cfr. Lc 28,41.

Referencias a la Sagrada Escritura