Lista de puntos

Hay 4 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Santísima Virgen .

Más: más trato y más unión. Os leo unas palabras que son también de San Juan, que es –humanamente hablando– el Apóstol que más conocía a Jesucristo. «Si manseritis in me, et verba mea in vobis manserint, quodcumque volueritis petetis, et fiet vobis»9; si permanecéis unidos a Mí, y mis palabras, mi doctrina, están en vosotros, cualquier cosa que pidáis se os dará.

Luego esa unión con Jesús, ese trato, ese permanecer en Cristo nos ha de dar una seguridad completa. Yo la tengo, hijos. Porque estas palabras que os estoy comentando –ya os lo he dicho antes– me están sirviendo para mi meditación, para volverme a llenar de alegría en los momentos en los que hay que luchar.

Por eso, porque este alimento me va bien, quiero dároslo también a vosotros: quiero daros la seguridad de que la oración es omnipotente. Pedid mucho, bien unidos unos a otros por la caridad fraterna; pedid además poniendo por medio la intención del Padre, lo que el Padre pide en la Misa, lo que está pidiendo continuamente al Señor. Continuamente, he dicho, y no rectifico: incluso ahora mismo estoy pidiendo, no estoy sólo hablando con vosotros. Hablo con Dios Nuestro Señor, y le pido tantas cosas que son necesarias para la Iglesia y para la Obra; le pido para que quite ciertos impedimentos, que nos obligaron a aceptar al venir a Roma. No os preocupe, pero ya lo sabéis: que no me interesan –ni me han interesado nunca– los votos, ni las botas, ni los botones, ni los botines.

Pedid también por la paz del mundo: que no haya guerras, que se acaben las guerras y los odios. Pedid por la paz social: por que no haya odios de clases, por que la gente se quiera; que sepan convivir, que sepan disculpar, que sepan perdonar; si no, el amor de Cristo no lo veo por ninguna parte.

Hijos míos, vamos a pedir eso mismo a la Santísima Virgen. Cuando no sepáis qué decir al Señor, quizá ni siquiera repetir lo que os estoy diciendo ahora, de este modo, como en una conversación de familia, acudid a la Virgen: Madre mía, que eres Madre de Dios, dime qué le tengo que decir, cómo se lo tengo que decir para que me escuche. Y la Virgen bendita, que es también Madre nuestra, os orientará, os inspirará, y haremos una oración muy bien hecha siempre, y seréis contemplativos.

Hijos míos, ¿queréis decir al Señor, conmigo, que no tenga en cuenta mi pequeñez y mi miseria, sino la fe que me ha dado? ¡Yo no he dudado jamás! Y esto es también tuyo, Señor, porque es propio de los hombres vacilar.

¡Cuarenta y cuatro años! Hijos míos, recuerdo ahora ese cuadrito con la imagen de San José de Calasanz, que hice colocar junto a mi cama. Veo al Santo venir a Roma; le veo permanecer aquí, maltratado. En esto me encuentro parecido. Lo veo Santo –y en esto no me hallo parecido–, y así hasta una ancianidad veneranda.

Sed fieles, hijos de mi alma, ¡sed fieles! Vosotros sois la continuidad. Como en las carreras de relevos, llegará el momento –cuando Dios quiera, donde Dios quiera, como Dios quiera– en el que habréis de seguir vosotros adelante, corriendo, y pasaros el palitroque unos a otros, porque yo no podré más. Procuraréis que no se pierda el buen espíritu que he recibido del Señor, que se mantengan íntegras las características tan peculiares y concretas de nuestra vocación. Transmitiréis este modo nuestro de vivir, humano y divino, a la generación próxima, y ésta a la otra, y a la siguiente.

Señor, te pido tantas cosas para mis hijos y para mis hijas… Te pido por su perseverancia, por su fidelidad, ¡por su lealtad! Seremos fieles, si somos leales. Que pases por alto, Señor, nuestras caídas; que ninguno se sienta seguro si no combate, porque donde menos se piensa salta la liebre, como dice el refrán. Y todos los refranes están llenos de sabiduría.

Que os comprendáis, que os disculpéis, que os queráis, que os sepáis siempre en las manos de Dios, acompañados de su bondad, bajo el amparo de Santa María, bajo el patrocinio de San José y protegidos por los Ángeles Custodios. Nunca os sintáis solos, siempre acompañados, y estaréis siempre firmes: los pies en el suelo, y el corazón allá arriba, para saber seguir lo bueno.

Así, enseñaremos siempre doctrina sin error, ahora que hay tantos que no lo hacen. Señor, amamos a la Iglesia porque Tú eres su Cabeza; amamos al Papa, porque te debe representar a Ti. Sufrimos con la Iglesia –la comparación es de este verano– como sufrió el Pueblo de Israel en aquellos años de estancia en el desierto. ¿Por qué tantos, Señor? Quizá para que nos parezcamos más a Ti, para que seamos más comprensivos y nos llenemos más de la caridad tuya.

Belén es el abandono; Nazaret, el trabajo; el apostolado, la vida pública. Hambre y sed. Comprensión, cuando trata a los pecadores. Y en la Cruz, con gesto sacerdotal, extiende sus manos para que quepamos todos en el madero. No es posible amar a la humanidad entera –nosotros queremos a todas las almas, y no rechazamos a nadie– si no es desde la Cruz.

Se ve que el Señor quiere darnos un corazón grande… Mirad cómo nos ayuda, cómo nos cuida, qué claro está que somos su pusillus grex2, qué fortaleza nos da para orientar y enderezar el rumbo, cómo nos impulsa a tirar aquí y allá una piedra que evite la disgregación, cómo nos ayuda en la piedad con ese silbo amoroso.

Gracias, Señor, porque sin amor de verdad no tendría razón de ser la entrega. Que vivamos siempre con el alma llena de Cristo, y así nuestro corazón sabrá acoger, purificadas, todas las cosas de la tierra. Así, de este corazón, que reflejará el tuyo amadísimo y misericordioso, saldrá luz, saldrá sal, saldrán llamaradas que todo lo abrasen.

Acudamos a Santa María, Reina del Opus Dei. Recordad que, por fortuna, esta Madre no muere. Ella conoce nuestra pequeñez, y para Ella siempre somos niños pequeños, que cabemos en el descanso de su regazo.

«Por el misterio de la Encarnación del Verbo, en los ojos de nuestra alma ha brillado la luz nueva de tu resplandor: para que, contemplando a Dios visiblemente, seamos por Él arrebatados al amor de las cosas invisibles»7. Que todos le contemplemos con amor. En mi tierra se dice a veces: ¡mira cómo le contempla! Y se trata de una madre que tiene a su hijo en brazos, de un novio que mira a su novia, de la mujer que vela al marido; de un afecto humano noble y limpio. Pues vamos a contemplarle así; reviviendo la venida del Salvador. Y comenzaremos por su Madre, siempre Virgen, limpísima, sintiendo necesidad de alabarla y de repetirle que la queremos, porque nunca como ahora se han difundido tantos despropósitos y tantos horrores contra la Madre de Dios, por quienes deberían defenderla y bendecirla.

La Iglesia es pura, limpia, sin mancha; es la Esposa de Cristo. Pero hay algunos que, en su nombre, escandalizan al pueblo; y han engañado a muchos que, en otras circunstancias, habrían sido fieles. Ese Niño desamparado os echa los brazos al cuello, para que lo apretéis contra el corazón, y le ofrezcáis el propósito firme de reparar, con serenidad, con fortaleza, con alegría.

No os lo he ocultado. Se han venido atacando, en estos últimos diez años, todos los Sacramentos, uno por uno. De modo particular, el Sacramento de la Penitencia. De manera más malvada, el Santísimo Sacramento del Altar, el Sacrificio de la Misa. El corazón de cada uno de vosotros debe vibrar y, con esa sacudida de la sangre, desagraviar al Señor como sabríais consolar a vuestra madre, a una persona a la que quisierais con ternura. «Que nada os inquiete; mas en todo, con oración y súplicas, acompañadas de acciones de gracias, presentad al Señor vuestras peticiones. Y la paz de Dios, que sobrepuja a todo entendimiento, guarde vuestros corazones y vuestras inteligencias en Jesucristo nuestro Señor»8.

Habiendo comenzado a alabar y a desagraviar a Santa María, enseguida manifestaremos al Patriarca San José cuánto le amamos. Yo le llamo mi Padre y Señor, y le quiero mucho, mucho. También vosotros tenéis que amarle mucho; si no, no seríais buenos hijos míos. Fue un hombre joven, limpísimo, lleno de reciedumbre, que Dios mismo escogió como custodio suyo y de su Madre.

De este modo nos metemos en el Portal de Belén: con José, con María, con Jesús. «Entonces palpitará tu corazón y se ensanchará»9. En la intimidad de ese trato familiar, me dirijo a San José y me cuelgo de su brazo poderoso, fuerte, de trabajador. Tiene el atractivo de lo limpio, de lo recto, de lo que –siendo muy humano– está divinizado. Asido de su brazo, le pido que me lleve a su Esposa Santísima, sin mancha, Santa María. Porque es mi Madre, y tengo derecho. Y ya está. Luego, los dos me llevan a Jesús.

Hijas e hijos míos, todo esto no es una comedia. Es lo que hacemos tantas veces en la vida, cuando comenzamos a tratar a una familia. Es el modo humano, llevado a lo divino, de conocer y meterse dentro del hogar de Nazaret.

En ese Tabernáculo tan hermoso que hicieron con tanto cariño los hijos míos, y que pusimos aquí cuando no teníamos dinero ni para comer; en esta especie de alarde de lujo, que me parece una miseria y realmente lo es, para guardarte a Ti, ahí hice yo colocar dos o tres detalles. El más interesante es esa frase que hay sobre la puerta: «Consummati in unum!»3. Porque es como si todos estuviéramos aquí, pegados a Ti, sin abandonarte ni de día ni de noche, en un cántico de acción de gracias y –¿por qué no?– de petición de perdón. Pienso que te enfadas porque digo esto. Tú nos has perdonado siempre; siempre estás dispuesto a perdonar los errores, las equivocaciones, el fruto de la sensualidad o de la soberbia.

Consummati in unum! Para reparar…, para agradar…, para dar gracias, que es una obligación capital. No es una obligación de este momento, de hoy, del tiempo que se cumple mañana; no. Es un deber constante, una manifestación de vida sobrenatural, un modo humano y divino a la vez de corresponder al Amor tuyo, que es divino y humano.

Sancta Maria, Spes nostra, Sedes sapientiæ! Danos la sabiduría del Cielo, para que nos comportemos de modo agradable a los ojos de tu Hijo, y del Padre, y del Espíritu Santo, único Dios que vive y reina por los siglos sin fin.

San José, que no te puedo separar de Jesús y de María; San José, por el que he tenido siempre devoción, pero comprendo que debo amarte cada día más y proclamarlo a los cuatro vientos, porque éste es el modo de manifestar el amor entre los hombres: diciendo ¡te quiero! San José, Padre y Señor nuestro: ¡en cuántos sitios te habrán dicho ya a estas horas, invocándote, esta misma frase, estas mismas palabras! San José, nuestro Padre y Señor, intercede por nosotros.

La vida cristiana en esta tierra paganizada, en esta tierra enloquecida, en esta Iglesia que no parece tu Iglesia, porque están como locos por todas partes –no escuchan, dan la impresión de no interesarse por Ti; no ya de no amarte, sino de no conocerte, de olvidarte–; esta vida que, si es humana –lo repito–, para nosotros tiene que ser también divina, será divina si te tratamos mucho. Y te trataríamos aunque tuviésemos que hacer muchas antesalas, aunque hubiera que pedir muchas audiencias. ¡Pero no hay que pedir ninguna! Eres tan todopoderoso, también en tu misericordia que, siendo el Señor de los señores y el Rey de los que dominan, te humillas hasta esperar como un pobrecito que se arrima al quicio de nuestra puerta. No aguardamos nosotros; nos esperas Tú constantemente.

Nos esperas en el Cielo, en el Paraíso. Nos esperas en la Hostia Santa. Nos esperas en la oración. Y eres tan bueno que, cuando estás ahí escondido por Amor, oculto en las especies sacramentales –y yo así lo creo firmemente–, al estar real, verdadera y sustancialmente, con tu Cuerpo y tu Sangre, con tu Alma y tu Divinidad, también está la Trinidad Beatísima: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Además, por la inhabitación del Paráclito, Dios se encuentra en el centro de nuestras almas, buscándonos. Se repite, de alguna manera, la escena de Belén, cada día. Y es posible que –no con la boca, pero con los hechos– hayamos dicho: «Non est locus in diversorio»4, no hay posada para Ti en mi corazón. ¡Ay, Señor, perdóname!

Adoro al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo, Dios único. Yo no comprendo esa maravilla de la Trinidad; pero Tú has puesto en mi alma ansias, hambres de creer. ¡Creo!: quiero creer como el que más. ¡Espero!: quiero esperar como el que más. ¡Amo!: quiero amar como el que más.

Tú eres quien eres: la Suma bondad. Yo soy quien soy: el último trapo sucio de este mundo podrido. Y, sin embargo, me miras…, y me buscas…, y me amas. Señor: que mis hijos te miren, y te busquen, y te amen. Señor: que yo te busque, que te mire, que te ame.

Mirar es poner los ojos del alma en Ti, con ansias de comprenderte, en la medida en que –con tu gracia– puede la razón humana llegar a conocerte. Me conformo con esa pequeñez. Y cuando veo que entiendo tan poco de tus grandezas, de tu bondad, de tu sabiduría, de tu poder, de tu hermosura…, cuando veo que entiendo tan poco, no me entristezco. Me alegro de que seas tan grande que no quepas en mi pobre corazón, en mi miserable cabeza. ¡Dios mío! ¡Dios mío!… si no sé decirte otra cosa, ya basta. ¡Dios mío! Toda esa grandeza, todo ese poder, toda esa hermosura…, ¡mía! Y yo…, ¡suyo!

Notas
9

Jn 15,7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
2

Cfr. Lc 12,32; «pusillus grex»: «pequeño rebaño» (N. del E.).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
7

Præf. Nativ.

8

Flp 4,6-7.

9

Is 60,5.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

Jn 17,23.

4

Cfr. Lc 2,7.

Referencias a la Sagrada Escritura