Lista de puntos

Hay 6 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Caridad fraterna .

Cada persona acomoda las cosas generales a su necesidad, y a sus circunstancias concretas. Con el mismo género de tela se hacen trajes muy distintos: unos más grandes y otros más pequeños, unos más anchos y otros más estrechos. Millones de hombres toman la misma medicina, y cada uno la usa según su necesidad personal. Cuando esas particularidades o esas circunstancias son más o menos permanentes, originan un modo específico de mirar la vida. Todos tenemos experiencia, por ejemplo, de lo que podríamos llamar la psicología o el prejuicio psicológico de la profesión. Un médico, si se fija en una persona por la calle, instintivamente quizá piense: está enfermo del hígado; si la ve un sastre, dirá: va mal vestido; si es un zapatero, posiblemente pensará: qué buenos zapatos lleva…

Mirad, hijos míos: si esto pasa en la vida profesional, en las cosas humanas, también en lo espiritual sucede lo mismo. Nosotros tenemos una vida interior particular, propia, en parte común sólo a nosotros. Característica de esa vida interior de los socios de la Obra, que ha de darnos a cada uno un modo particular de ver las cosas, es procurar activamente la santidad de los demás. No amamos a Dios si nos dedicamos a pensar sólo en nuestra propia santidad: hay que pensar en los demás, en la santidad de nuestros hermanos y de todas las almas.

«¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos corren, pero uno solo alcanza el premio?»3. Si alguna ascética dentro de la Iglesia tiene ese carácter deportivo, es la ascética propia de nuestra Obra. El deportista insiste, el buen deportista pasa mucho tiempo entrenándose, preparándose. Si se trata de saltar, lo intenta una y otra vez. Le ponen la barra más alta, y quizá no logra superarla; pero porfía tenazmente, hasta que sobrepasa el obstáculo.

Hijos míos, la vida es esto. Si comenzáis y recomenzáis, va bien. Si tenéis moral de victoria, si hay lucha, con la ayuda de Dios, ¡saltáis! ¡No hay dificultad que no se venza! Cada día será para nosotros ocasión de renovarnos, con la seguridad de que llegaremos al final de nuestro camino, que es el Amor.

Dan pena los que se han torcido un pie, y no saben sufrir con espíritu cristiano, deportivo, y no toleran que intervenga el médico y el masajista, ¡y dicen que no quieren volver a saltar!

«Quien se prepara para la lucha –os leo de nuevo unas palabras de San Pablo–, de todo se abstiene, y eso para alcanzar una corona perecedera, pero nosotros la esperamos eterna»4. Hay que poner los medios, los que consiente nuestra debilidad. Muchos llevan una vida sacrificada por un motivo simplemente humano; no se acuerdan esas pobres criaturas de que son hijos de Dios, y se mueven quizá por soberbia, por destacar: «Se abstienen de todo»5. Y tú, hijo mío, que tienes a la Obra, tu Madre; y que tienes a tus hermanos, mis hijos, ¿qué haces?, ¿con qué sentido de responsabilidad reaccionas?

Más de una vez, a los que se tuercen los tobillos, a los que se dislocan las muñecas, les he dicho que no están solos. Tú, mi hijo, no tienes derecho a volver la cara atrás, a condenar tu alma o, al menos, a ponerte en grave e inminente peligro de perderla. Además, no tienes derecho a dejar esa carga que el Señor, amorosa y confiadamente, ha puesto sobre tus hombros. No tienes derecho a prescindir de la Obra y de tus hermanos, de tus responsabilidades. Yo te quiero pedir, Jesús Señor Nuestro, que nunca más nos apartemos del camino por las dificultades, que nunca más dejemos de tomar tu Cruz y de llevarla gustosos sobre nosotros.

¿Veis cómo en todo se manifiesta esa psicología de que os hablaba? ¿Veis cómo hacemos la oración desde nuestro punto de vista, a la medida, según nuestra necesidad personal, que no es solamente nuestra, sino necesidad de todos vuestros hermanos, de la Obra entera? Enseñad a los demás esta doctrina, acomodándola a las circunstancias personales de cada uno. Llevad a vuestros hermanos este pensamiento que os he predicado tanto. Repetid, por todos lados, las cosas que hemos considerado juntos en este rato de oración.

«Voy corriendo, no como quien corre a la ventura; peleo, no como quien tira golpes al aire, sino que castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que, habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado»6. Piensa si tú y yo podemos decir esto, con el Apóstol. Hijos míos, creo que para la oración de hoy basta ya. Hay que ser fieles a esas pequeñas mortificaciones, las corrientes, las de cada día. Y recibir además todas las mortificaciones pasivas que el Señor nos mande: llevar una vida personal, de tal calidad, que haga imposible ese ser reprobado de que nos habla San Pablo.

Un hombre que lucha, que comienza y recomienza, que se agarra una y otra vez a la Cruz de Cristo, ése marcha. Pero nosotros también debemos poner siempre, aun en el más pequeño cumplimiento, un motivo de preocupación por los demás, por vuestros hermanos. Hemos de pensar constantemente –como un modo muy nuestro de ver las cosas– que no estamos solos, que no es lógico que estemos solos. Hemos de pensar siempre en los otros: en todas las almas.

Hijos míos, ¿queréis decir al Señor, conmigo, que no tenga en cuenta mi pequeñez y mi miseria, sino la fe que me ha dado? ¡Yo no he dudado jamás! Y esto es también tuyo, Señor, porque es propio de los hombres vacilar.

¡Cuarenta y cuatro años! Hijos míos, recuerdo ahora ese cuadrito con la imagen de San José de Calasanz, que hice colocar junto a mi cama. Veo al Santo venir a Roma; le veo permanecer aquí, maltratado. En esto me encuentro parecido. Lo veo Santo –y en esto no me hallo parecido–, y así hasta una ancianidad veneranda.

Sed fieles, hijos de mi alma, ¡sed fieles! Vosotros sois la continuidad. Como en las carreras de relevos, llegará el momento –cuando Dios quiera, donde Dios quiera, como Dios quiera– en el que habréis de seguir vosotros adelante, corriendo, y pasaros el palitroque unos a otros, porque yo no podré más. Procuraréis que no se pierda el buen espíritu que he recibido del Señor, que se mantengan íntegras las características tan peculiares y concretas de nuestra vocación. Transmitiréis este modo nuestro de vivir, humano y divino, a la generación próxima, y ésta a la otra, y a la siguiente.

Señor, te pido tantas cosas para mis hijos y para mis hijas… Te pido por su perseverancia, por su fidelidad, ¡por su lealtad! Seremos fieles, si somos leales. Que pases por alto, Señor, nuestras caídas; que ninguno se sienta seguro si no combate, porque donde menos se piensa salta la liebre, como dice el refrán. Y todos los refranes están llenos de sabiduría.

Que os comprendáis, que os disculpéis, que os queráis, que os sepáis siempre en las manos de Dios, acompañados de su bondad, bajo el amparo de Santa María, bajo el patrocinio de San José y protegidos por los Ángeles Custodios. Nunca os sintáis solos, siempre acompañados, y estaréis siempre firmes: los pies en el suelo, y el corazón allá arriba, para saber seguir lo bueno.

Así, enseñaremos siempre doctrina sin error, ahora que hay tantos que no lo hacen. Señor, amamos a la Iglesia porque Tú eres su Cabeza; amamos al Papa, porque te debe representar a Ti. Sufrimos con la Iglesia –la comparación es de este verano– como sufrió el Pueblo de Israel en aquellos años de estancia en el desierto. ¿Por qué tantos, Señor? Quizá para que nos parezcamos más a Ti, para que seamos más comprensivos y nos llenemos más de la caridad tuya.

Belén es el abandono; Nazaret, el trabajo; el apostolado, la vida pública. Hambre y sed. Comprensión, cuando trata a los pecadores. Y en la Cruz, con gesto sacerdotal, extiende sus manos para que quepamos todos en el madero. No es posible amar a la humanidad entera –nosotros queremos a todas las almas, y no rechazamos a nadie– si no es desde la Cruz.

Se ve que el Señor quiere darnos un corazón grande… Mirad cómo nos ayuda, cómo nos cuida, qué claro está que somos su pusillus grex2, qué fortaleza nos da para orientar y enderezar el rumbo, cómo nos impulsa a tirar aquí y allá una piedra que evite la disgregación, cómo nos ayuda en la piedad con ese silbo amoroso.

Gracias, Señor, porque sin amor de verdad no tendría razón de ser la entrega. Que vivamos siempre con el alma llena de Cristo, y así nuestro corazón sabrá acoger, purificadas, todas las cosas de la tierra. Así, de este corazón, que reflejará el tuyo amadísimo y misericordioso, saldrá luz, saldrá sal, saldrán llamaradas que todo lo abrasen.

Acudamos a Santa María, Reina del Opus Dei. Recordad que, por fortuna, esta Madre no muere. Ella conoce nuestra pequeñez, y para Ella siempre somos niños pequeños, que cabemos en el descanso de su regazo.

¿Qué haréis cuando veáis –porque eso se nota– que un hermano vuestro afloja, y no lucha? ¡Pues acogerle, ayudarle! Si os dais cuenta de que le cuesta rezar el rosario, ¿por qué no invitarle a rezar con vosotros? Si se le hace más difícil la puntualidad: oye, que faltan cinco minutos para la oración o para la tertulia. ¿Para qué está la corrección fraterna? ¿Para qué está la charla personal, que hay en Casa? Tanto si la rehúyen como si la prolongan excesivamente, cuidado.

¿Y la Confesión? No la dejéis nunca, en los días que os corresponda y siempre que os haga falta, hijas e hijos míos. Tenéis libertad de confesaros con quien queráis, pero sería una locura que os pusierais en otras manos, que quizá se avergüenzan de estar ungidas. ¡No os podéis fiar!

Todos estos medios espirituales, facilitados por el cariño que nos tenemos, están para ayudarnos a recomenzar, para que volvamos de nuevo a buscar el refugio de la presencia de Dios, con la piedad, con las pequeñas mortificaciones, con la preocupación por los demás. Esto es lo que nos hace fuertes, serenos y vencedores.

Ahora más que nunca debemos estar unidos en la oración y en el cuidado, para contener y purificar estas aguas turbias que se desbordan sobre la Iglesia de Dios. «Possumus!»17. Podemos vencer esta batalla, aunque las dificultades sean grandes. Dios cuenta con nosotros. «Esto es lo que debe transportaros de gozo, aunque ahora por un poco de tiempo conviene que seamos afligidos con varias tentaciones; para que nuestra fe probada de esta manera y mucho más acendrada que el oro –que se acrisola con el fuego– se halle digna de alabanza, de gloria y de honor, en la venida manifiesta de Jesucristo»18.

La situación es grave, hijas e hijos míos. Todo el frente de guerra está amenazado; que no se rompa por uno de nosotros. El mal –no ceso de advertiros– viene de dentro y de muy arriba. Hay una auténtica podredumbre y, a veces, parece como si el Cuerpo Místico de Cristo fuera un cadáver en descomposición, que hiede. ¡Cuánta ofensa a Dios! Nosotros, que somos tan frágiles y aun más frágiles que los demás, pero que –ya lo he dicho– tenemos un compromiso de Amor, hemos de dar ahora a nuestra existencia un sentido de reparación. Cor Iesu Sacratissimum et Misericors, dona nobis pacem!***

Hijos, vosotros tenéis un corazón grande y joven, un corazón ardiente, ¿no sentís la necesidad de desagraviar? Llevad el alma por ese camino: el camino de la alabanza a Dios, viendo cada uno cómo debe ser firmemente tenaz; y el camino del desagravio, de poner amor allí donde se ha producido un vacío, por la falta de fidelidad de otros cristianos.

Habéis venido al Opus Dei, hijos de mi alma –dejad que os lo recuerde una vez más–, decididos a dejaros formar, a prepararos para ser la levadura que hará fermentar la gran masa de la humanidad. Esa formación, mientras permite que vuestra personalidad humana se mejore, con sus características particulares, os facilita además un común denominador, el de este espíritu de familia, que es el mismo para todos. Para eso –insisto– debéis estar dispuestos a poneros en manos de los Directores, y dejaros dar forma sobrenatural como el barro en las manos del alfarero.

Hijos míos, mirad que todos estamos metidos en una misma red, y la red dentro de la barca, que es el Opus Dei, con un ánimo maravilloso de humildad, de entrega, de trabajo, de amor. ¿No es hermoso esto? ¿Acaso tú lo has merecido? ¡Si te ha encontrado Dios por ahí, en la calle, cuando Él pasaba! No somos ninguna especialidad, no somos selectos: podía haber buscado a otros mejores que nosotros. Pero nos ha elegido, y recordarlo no es soberbia, sino agradecimiento.

Que nuestra respuesta sea: ¡me dejaré conocer mejor, guiar más, pulir, hacer! Que nunca, por soberbia, cuando reciba una indicación que es para mejora de mi vida interior, me rebele; que no tenga en más aprecio mi propio criterio –que no puede ser certero, porque nadie es buen juez en causa propia– que el juicio de los Directores; que no me moleste la indicación cariñosa de mis hermanos, cuando me ayudan con la corrección fraterna.

Voy a terminar, hijas e hijos míos, trayendo a vuestra consideración aquel texto de la Escritura Santa que pone en nuestra boca dulzuras de miel y de panal. «Elegit nos in ipso ante mundi constitutionem, ut essemus sancti et immaculati in conspectu eius»7. Nos escogió el Señor a cada uno de nosotros para que seamos santos en su presencia. Y eso, antes de la creación del mundo, desde toda la eternidad: ésta es la providencia maravillosa de nuestro Padre Dios. Si correspondéis, si lucháis, tendréis una vida feliz también en la tierra, con algunos momentos de oscuridad ciertamente, con algunos ratos de sufrimiento que sin embargo no debéis exagerar: pasan en cuanto abrimos el corazón. Decidme: ¿no es verdad que, cuando contáis aquello que os produce preocupación o que os da vergüenza, os quedáis tranquilos, serenos, alegres?

Además, de esta manera no nos encontramos nunca solos. «Væ solis!»8, ¡ay del que está solo!, dice la Escritura Santa. Nosotros no permanecemos solos nunca, en ninguna circunstancia. En cualquier lugar de la tierra nuestros hermanos nos acogen con cariño, nos escuchan y nos comprenden; siempre nos acompañan el Señor y su Madre Santísima; y, en nuestra alma en gracia, habita como en un templo el Espíritu Santo: Dios con nosotros.

El mundo está muy revuelto y la Iglesia también. Quizá el mundo esté como está porque así se encuentra la Iglesia… Querría que en el centro de vuestro corazón, estuviera aquel grito del cieguecito del Evangelio1, con el fin de que nos haga ver las cosas del mundo con certeza, con claridad. Para eso no tenéis más que obedecer en lo poco que se os manda, siguiendo las indicaciones que os dirigen los Directores.

Decid muchas veces al Señor, buscando su presencia: Domine, ut videam! ¡Señor, haz que yo vea! Ut videamus!: que veamos las cosas claras en esta especie de revolución, que no lo es: es una cosa satánica… Queramos cada día más a la Iglesia, al Romano Pontífice –¡qué título más bonito el de Romano Pontífice!–, y amemos cada día más todo lo que Cristo Jesús nos enseñó en sus años de peregrinación sobre la tierra.

Tened mucho amor a la Trinidad Beatísima. Tened un cariño constante a la Madre de Dios, invocándola muchas veces. Sólo así andaremos bien. No separéis a José de Jesús y de María, porque el Señor los unió de una manera maravillosa. Y luego, cada uno a su deber, cada uno a su trabajo, que es oración. Cada instante es oración. El trabajo, si lo realizamos con el orden debido, no nos quita el pensamiento de Dios: nos refuerza el deseo de hacerlo todo por Él, de vivir por Él, con Él, en Él.

Os diré lo de siempre, porque la verdad no tiene más que un camino: Dios está en nuestros corazones. Ha tomado posesión de nuestra alma en gracia, y allí lo podemos buscar; no sólo en el Tabernáculo, donde sabemos que se encuentra –vamos a hacer un acto de fe explícita– verdaderamente, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad, el Hijo de María, el que trabajó en Nazaret y nació en Belén, el que murió en el Calvario, el que resucitó; el que vino a la tierra y padeció tanto por nuestro amor. ¿No os dice nada esto, hijos míos? ¡Amor! Nuestra vida ha de ser de Amor; nuestra protesta tiene que ser amar, responder con un acto de amor a todo lo que es desamor, falta de amor.

El Señor va empujando la Obra. ¡Tantas vocaciones en todo el mundo! Espero este año muchas vocaciones en Italia, como en todos los sitios, pero eso depende en buena parte de vosotros y de mí, de que vivamos vida de fe, de que estemos constantemente en trato –lo acabo de decir– con Jesús, María y José.

Hijos míos, os parece que estoy serio pero no es así. Estoy sólo un poquito cansado.

A decir cada uno, por sí mismo y por los demás: Domine, ut videam! Señor, haz que yo vea; haz que vea con los ojos de mi alma, con los ojos de la fe, con los ojos de la obediencia, con la limpieza de mi vida. Que yo vea con mi inteligencia, para defender al Señor en todos los ámbitos del mundo, porque en todos hay una revuelta para echar a Cristo, incluso de su casa.

El demonio existe y trabaja mucho. El demonio tiene un empeño particular en deshacer la Iglesia y robar nuestras almas, en apartarnos de nuestro camino divino, de cristianos que quieren vivir como cristianos. Vosotros y yo tenemos que luchar, hijos, todos los días. ¡Hasta el último día de nuestra vida tendremos que pelear! El que no lo haga, no solamente sentirá en lo hondo de su alma un grito que le recuerda que es un cobarde –Domine, ut videam!, ut videamus!, ut videant!; yo pido por todos, haced vosotros lo mismo–, sino que comprenderá también que se va a hacer desgraciado y va a hacer desgraciados a los demás. Tiene obligación de enviar a todos la ayuda de su buen espíritu; y si tiene mal espíritu, nos enviará sangre podrida, una sangre que no debería venir a nosotros.

Padre, ¿usted ha llorado? Un poco, porque todos los hombres lloran alguna vez. No soy llorón, pero alguna vez, sí. No os avergoncéis de llorar: sólo las bestias no lloran. No os avergoncéis de querer: tenemos que querernos con todo nuestro corazón, poniendo entre nosotros el Corazón de Cristo y el Corazón Dulcísimo de Santa María. Y así no hay miedo. A quererse bien, a tratarse con afecto. ¡Que ninguno se encuentre solo!

Hijos míos, amad a todos. Nosotros no queremos mal a nadie; pero lo que es verdad, y lo era ayer, y lo era hace veinte siglos, ¡sigue siéndolo ahora! Lo que era falso no se puede convertir en verdad. Lo que era un vicio, no es una virtud. Yo no puedo decir lo contrario. ¡Sigue siendo un vicio!

Hijos míos, a pesar de este preludio, os tengo que repetir que estéis alegres. El Padre está muy contento, y quiere que sus hijas y sus hijos de todo el mundo estén muy contentos. Insisto: invocad en vuestro corazón, con un trato constante, a esa trinidad de la tierra, a Jesús, María y José, para que estemos cerca de los tres, y todas las cosas del mundo, y todos los engaños de Satanás los podamos vencer. De esta manera, cada uno de nosotros ayudará a todos los que forman parte de esta gran familia del Opus Dei, que es una familia que trabaja. El que no trabaje, que se dé cuenta de que no se comporta bien… Un trabajo que no es solamente humano –somos hombres, tiene que ser un trabajo humano–, sino sobrenatural, porque no nos falta nunca la presencia de Dios, el trato con Dios, la conversación con Dios. Con San Pablo diremos que nuestra conversación está en los cielos.

De modo que, hijos míos, el Padre está contento. El Padre tiene corazón, y da gracias a Dios Nuestro Señor por habérselo concedido. De esta manera os puedo querer, y os quiero –sabedlo– con todo el corazón. Todos unidos a decir esa jaculatoria: Domine, ut videam!, que cada uno vea. Ut videamus!, que nos acordemos de pedir que los demás vean. Ut videant!, que pidamos esa luz divina para todas las almas sin excepción.

Notas
3

Ep. (1 Co 9,24).

4

Ep. (1 Co 9,25).

5

Ibid.

6

Ep. (1 Co 9,27).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
2

Cfr. Lc 12,32; «pusillus grex»: «pequeño rebaño» (N. del E.).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
17

Mt 20,22.

18

1 P 1,6-7.

***

* * ¡Corazón Sacratísimo y Misericordioso de Jesús, danos la paz (N. del E.).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
7

Ef 1,4.

8

Qo 4,10.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Cfr. Lc 28,41.

Referencias a la Sagrada Escritura