Lista de puntos

Hay 4 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Dignidad humana .

La fe y la inteligencia

La vida de oración y de penitencia, y la consideración de nuestra filiación divina, nos transforman en cristianos profundamente piadosos, como niños pequeños delante de Dios. La piedad es la virtud de los hijos y para que el hijo pueda confiarse en los brazos de su padre, ha de ser y sentirse pequeño, necesitado. Frecuentemente he meditado esa vida de infancia espiritual, que no está reñida con la fortaleza, porque exige una voluntad recia, una madurez templada, un carácter firme y abierto.

Piadosos, pues, como niños: pero no ignorantes, porque cada uno ha de esforzarse, en la medida de sus posibilidades, en el estudio serio, científico, de la fe; y todo esto es la teología. Piedad de niños, por tanto, y doctrina segura de teólogos.

El afán por adquirir esta ciencia teológica —la buena y firme doctrina cristiana— está movido, en primer término, por el deseo de conocer y amar a Dios. A la vez, es también consecuencia de la preocupación general del alma fiel por alcanzar la más profunda significación de este mundo, que es hechura del Creador. Con periódica monotonía, algunos tratan de resucitar una supuesta incompatibilidad entre la fe y la ciencia, entre la inteligencia humana y la Revelación divina. Esa incompatibilidad sólo puede aparecer, y aparentemente, cuando no se entienden los términos reales del problema.

Si el mundo ha salido de las manos de Dios, si Él ha creado al hombre a su imagen y semejanza47, y le ha dado una chispa de su luz, el trabajo de la inteligencia debe —aunque sea con un duro trabajo— desentrañar el sentido divino que ya naturalmente tienen todas las cosas; y con la luz de la fe, percibimos también su sentido sobrenatural, el que resulta de nuestra elevación al orden de la gracia. No podemos admitir el miedo a la ciencia, porque cualquier labor, si es verdaderamente científica, tiende a la verdad. Y Cristo dijo: Ego sum veritas48. Yo soy la verdad.

El cristiano ha de tener hambre de saber. Desde el cultivo de los saberes más abstractos hasta las habilidades artesanas, todo puede y debe conducir a Dios. Porque no hay tarea humana que no sea santificable, motivo para la propia santificación y ocasión para colaborar con Dios en la santificación de los que nos rodean. La luz de los seguidores de Jesucristo no ha de estar en el fondo del valle, sino en la cumbre de la montaña, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo49.

Trabajar así es oración. Estudiar así es oración. Investigar así es oración. No salimos nunca de lo mismo: todo es oración, todo puede y debe llevarnos a Dios, alimentar ese trato continuo con Él, de la mañana a la noche. Todo trabajo honrado puede ser oración; y todo trabajo, que es oración, es apostolado. De este modo el alma se enrecia en una unidad de vida sencilla y fuerte.

Es difícil hacer entender a esas personas, en las que la deformación se convierte casi en una segunda naturaleza, que es más humano y más verídico pensar bien de los prójimos. San Agustín recomienda el siguiente consejo: procurad adquirir las virtudes que creéis que faltan en vuestros hermanos, y ya no veréis sus defectos, porque no los tendréis vosotros7. Para algunos, este modo de proceder se identifica con la ingenuidad. Ellos son más realistas, más razonables.

Erigiendo en norma de juicio el prejuicio, ofenderán a cualquiera antes de oír razones. Luego, objetivamente, bondadosamente, quizá concederán al injuriado la posibilidad de defenderse: contra toda moral y derecho, porque, en lugar de cargar ellos con la prueba de la supuesta falta, conceden al inocente el privilegio de la demostración de su inocencia.

No sería sincero si no os confesara que las anteriores consideraciones son algo más que un rápido espigueo de tratados de derecho y de moral. Se fundamentan en una experiencia que han vivido no pocos en su propia carne; lo mismo que otros muchos han sido, con frecuencia y durante largos años, la diana de ejercicios de tiro de murmuraciones, de difamación, de calumnia. La gracia de Dios y un natural nada rencoroso han hecho que todo eso no les haya dejado el menor rastro de amargura. Mihi pro minimo est, ut a vobis iudicer8, se me da muy poco el ser juzgado por vosotros, podrían decir con San Pablo. A veces, empleando palabras más corrientes, habrán añadido que todo les ha salido siempre por una friolera. Esa es la verdad.

Por otro lado, sin embargo, no puedo negar que a mí me causa tristeza el alma del que ataca injustamente la honradez ajena, porque el injusto agresor se hunde a sí mismo. Y sufro también por tantos que, ante las acusaciones arbitrarias y desaforadas, no saben dónde poner los ojos: están aterrados, no las creen posibles, piensan si será todo una pesadilla.

Hace unos días leíamos en la Epístola de la Santa Misa el relato de Susana, aquella mujer casta, falsamente incriminada de deshonestidad por dos viejos corrompidos. Rompió a llorar Susana y contestó a sus acusadores: por todas partes me siento en angustia; porque si hago lo que me proponéis, vendrá sobre mí la muerte; y si me niego, no escaparé de vuestras manos9. ¡Cuántas veces la insidia de los envidiosos o de los intrigantes coloca, a muchas criaturas limpias, en la misma situación! Se les ofrece esta alternativa: ofender al Señor o ver denigrada su honra. La única solución noble y digna es, al mismo tiempo, extremadamente dolorosa, y han de resolver: prefiero caer inculpable en vuestras manos a pecar contra el Señor10.

Jesús en la Cruz, con el corazón traspasado de Amor por los hombres, es una respuesta elocuente —sobran las palabras— a la pregunta por el valor de las cosas y de las personas. Valen tanto los hombres, su vida y su felicidad, que el mismo Hijo de Dios se entrega para redimirlos, para limpiarlos, para elevarlos. ¿Quién no amará su Corazón tan herido?, preguntaba ante eso un alma contemplativa. Y seguía preguntando: ¿quién no devolverá amor por amor? ¿Quién no abrazará un Corazón tan puro? Nosotros, que somos de carne, pagaremos amor por amor, abrazaremos a nuestro herido, al que los impíos atravesaron manos y pies, el costado y el Corazón. Pidamos que se digne ligar nuestro corazón con el vínculo de su amor y herirlo con una lanza, porque es aún duro e impenitente24.

Son pensamientos, afectos, conversaciones que las almas enamoradas han dedicado a Jesús desde siempre. Pero, para entender ese lenguaje, para saber de verdad lo que es el corazón humano y el Corazón de Cristo y el amor de Dios, hace falta fe y hace falta humildad. Con fe y humildad nos dejó San Agustín unas palabras universalmente famosas: nos has creado, Señor, para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti25.

Cuando se descuida la humildad, el hombre pretende apropiarse de Dios, pero no de esa manera divina, que el mismo Cristo ha hecho posible, diciendo tomad y comed, porque este es mi cuerpo26: sino intentando reducir la grandeza divina a los límites humanos. La razón, esa razón fría y ciega que no es la inteligencia que procede de la fe, ni tampoco la inteligencia recta de la criatura capaz de gustar y amar las cosas, se convierte en la sinrazón de quien lo somete todo a sus pobres experiencias habituales, que empequeñecen la verdad sobrehumana, que recubren el corazón del hombre con una costra insensible a las mociones del Espíritu Santo. La pobre inteligencia nuestra estaría perdida, si no fuera por el poder misericordioso de Dios que rompe las fronteras de nuestra miseria: os daré un corazón nuevo y os revestiré de un nuevo espíritu; os quitaré vuestro corazón de piedra y os daré en su lugar un corazón de carne27. Y el alma recobra la luz y se llena de gozo, ante las promesas de la Escritura Santa.

Yo tengo pensamientos de paz y no de aflicción28, declaró Dios por boca del profeta Jeremías. La liturgia aplica esas palabras a Jesús, porque en Él se nos manifiesta con toda claridad que Dios nos quiere de este modo. No viene a condenarnos, a echarnos en cara nuestra indigencia o nuestra mezquindad: viene a salvarnos, a perdonarnos, a disculparnos, a traernos la paz y la alegría. Si reconocemos esta maravillosa relación del Señor con sus hijos, se cambiarán necesariamente nuestros corazones, y nos haremos cargo de que ante nuestros ojos se abre un panorama absolutamente nuevo, lleno de relieve, de hondura y de luz.

La libertad personal

El cristiano, cuando trabaja, como es su obligación, no debe soslayar ni burlar las exigencias propias de lo natural. Si con la expresión bendecir las actividades humanas se entendiese anular o escamotear su dinámica propia, me negaría a usar esas palabras. Personalmente no me ha convencido nunca que las actividades corrientes de los hombres ostenten, como un letrero postizo, un calificativo confesional. Porque me parece, aunque respeto la opinión contraria, que se corre el peligro de usar en vano el nombre santo de nuestra fe, y además porque, en ocasiones, la etiqueta católica se ha utilizado hasta para justificar actitudes y operaciones que no son a veces honradamente humanas.

Si el mundo y todo lo que en él hay —menos el pecado— es bueno, porque es obra de Dios Nuestro Señor, el cristiano, luchando continuamente por evitar las ofensas a Dios —una lucha positiva de amor—, ha de dedicarse a todo lo terreno, codo a codo con los demás ciudadanos; debe defender todos los bienes derivados de la dignidad de la persona.

Y existe un bien que deberá siempre buscar especialmente: el de la libertad personal. Sólo si defiende la libertad individual de los demás con la correspondiente personal responsabilidad, podrá, con honradez humana y cristiana, defender de la misma manera la suya. Repito y repetiré sin cesar que el Señor nos ha dado gratuitamente un gran regalo sobrenatural, la gracia divina; y otra maravillosa dádiva humana, la libertad personal, que exige de nosotros —para que no se corrompa, convirtiéndose en libertinaje— integridad, empeño eficaz en desenvolver nuestra conducta dentro de la ley divina, porque donde está el Espíritu de Dios, allí hay libertad43.

El Reino de Cristo es de libertad: aquí no existen más siervos que los que libremente se encadenan, por Amor a Dios. ¡Bendita esclavitud de amor, que nos hace libres! Sin libertad, no podemos corresponder a la gracia; sin libertad, no podemos entregarnos libremente al Señor, con la razón más sobrenatural: porque nos da la gana.

Algunos de los que me escucháis me conocéis desde muchos años atrás. Podéis atestiguar que llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante.

Cuando hablo de libertad personal, no me refiero con esta excusa a otros problemas quizá muy legítimos, que no corresponden a mi oficio de sacerdote. Sé que no me corresponde tratar de temas seculares y transitorios, que pertenecen a la esfera temporal y civil, materias que el Señor ha dejado a la libre y serena controversia de los hombres. Sé también que los labios del sacerdote, evitando del todo banderías humanas, han de abrirse sólo para conducir las almas a Dios, a su doctrina espiritual salvadora, a los sacramentos que Jesucristo instituyó, a la vida interior que nos acerca al Señor sabiéndonos sus hijos y, por tanto, hermanos de todos los hombres sin excepción.

Celebramos hoy la fiesta de Cristo Rey. Y no me salgo de mi oficio de sacerdote cuando digo que, si alguno entendiese el reino de Cristo como un programa político, no habría profundizado en la finalidad sobrenatural de la fe y estaría a un paso de gravar las conciencias con pesos que no son los de Jesús, porque su yugo es suave y su carga ligera44. Amemos de verdad a todos los hombres; amemos a Cristo, por encima de todo; y, entonces, no tendremos más remedio que amar la legítima libertad de los otros, en una pacífica y razonable convivencia.

Notas
47

Gen I, 26.

48

Ioh XIV, 6.

49

Mt V, 16.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
7

S. Agustín, Enarrationes in psalmos, 30, 2, 7 (PL 36, 243).

8

1 Cor IV, 3.

9

Dan XIII, 22.

10

Dan XIII, 23.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
24

S. Buenaventura, Vitis mystica, 3, 11 (PL 184, 643).

25

S. Agustín, Confessiones, 1, 1, 1 (PL 32, 661).

26

1 Cor XI, 24.

27

Ez XXXVI, 26.

28

Ier XXIX, 11.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
43

2 Cor III, 17.

44

Cfr. Mt XI, 30.

Referencias a la Sagrada Escritura