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Hay 5 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Dios Padre .

¡Qué capacidad tan extraña tiene el hombre para olvidarse de las cosas más maravillosas, para acostumbrarse al misterio! Consideremos de nuevo, en esta Cuaresma, que el cristiano no puede ser superficial. Estando plenamente metido en su trabajo ordinario, entre los demás hombres, sus iguales, atareado, ocupado, en tensión, el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios.

La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo.

En la Cuaresma la liturgia tiene presentes las consecuencias del pecado de Adán en la vida del hombre. Adán no quiso ser un buen hijo de Dios, y se rebeló. Pero se oye también, continuamente, el eco de ese felix culpa —culpa feliz, dichosa— que la Iglesia entera cantará, llena de alegría, en la vigilia del Domingo de Resurrección40.

Dios Padre, llegada la plenitud de los tiempos, envió al mundo a su Hijo Unigénito, para que restableciera la paz; para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus41, fuéramos constituidos hijos de Dios, liberados del yugo del pecado, hechos capaces de participar en la intimidad divina de la Trinidad. Y así se ha hecho posible a este hombre nuevo, a este nuevo injerto de los hijos de Dios42, liberar a la creación entera del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo43, que los ha reconciliado con Dios44.

Tiempo de penitencia, pues. Pero, como hemos visto, no es una tarea negativa. La Cuaresma ha de vivirse con el espíritu de filiación, que Cristo nos ha comunicado y que late en nuestra alma45. El Señor nos llama para que nos acerquemos a Él deseando ser como Él: sed imitadores de Dios, como hijos suyos muy queridos46, colaborando humildemente, pero fervorosamente, en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que ha desordenado el hombre pecador, de llevar a su fin lo que se descamina, de restablecer la divina concordia de todo lo creado.

La alegría del Jueves Santo

¡Qué bien se explica ahora el clamor incesante de los cristianos, en todos los tiempos, ante la Hostia santa! Canta, lengua, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa, que el Rey de todas las gentes, nacido de una Madre fecunda, derramó para rescatar el mundo6. Es preciso adorar devotamente a este Dios escondido7: es el mismo Jesucristo que nació de María Virgen; el mismo que padeció, que fue inmolado en la Cruz; el mismo de cuyo costado traspasado manó agua y sangre8.

Este es el sagrado convite, en el que se recibe al mismo Cristo; se renueva la memoria de la Pasión y, con Él, el alma trata íntimamente a su Dios y posee una prenda de la gloria futura9. La liturgia de la Iglesia ha resumido, en breves estrofas, los capítulos culminantes de la historia de ardiente caridad, que el Señor nos dispensa.

El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones.

La alegría del Jueves Santo arranca de ahí: de comprender que el Creador se ha desbordado en cariño por sus criaturas. Nuestro Señor Jesucristo, como si aún no fueran suficientes todas las otras pruebas de su misericordia, instituye la Eucaristía para que podamos tenerle siempre cerca y —en lo que nos es posible entender— porque, movido por su Amor, quien no necesita nada, no quiere prescindir de nosotros. La Trinidad se ha enamorado del hombre, elevado al orden de la gracia y hecho a su imagen y semejanza10; lo ha redimido del pecado —del pecado de Adán que sobre toda su descendencia recayó, y de los pecados personales de cada uno— y desea vivamente morar en el alma nuestra: el que me ama observará mi doctrina y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos mansión dentro de él11.

La Eucaristía y el misterio de la Trinidad

Esta corriente trinitaria de amor por los hombres se perpetúa de manera sublime en la Eucaristía. Hace muchos años, aprendimos todos en el catecismo que la Sagrada Eucaristía puede ser considerada como Sacrificio y como Sacramento; y que el Sacramento se nos muestra como Comunión y como un tesoro en el altar: en el Sagrario. La Iglesia dedica otra fiesta al misterio eucarístico, al Cuerpo de Cristo —Corpus Christi— presente en todos los tabernáculos del mundo. Hoy, en el Jueves Santo, vamos a fijarnos en la Sagrada Eucaristía, Sacrificio y alimento, en la Santa Misa y en la Sagrada Comunión.

Hablaba de corriente trinitaria de amor por los hombres. Y ¿dónde advertirla mejor que en la Misa? La Trinidad entera actúa en el santo sacrificio del altar. Por eso me gusta tanto repetir en la colecta, en la secreta y en la postcomunión aquellas palabras finales: Por Jesucristo, Señor Nuestro, Hijo tuyo —nos dirigimos al Padre—, que vive y reina contigo en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.

En la Misa, la plegaria al Padre se hace constante. El sacerdote es un representante del Sacerdote eterno, Jesucristo, que al mismo tiempo es la Víctima. Y la acción del Espíritu Santo en la Misa no es menos inefable ni menos cierta. Por la virtud del Espíritu Santo, escribe San Juan Damasceno, se efectúa la conversión del pan en el Cuerpo de Cristo12.

Esta acción del Espíritu Santo queda expresada claramente cuando el sacerdote invoca la bendición divina sobre la ofrenda: Ven, santificador omnipotente, eterno Dios, y bendice este sacrificio preparado a tu santo nombre13, el holocausto que dará al Nombre santísimo de Dios la gloria que le es debida. La santificación, que imploramos, es atribuida al Paráclito, que el Padre y el Hijo nos envían. Reconocemos también esa presencia activa del Espíritu Santo en el sacrificio cuando decimos, poco antes de la comunión: Señor, Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, vivificaste el mundo con tu muerte...14.

Esta semana, que tradicionalmente el pueblo cristiano llama santa, nos ofrece, una vez más, la ocasión de considerar —de revivir— los momentos en los que se consuma la vida de Jesús. Todo lo que a lo largo de estos días nos traen a la memoria las diversas manifestaciones de la piedad, se encamina ciertamente hacia la Resurrección, que es el fundamento de nuestra fe, como escribe San Pablo1. No recorramos, sin embargo, demasiado deprisa ese camino; no dejemos caer en el olvido algo muy sencillo, que quizá, a veces, se nos escapa: no podremos participar de la Resurrección del Señor, si no nos unimos a su Pasión y a su Muerte2. Para acompañar a Cristo en su gloria, al final de la Semana Santa, es necesario que penetremos antes en su holocausto, y que nos sintamos una sola cosa con Él, muerto sobre el Calvario.

La entrega generosa de Cristo se enfrenta con el pecado, esa realidad dura de aceptar, pero innegable: el mysterium iniquitatis, la inexplicable maldad de la criatura que se alza, por soberbia, contra Dios. La historia es tan antigua como la Humanidad. Recordemos la caída de nuestros primeros padres; luego, toda esa cadena de depravaciones que jalonan el andar de los hombres, y finalmente, nuestras personales rebeldías. No es fácil considerar la perversión que el pecado supone, y comprender todo lo que nos dice la fe. Debemos hacernos cargo, aun en lo humano, de que la magnitud de la ofensa se mide por la condición del ofendido, por su valor personal, por su dignidad social, por sus cualidades. Y el hombre ofende a Dios: la criatura reniega de su Creador.

Pero Dios es Amor3. El abismo de malicia, que el pecado lleva consigo, ha sido salvado por una Caridad infinita. Dios no abandona a los hombres. Los designios divinos prevén que, para reparar nuestras faltas, para restablecer la unidad perdida, no bastaban los sacrificios de la Antigua Ley: se hacía necesaria la entrega de un Hombre que fuera Dios. Podemos imaginar —para acercarnos de algún modo a este misterio insondable— que la Trinidad Beatísima se reúne en consejo, en su continua relación íntima de amor inmenso y, como resultado de esa decisión eterna, el Hijo Unigénito de Dios Padre asume nuestra condición humana, carga sobre sí nuestras miserias y nuestros dolores, para acabar cosido con clavos a un madero.

Este fuego, este deseo de cumplir el decreto salvador de Dios Padre, llena toda la vida de Cristo, desde su mismo nacimiento en Belén. A lo largo de los tres años que con Él convivieron los discípulos, le oyen repetir incansablemente que su alimento es hacer la voluntad de Aquel que le envía4. Hasta que, a media tarde del primer Viernes Santo, se concluyó su inmolación. Inclinando la cabeza, entregó su espíritu5. Con estas palabras nos describe el apóstol San Juan la muerte de Cristo: Jesús, bajo el peso de la Cruz con todas las culpas de los hombres, muere por la fuerza y por la vileza de nuestros pecados.

Meditemos en el Señor herido de pies a cabeza por amor nuestro. Con frase que se acerca a la realidad, aunque no acaba de decirlo todo, podemos repetir con un autor de hace siglos: El cuerpo de Jesús es un retablo de dolores. A la vista de Cristo hecho un guiñapo, convertido en un cuerpo inerte bajado de la Cruz y confiado a su Madre; a la vista de ese Jesús destrozado, se podría concluir que esa escena es la muestra más clara de una derrota. ¿Dónde están las masas que lo seguían, y el Reino cuyo advenimiento anunciaba? Sin embargo, no es derrota, es victoria: ahora se encuentra más cerca que nunca del momento de la Resurrección, de la manifestación de la gloria que ha conquistado con su obediencia.

Dios Padre se ha dignado concedernos, en el Corazón de su Hijo, infinitos dilectionis thesauros1, tesoros inagotables de amor, de misericordia, de cariño. Si queremos descubrir la evidencia de que Dios nos ama —de que no sólo escucha nuestras oraciones, sino que se nos adelanta—, nos basta seguir el mismo razonamiento de San Pablo: El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?2

La gracia renueva al hombre desde dentro, y le convierte —de pecador y rebelde— en siervo bueno y fiel3. Y la fuente de todas las gracias es el amor que Dios nos tiene y que nos ha revelado, no exclusivamente con las palabras: también con los hechos. El amor divino hace que la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo, el Hijo de Dios Padre, tome nuestra carne, es decir, nuestra condición humana, menos el pecado. Y el Verbo, la Palabra de Dios es Verbum spirans amorem, la Palabra de la que procede el Amor4.

El amor se nos revela en la Encarnación, en ese andar redentor de Jesucristo por nuestra tierra, hasta el sacrificio supremo de la Cruz. Y, en la Cruz, se manifiesta con un nuevo signo: uno de los soldados abrió a Jesús el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua5. Agua y sangre de Jesús que nos hablan de una entrega realizada hasta el último extremo, hasta el consummatum est6, el todo está consumado, por amor.

En la fiesta de hoy, al considerar una vez más los misterios centrales de nuestra fe, nos maravillamos de cómo las realidades más hondas —ese amor de Dios Padre que entrega a su Hijo, y ese amor del Hijo que le lleva a caminar sereno hacia el Gólgota— se traducen en gestos muy cercanos a los hombres. Dios no se dirige a nosotros con actitud de poder y de dominio, se acerca a nosotros, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres7. Jesús jamás se muestra lejano o altanero, aunque en sus años de predicación le veremos a veces disgustado, porque le duele la maldad humana. Pero, si nos fijamos un poco, advertiremos en seguida que su enfado y su ira nacen del amor: son una invitación más para sacarnos de la infidelidad y del pecado. ¿Quiero yo acaso la muerte del impío, dice el Señor, Yavé, y no más bien que se convierta de su mal camino y viva?8. Esas palabras nos explican toda la vida de Cristo, y nos hacen comprender por qué se ha presentado ante nosotros con un Corazón de carne, con un Corazón como el nuestro, que es prueba fehaciente de amor y testimonio constante del misterio inenarrable de la caridad divina.

Notas
40

Pregón pascual.

41

Gal IV, 5.

42

Cfr. Rom VI, 4-5.

43

Cfr. Eph I, 5-10.

44

Cfr. Col I, 20.

45

Cfr. Gal IV, 6.

46

Eph V, 1.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

Himno Pange lingua.

7

Cfr. Adoro te devote, ritmo de S. Tomás de Aquino.

8

Cfr. Ave verum.

9

Cfr. Himno O sacrum convivium.

10

Gen I, 26.

11

Ioh XIV, 23.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
12

S. Juan Damasceno, De fide ortodoxa, 13 (PG 94, 1139).

13

Misal Romano, Ofertorio, Invocación al Espíritu Santo.

14

Misal Romano, Oraciones preparatorias para la Comunión.

Notas
1

Cfr. 1 Cor XV, 14.

2

Cfr. Rom VIII, 17.

3

1 Ioh IV, 8.

4

Cfr. Ioh IV, 34.

5

Ioh XIX, 30.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Oración de la Misa del Sagrado Corazón.

2

Rom VIII, 32.

3

Cfr. Mt XXV, 21.

4

S. Tomás de Aquino, S. Th. I, q. 43, a. 5 (citando a S. Agustín, De Trinitate, IX, 10).

5

Ioh XIX, 34.

6

Ioh XIX, 30.

7

Phil II, 7.

8

Ez XVIII, 23.

Referencias a la Sagrada Escritura