Lista de puntos

Hay 5 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Espíritu Santo  → la venida del Espíritu Santo.

La muerte de Cristo nos llama a una plena vida cristiana

Acabamos de revivir el drama del Calvario, lo que me atrevería a llamar la Misa primera y primordial, celebrada por Jesucristo. Dios Padre entrega a su Hijo a la muerte. Jesús, el Hijo Unigénito, se abraza al madero, en el que le habían de ajusticiar, y su sacrificio es aceptado por el Padre: como fruto de la Cruz, se derrama sobre la Humanidad el Espíritu Santo6.

En la tragedia de la Pasión se consuma nuestra propia vida y la entera historia humana. La Semana Santa no puede reducirse a un mero recuerdo, ya que es la consideración del misterio de Jesucristo, que se prolonga en nuestras almas; el cristiano está obligado a ser alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo7, para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre.

Por contraste, esa realidad nos lleva a detenernos en nuestras desdichas, en nuestros errores personales. No debe desanimarnos esta consideración, ni colocarnos en la actitud escéptica de quien ha renunciado a las ilusiones grandes. Porque el Señor nos reclama tal como somos, para que participemos de su vida, para que luchemos por ser santos. La santidad: ¡cuántas veces pronunciamos esa palabra como si fuera un sonido vacío! Para muchos es incluso un ideal inasequible, un tópico de la ascética, pero no un fin concreto, una realidad viva. No pensaban de este modo los primeros cristianos, que usaban el nombre de santos para llamarse entre sí, con toda naturalidad y con gran frecuencia: os saludan todos los santos8, salud a todo santo en Cristo Jesús9.

Ahora, situados ante ese momento del Calvario, cuando Jesús ya ha muerto y no se ha manifestado todavía la gloria de su triunfo, es una buena ocasión para examinar nuestros deseos de vida cristiana, de santidad; para reaccionar con un acto de fe ante nuestras debilidades, y confiando en el poder de Dios, hacer el propósito de poner amor en las cosas de nuestra jornada. La experiencia del pecado debe conducirnos al dolor, a una decisión más madura y más honda de ser fieles, de identificarnos de veras con Cristo, de perseverar, cueste lo que cueste, en esa misión sacerdotal que Él ha encomendado a todos sus discípulos sin excepción, que nos empuja a ser sal y luz del mundo10.

Trato con Jesucristo en el Pan y en la Palabra

Si sabemos contemplar el misterio de Cristo, si nos esforzamos en verlo con los ojos limpios, nos daremos cuenta de que es posible también ahora acercarnos íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma. Cristo nos ha marcado claramente el camino: por el Pan y por la Palabra, alimentándonos con la Eucaristía y conociendo y cumpliendo lo que vino a enseñarnos, a la vez que conversamos con Él en la oración. Quien come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él6. Quien conoce mis mandamientos y los cumple, ese es quien me ama. Y el que me ame será amado por mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él7.

No son sólo promesas. Son la entraña, la realidad de una vida auténtica: la vida de la gracia, que nos empuja a tratar personal y directamente a Dios. Si cumplís mis preceptos, permaneceréis en mi amor, como yo he cumplido los mandatos de mi Padre y permanezco en su amor8. Esta afirmación de Jesús, en el discurso de la última cena, es el mejor preámbulo para el día de la Ascensión. Cristo sabía que era preciso que Él se fuera; porque, de un modo misterioso que no acertamos a comprender, después de la Ascensión llegaría —en una nueva efusión del Amor divino— la tercera Persona de la Trinidad Beatísima: os digo la verdad: conviene que yo me vaya. Si no me fuese, el Paráclito no vendría a vosotros. Si me voy, os lo enviaré9.

Se ha ido y nos envía al Espíritu Santo, que rige y santifica nuestra alma. Al actuar el Paráclito en nosotros, confirma lo que Cristo nos anunciaba: que somos hijos de Dios; que no hemos recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre!10.

¿Veis? Es la actuación trinitaria en nuestras almas. Todo cristiano tiene acceso a esa inhabitación de Dios en lo más intimo de su ser, si corresponde a la gracia que nos lleva a unirnos con Cristo en el Pan y en la Palabra, en la Sagrada Hostia y en la oración. La Iglesia trae a nuestra consideración cada día la realidad del Pan vivo, y le dedica dos de las grandes fiestas del año litúrgico: la del Jueves Santo y la del Corpus Christi. En este día de la Ascensión, vamos a detenernos en el trato con Jesús, escuchando atentamente su Palabra.

Los Hechos de los Apóstoles, al narrarnos los acontecimientos de aquel día de Pentecostés en el que el Espíritu Santo descendió en forma de lenguas de fuego sobre los discípulos de Nuestro Señor, nos hacen asistir a la gran manifestación del poder de Dios, con el que la Iglesia inició su camino entre las naciones. La victoria que Cristo —con su obediencia, con su inmolación en la Cruz y con su Resurrección— había obtenido sobre la muerte y sobre el pecado, se reveló entonces en toda su divina claridad.

Los discípulos, que ya eran testigos de la gloria del Resucitado, experimentaron en sí la fuerza del Espíritu Santo: sus inteligencias y sus corazones se abrieron a una luz nueva. Habían seguido a Cristo y acogido con fe sus enseñanzas, pero no acertaban siempre a penetrar del todo su sentido: era necesario que llegara el Espíritu de verdad, que les hiciera comprender todas las cosas1. Sabían que sólo en Jesús podían encontrar palabras de vida eterna, y estaban dispuestos a seguirle y a dar la vida por Él, pero eran débiles y, cuando llegó la hora de la prueba, huyeron, lo dejaron solo. El día de Pentecostés todo eso ha pasado: el Espíritu Santo, que es espíritu de fortaleza, los ha hecho firmes, seguros, audaces. La palabra de los Apóstoles resuena recia y vibrante por las calles y plazas de Jerusalén.

Los hombres y las mujeres que, venidos de las más diversas regiones, pueblan en aquellos días la ciudad, escuchan asombrados. Partos, medos y elamitas, los moradores de Mesopotamia, de Judea y de Capadocia, del Ponto y del Asia, los de Frigia, de Pamfilia y de Egipto, los de Libia, confinante con Cirene, y los que han venido de Roma, tanto judíos como prosélitos, los cretenses y los árabes, oímos hablar las maravillas de Dios en nuestras propias lenguas2. Estos prodigios, que se obran ante sus ojos, les llevan a prestar atención a la predicación apostólica. El mismo Espíritu Santo, que actuaba en los discípulos del Señor, tocó también sus corazones y los condujo hacia la fe.

Nos cuenta San Lucas que, después de haber hablado San Pedro proclamando la Resurrección de Cristo, muchos de los que le rodeaban se acercaron preguntando: ¿qué es lo que debemos hacer, hermanos? El Apóstol les respondió: Haced penitencia, y sea bautizado cada uno de vosotros en nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Aquel día se incorporaron a la Iglesia, termina diciéndonos el texto sagrado, cerca de tres mil personas3.

La venida solemne del Espíritu en el día de Pentecostés no fue un suceso aislado. Apenas hay una página de los Hechos de los Apóstoles en la que no se nos hable de Él y de la acción por la que guía, dirige y anima la vida y las obras de la primitiva comunidad cristiana: Él es quien inspira la predicación de San Pedro4, quien confirma en su fe a los discípulos5, quien sella con su presencia la llamada dirigida a los gentiles6, quien envía a Saulo y a Bernabé hacia tierras lejanas para abrir nuevos caminos a la enseñanza de Jesús7. En una palabra, su presencia y su actuación lo dominan todo.

Actualidad de la Pentecostés

Esa realidad profunda que nos da a conocer el texto de la Escritura Santa, no es un recuerdo del pasado, una edad de oro de la Iglesia que quedó atrás en la historia. Es, por encima de las miserias y de los pecados de cada uno de nosotros, la realidad también de la Iglesia de hoy y de la Iglesia de todos los tiempos. Yo rogaré al Padre —anunció el Señor a sus discípulos— y os dará otro Consolador para que esté con vosotros eternamente8. Jesús ha mantenido sus promesas: ha resucitado, ha subido a los cielos y, en unión con el Eterno Padre, nos envía el Espíritu Santo para que nos santifique y nos dé la vida.

La fuerza y el poder de Dios iluminan la faz de la tierra. El Espíritu Santo continúa asistiendo a la Iglesia de Cristo, para que sea —siempre y en todo— signo levantado ante las naciones, que anuncia a la humanidad la benevolencia y el amor de Dios9. Por grandes que sean nuestras limitaciones, los hombres podemos mirar con confianza a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama y nos libra de nuestros pecados. La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría y de esa paz que Dios nos depara.

También nosotros, como aquellos primeros que se acercaron a San Pedro en el día de Pentecostés, hemos sido bautizados. En el bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo. El Señor, nos dice la Escritura Santa, nos ha salvado haciéndonos renacer por el bautismo, renovándonos por el Espíritu Santo, que Él derramó copiosamente sobre nosotros por Jesucristo Salvador nuestro, para que, justificados por la gracia, vengamos a ser herederos de la vida eterna conforme a la esperanza que tenemos10.

La experiencia de nuestra debilidad y de nuestros fallos, la desedificación que puede producir el espectáculo doloroso de la pequeñez o incluso de la mezquindad de algunos que se llaman cristianos, el aparente fracaso o la desorientación de algunas empresas apostólicas, todo eso —el comprobar la realidad del pecado y de las limitaciones humanas— puede sin embargo constituir una prueba para nuestra fe, y hacer que se insinúen la tentación y la duda: ¿dónde están la fuerza y el poder de Dios? Es el momento de reaccionar, de practicar de manera más pura y más recia nuestra esperanza y, por tanto, de procurar que sea más firme nuestra fidelidad.

En medio de las limitaciones inseparables de nuestra situación presente, porque el pecado habita todavía de algún modo en nosotros, el cristiano percibe con claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina, cuando se reconoce plenamente libre porque trabaja en las cosas de su Padre, cuando su alegría se hace constante porque nada es capaz de destruir su esperanza.

Es en esa hora, además y al mismo tiempo, cuando es capaz de admirar todas las bellezas y maravillas de la tierra, de apreciar toda la riqueza y toda la bondad, de amar con toda la entereza y toda la pureza para las que está hecho el corazón humano. Cuando el dolor ante el pecado no degenera nunca en un gesto amargo, desesperado o altanero, porque la compunción y el conocimiento de la humana flaqueza le encaminan a identificarse de nuevo con las ansias redentoras de Cristo, y a sentir más hondamente la solidaridad con todos los hombres. Cuando, en fin, el cristiano experimenta en sí con seguridad la fuerza del Espíritu Santo, de manera que las propias caídas no le abaten: porque son una invitación a recomenzar, y a continuar siendo testigo fiel de Cristo en todas las encrucijadas de la tierra, a pesar de las miserias personales, que en estos casos suelen ser faltas leves, que enturbian apenas el alma; y, aunque fuesen graves, acudiendo al Sacramento de la Penitencia con compunción, se vuelve a la paz de Dios y a ser de nuevo un buen testigo de sus misericordias.

Tal es, en un resumen breve, que apenas consigue traducir en pobres palabras humanas, la riqueza de la fe, la vida del cristiano, si se deja guiar por el Espíritu Santo. No puedo, por eso, terminar de otra manera que haciendo mía la petición, que se contiene en uno de los cantos litúrgicos de la fiesta de Pentecostés, que es como un eco de la oración incesante de la Iglesia entera: Ven, Espíritu Creador, visita las inteligencias de los tuyos, llena de gracia celeste los corazones que tú has creado. En tu escuela haz que sepamos del Padre, haznos conocer también al Hijo, haz en fin que creamos eternamente en Ti, Espíritu que procedes de uno y del otro38.

Notas
6

Cfr. Rom III, 24 ss; Heb X, 5 ss; Ioh VII, 39.

7

1 Pet II, 5.

8

Rom XVI, 15.

9

Phil IV, 21.

10

Cfr. Mt V, 13-14.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

Ioh VI, 57.

7

Ioh XIV, 21.

8

Ioh XV, 10.

9

Ioh XVI, 7.

10

Rom VIII, 15.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Cfr. Ioh XVI, 12-13.

2

Act II, 9-11.

3

Cfr. Act II, 37-41.

4

Cfr. Act IV, 8.

5

Cfr. Act IV, 31.

6

Cfr. Act X, 44-47.

7

Cfr. Act XIII, 2-4.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
8

Ioh XIV, 16.

9

Cfr. Is XI, 12.

10

Tit III, 5-7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
38

Del himno Veni Creator Spiritus, del Oficio del día de Pentecostés.