Lista de puntos

Hay 5 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Humildad → virtud fundamental de la vida cristiana .

No hace mucho, he admirado un relieve en mármol, que representa la escena de la adoración de los Magos al Niño Dios. Enmarcando ese relieve, había otros: cuatro ángeles, cada uno con un símbolo: una diadema, el mundo coronado por la cruz, una espada, un cetro. De esta manera plástica, utilizando signos conocidos, se ha ilustrado el acontecimiento que conmemoramos hoy: unos hombres sabios —la tradición dice que eran reyes— se postran ante un Niño, después de preguntar en Jerusalén: ¿dónde está el nacido rey de los judíos?1.

Yo también, urgido por esa pregunta, contemplo ahora a Jesús, reclinado en un pesebre2, en un lugar que es sitio adecuado sólo para las bestias. ¿Dónde está, Señor, tu realeza: la diadema, la espada, el cetro? Le pertenecen, y no los quiere; reina envuelto en pañales. Es un Rey inerme, que se nos muestra indefenso: es un niño pequeño. ¿Cómo no recordar aquellas palabras del Apóstol: se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo3?

Nuestro Señor se encarnó, para manifestarnos la voluntad del Padre. Y he aquí que, ya en la cuna, nos instruye. Jesucristo nos busca —con una vocación, que es vocación a la santidad— para consumar, con Él, la Redención. Considerad su primera enseñanza: hemos de corredimir no persiguiendo el triunfo sobre nuestros prójimos, sino sobre nosotros mismos. Como Cristo, necesitamos anonadarnos, sentirnos servidores de los demás, para llevarlos a Dios.

¿Dónde está el Rey? ¿No será que Jesús desea reinar, antes que nada en el corazón, en tu corazón? Por eso se hace Niño, porque ¿quién no ama a una criatura pequeña? ¿Dónde está el Rey? ¿Dónde está el Cristo, que el Espíritu Santo procura formar en nuestra alma? No puede estar en la soberbia que nos separa de Dios, no puede estar en la falta de caridad que nos aísla. Ahí no puede estar Cristo; ahí el hombre se queda solo.

A los pies de Jesús Niño, en el día de la Epifanía, ante un Rey sin señales exteriores de realeza, podéis decirle: Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este querer afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo.

Termina nuestra meditación del Jueves Santo. Si el Señor nos ha ayudado —y Él está siempre dispuesto, basta con que le franqueemos el corazón—, nos veremos urgidos a corresponder en lo que es más importante: amar. Y sabremos difundir esa caridad entre los demás hombres, con una vida de servicio. Os he dado ejemplo32, insiste Jesús, hablando a sus discípulos después de lavarles los pies, en la noche de la Cena. Alejemos del corazón el orgullo, la ambición, los deseos de predominio; y, junto a nosotros y en nosotros, reinarán la paz y la alegría, enraizadas en el sacrificio personal.

Finalmente un filial pensamiento amoroso para María, Madre de Dios y Madre nuestra. Perdonad que de nuevo os cuente un recuerdo de mi infancia: una imagen que se difundió mucho en mi tierra, cuando S. Pío X impulsó la práctica de la comunión frecuente. Representaba a María adorando la Hostia santa. Hoy, como entonces y como siempre, Nuestra Señora nos enseña a tratar a Jesús, a reconocerle y a encontrarle en las diversas circunstancias del día y, de modo especial, en ese instante supremo —el tiempo se une con la eternidad— del Santo Sacrificio de la Misa: Jesús, con gesto de sacerdote eterno, atrae hacia sí todas las cosas, para colocarlas, divino afflante Spiritu, con el soplo del Espíritu Santo, en la presencia de Dios Padre.

Al considerar la dignidad de la misión a la que Dios nos llama, puede quizá surgir la presunción, la soberbia, en el alma humana. Es una falsa conciencia de la vocación cristiana, la que ciega, la que nos hace olvidar que estamos hechos de barro, que somos polvo y miseria. Que no sólo hay mal en el mundo, a nuestro alrededor, sino que el mal está dentro de nosotros, que anida en nuestro mismo corazón, haciéndonos capaces de vilezas y egoísmos. Sólo la gracia de Dios es roca fuerte: nosotros somos arena, y arena movediza.

Si se recorre con la mirada la historia de los hombres o la situación actual del mundo, causa dolor contemplar que, después de veinte siglos, hay tan pocos que se llaman cristianos, y que, los que se adornan con ese nombre, son tantas veces infieles a su vocación. Hace años, una persona que no tenía mal corazón, pero que no tenía fe, señalando un mapamundi, me comentó: «He aquí el fracaso de Cristo. Tantos siglos procurando meter en el alma de los hombres su doctrina, y vea los resultados: no hay cristianos».

No faltan hoy quienes todavía piensan así. Pero Cristo no ha fracasado: su palabra y su vida fecundan continuamente el mundo. La obra de Cristo, la tarea que su Padre le encomendó, se está realizando, su fuerza atraviesa la historia trayendo la verdadera vida, y cuando ya todas las cosas estén sujetas a Él, entonces el Hijo mismo quedará sujeto en cuanto hombre al que se las sujetó todas, a fin de que en todas las cosas todo sea Dios32.

En esa tarea que va realizando en el mundo, Dios ha querido que seamos cooperadores suyos, ha querido correr el riesgo de nuestra libertad. Me llega a lo hondo del alma contemplar la figura de Jesús recién nacido en Belén: un niño indefenso, inerme, incapaz de ofrecer resistencia. Dios se entrega en manos de los hombres, se acerca y se abaja hasta nosotros.

Jesucristo teniendo la naturaleza de Dios, no tuvo por usurpación el ser igual a Dios, y no obstante se anonadó a sí mismo tomando forma de esclavo33. Dios condesciende con nuestra libertad, con nuestra imperfección, con nuestras miserias. Consiente en que los tesoros divinos sean llevados en vasos de barro, en que los demos a conocer mezclando nuestras deficiencias humanas con su fuerza divina.

Los cristianos llevamos los grandes tesoros de la gracia en vasos de barro16; Dios ha confiado sus dones a la frágil y débil libertad humana y, aunque la fuerza del Señor ciertamente nos asiste, nuestra concupiscencia, nuestra comodidad y nuestro orgullo la rechazan a veces y nos llevan a caer en pecado. En muchas ocasiones, desde hace más de un cuarto de siglo, al recitar el Credo y afirmar mi fe en la divinidad de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, añado a pesar de los pesares. Cuando he comentado esa costumbre mía y alguno me pregunta a qué quiero referirme, respondo: a tus pecados y a los míos.

Todo eso es cierto, pero no autoriza en modo alguno a juzgar a la Iglesia de manera humana, sin fe teologal, fijándose únicamente en la mayor o menor cualidad de determinados eclesiásticos o de ciertos cristianos. Proceder así, es quedarse en la superficie. Lo más importante en la Iglesia no es ver cómo respondemos los hombres, sino ver lo que hace Dios. La Iglesia es eso: Cristo presente entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda constante, en los pequeños y en los grandes combates de la vida diaria.

Podemos llegar a desconfiar de los hombres, y cada uno está obligado a desconfiar personalmente de sí mismo y a coronar sus jornadas con un mea culpa, con un acto de contrición hondo y sincero. Pero no tenemos derecho a dudar de Dios. Y dudar de la Iglesia, de su origen divino, de la eficacia salvadora de su predicación y de sus sacramentos, es dudar de Dios mismo, es no creer plenamente en la realidad de la venida del Espíritu Santo.

Antes de que Cristo fuera crucificado —escribe San Juan Crisóstomo— no había ninguna reconciliación. Y, mientras no hubo reconciliación, no fue enviado el Espíritu Santo... La ausencia del Espíritu Santo era signo de la ira divina. Ahora que lo ves enviado en plenitud, no dudes de la reconciliación. Pero si preguntaran: ¿dónde está ahora el Espíritu Santo? Se podía hablar de su presencia cuando ocurrían milagros, cuando eran resucitados los muertos y curados los leprosos. ¿Cómo saber ahora que está de veras presente? No os preocupéis. Os demostraré que el Espíritu Santo está también ahora entre nosotros...

Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos decir: Señor, Jesús, pues nadie puede invocar a Jesús como Señor, si no es en el Espíritu Santo (I Cor XII, 3). Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos orar con confianza. Al rezar, en efecto, decimos: Padre nuestro que estás en los cielos (Mt VI, 9). Si no existiera el Espíritu Santo no podríamos llamar Padre a Dios. ¿Cómo sabemos eso? Porque el apóstol nos enseña: Y, por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre (Gal IV, 6).

Cuando invoques, pues, a Dios Padre, acuérdate de que ha sido el Espíritu quien, al mover tu alma, te ha dado esa oración. Si no existiera el Espíritu Santo, no habría en la Iglesia palabra alguna de sabiduría o de ciencia, porque está escrito: es dada por el Espíritu la palabra de sabiduría (I Cor XII, 8)... Si el Espíritu Santo no estuviera presente, la Iglesia no existiría. Pero, si la Iglesia existe, es seguro que el Espíritu Santo no falta17.

Por encima de las deficiencias y limitaciones humanas, insisto, la Iglesia es eso: el signo y en cierto modo —no en el sentido estricto en el que se ha definido dogmáticamente la esencia de los siete sacramentos de la Nueva Alianza— el sacramento universal de la presencia de Dios en el mundo. Ser cristiano es haber sido regenerado por Dios y enviado a los hombres, para anunciarles la salvación. Si tuviéramos fe recia y vivida, y diéramos a conocer audazmente a Cristo, veríamos que ante nuestros ojos se realizan milagros como los de la época apostólica.

Porque ahora también se devuelve la vista a ciegos, que habían perdido la capacidad de mirar al cielo y de contemplar las maravillas de Dios; se da la libertad a cojos y tullidos, que se encontraban atados por sus apasionamientos y cuyos corazones no sabían ya amar; se hace oír a sordos, que no deseaban saber de Dios; se logra que hablen los mudos, que tenían atenazada la lengua porque no querían confesar sus derrotas; se resucita a muertos, en los que el pecado había destruido la vida. Comprobamos una vez más que la palabra de Dios es viva y eficaz, y más penetrante que cualquier espada de dos filos18 y, lo mismo que los primeros fieles cristianos, nos alegramos al admirar la fuerza del Espíritu Santo y su acción en la inteligencia y en la voluntad de sus criaturas.

Evocábamos antes los sucesos de Naím. Podríamos citar ahora otros, porque los Evangelios están llenos de escenas semejantes. Esos relatos han removido y seguirán removiendo siempre los corazones de las criaturas: ya que no entrañan sólo el gesto sincero de un hombre que se compadece de sus semejantes, porque presentan esencialmente la revelación de la caridad inmensa del Señor. El Corazón de Jesús es el Corazón de Dios encarnado, del Emmanuel, Dios con nosotros.

La Iglesia, unida a Cristo, nace de un Corazón herido37. De ese Corazón, abierto de par en par, se nos trasmite la vida. ¿Cómo no recordar aquí, aunque sea de pasada, los sacramentos, a través de los cuales Dios obra en nosotros y nos hace partícipes de la fuerza redentora de Cristo? ¿Cómo no recordar con agradecimiento particular el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, el Santo Sacrificio del Calvario y su constante renovación incruenta en nuestra Misa? Jesús que se nos entrega como alimento: porque Jesucristo viene a nosotros, todo ha cambiado, y en nuestro ser se manifiestan fuerzas —la ayuda del Espíritu Santo— que llenan el alma, que informan nuestras acciones, nuestro modo de pensar y de sentir. El Corazón de Cristo es paz para el cristiano.

El fundamento de la entrega que el Señor nos pide, no se concreta sólo en nuestros deseos ni en nuestras fuerzas, tantas veces cortos o impotentes: primeramente se apoya en las gracias que nos ha logrado el Amor del Corazón de Dios hecho Hombre. Por eso podemos y debemos perseverar en nuestra vida interior de hijos del Padre Nuestro que está en los cielos, sin dar cabida al desánimo ni al desaliento. Me gusta hacer considerar cómo el cristiano, en su existencia ordinaria y corriente, en los detalles más sencillos, en las circunstancias normales de su jornada habitual, pone en ejercicio la fe, la esperanza y la caridad, porque allí reposa la esencia de la conducta de un alma que cuenta con el auxilio divino; y que, en la práctica de esas virtudes teologales, encuentra la alegría, la fuerza y la serenidad.

Estos son los frutos de la paz de Cristo, de la paz que nos trae su Corazón Sacratísimo. Porque —digámoslo una vez más— el amor de Jesús a los hombres es un aspecto insondable del misterio divino, del amor del Hijo al Padre y al Espíritu Santo. El Espíritu Santo, el lazo de amor entre el Padre y el Hijo, encuentra en el Verbo un Corazón humano.

No es posible hablar de estas realidades centrales de nuestra fe, sin advertir la limitación de nuestra inteligencia y las grandezas de la Revelación. Pero, aunque no podamos abarcar esas verdades, aunque nuestra razón se pasme ante ellas, humilde y firmemente las creemos: sabemos, apoyados en el testimonio de Cristo, que son así. Que el Amor, en el seno de la Trinidad, se derrama sobre todos los hombres por el amor del Corazón de Jesús.

Notas
1

Mt II, 2

2

Lc II, 12.

3

Phil II, 7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
32

Ioh XIII, 15.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
32

1 Cor XV, 28.

33

Phil II, 6-7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
16

Cfr. 2 Cor IV, 7.

17

S. Juan Crisóstomo, Sermones panegyrici in solemnitates D. N. Iesu Christi, hom. 1, De Sancta Pentecoste, n. 3-4 (PG 50,457).

18

Heb IV, 12.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
37

Himno de Vísperas de la Fiesta.