Lista de puntos

Hay 3 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Sacrificio → abnegación.

Esta semana, que tradicionalmente el pueblo cristiano llama santa, nos ofrece, una vez más, la ocasión de considerar —de revivir— los momentos en los que se consuma la vida de Jesús. Todo lo que a lo largo de estos días nos traen a la memoria las diversas manifestaciones de la piedad, se encamina ciertamente hacia la Resurrección, que es el fundamento de nuestra fe, como escribe San Pablo1. No recorramos, sin embargo, demasiado deprisa ese camino; no dejemos caer en el olvido algo muy sencillo, que quizá, a veces, se nos escapa: no podremos participar de la Resurrección del Señor, si no nos unimos a su Pasión y a su Muerte2. Para acompañar a Cristo en su gloria, al final de la Semana Santa, es necesario que penetremos antes en su holocausto, y que nos sintamos una sola cosa con Él, muerto sobre el Calvario.

La entrega generosa de Cristo se enfrenta con el pecado, esa realidad dura de aceptar, pero innegable: el mysterium iniquitatis, la inexplicable maldad de la criatura que se alza, por soberbia, contra Dios. La historia es tan antigua como la Humanidad. Recordemos la caída de nuestros primeros padres; luego, toda esa cadena de depravaciones que jalonan el andar de los hombres, y finalmente, nuestras personales rebeldías. No es fácil considerar la perversión que el pecado supone, y comprender todo lo que nos dice la fe. Debemos hacernos cargo, aun en lo humano, de que la magnitud de la ofensa se mide por la condición del ofendido, por su valor personal, por su dignidad social, por sus cualidades. Y el hombre ofende a Dios: la criatura reniega de su Creador.

Pero Dios es Amor3. El abismo de malicia, que el pecado lleva consigo, ha sido salvado por una Caridad infinita. Dios no abandona a los hombres. Los designios divinos prevén que, para reparar nuestras faltas, para restablecer la unidad perdida, no bastaban los sacrificios de la Antigua Ley: se hacía necesaria la entrega de un Hombre que fuera Dios. Podemos imaginar —para acercarnos de algún modo a este misterio insondable— que la Trinidad Beatísima se reúne en consejo, en su continua relación íntima de amor inmenso y, como resultado de esa decisión eterna, el Hijo Unigénito de Dios Padre asume nuestra condición humana, carga sobre sí nuestras miserias y nuestros dolores, para acabar cosido con clavos a un madero.

Este fuego, este deseo de cumplir el decreto salvador de Dios Padre, llena toda la vida de Cristo, desde su mismo nacimiento en Belén. A lo largo de los tres años que con Él convivieron los discípulos, le oyen repetir incansablemente que su alimento es hacer la voluntad de Aquel que le envía4. Hasta que, a media tarde del primer Viernes Santo, se concluyó su inmolación. Inclinando la cabeza, entregó su espíritu5. Con estas palabras nos describe el apóstol San Juan la muerte de Cristo: Jesús, bajo el peso de la Cruz con todas las culpas de los hombres, muere por la fuerza y por la vileza de nuestros pecados.

Meditemos en el Señor herido de pies a cabeza por amor nuestro. Con frase que se acerca a la realidad, aunque no acaba de decirlo todo, podemos repetir con un autor de hace siglos: El cuerpo de Jesús es un retablo de dolores. A la vista de Cristo hecho un guiñapo, convertido en un cuerpo inerte bajado de la Cruz y confiado a su Madre; a la vista de ese Jesús destrozado, se podría concluir que esa escena es la muestra más clara de una derrota. ¿Dónde están las masas que lo seguían, y el Reino cuyo advenimiento anunciaba? Sin embargo, no es derrota, es victoria: ahora se encuentra más cerca que nunca del momento de la Resurrección, de la manifestación de la gloria que ha conquistado con su obediencia.

Pensar en la muerte de Cristo se traduce en una invitación a situarnos con absoluta sinceridad ante nuestro quehacer ordinario, a tomar en serio la fe que profesamos. La Semana Santa, por tanto, no puede ser un paréntesis sagrado en el contexto de un vivir movido sólo por intereses humanos: ha de ser una ocasión de ahondar en la hondura del Amor de Dios, para poder así, con la palabra y con las obras, mostrarlo a los hombres.

Pero el Señor determina condiciones. Hay una declaración suya, que nos conserva San Lucas, de la que no se puede prescindir: Si alguno de los que me siguen no aborrece a su padre y madre, y a la mujer y a los hijos, y a los hermanos y hermanas, y aun a su vida misma, no puede ser mi discípulo11. Son términos duros. Ciertamente, ni el odiar ni el aborrecer castellanos expresan bien el pensamiento original de Jesús. De todas maneras, fuertes fueron las palabras del Señor, ya que tampoco se reducen a un amar menos, como a veces se interpreta templadamente, para suavizar la frase. Es tremenda esa expresión tan tajante no porque implique una actitud negativa o despiadada, ya que el Jesús que habla ahora es el mismo que ordena amar a los demás como a la propia alma, y que entrega su vida por los hombres: esta locución indica, sencillamente, que ante Dios no caben medias tintas. Se podrían traducir las palabras de Cristo por amar más, amar mejor, más bien, por no amar con un amor egoísta ni tampoco con un amor a corto alcance: debemos amar con el Amor de Dios.

De esto se trata. Fijémonos en la última de las exigencias de Jesús: et animam suam. La vida, el alma misma, es lo que pide el Señor. Si somos fatuos, si nos preocupamos sólo de nuestra personal comodidad, si centramos la existencia de los demás y aun la del mundo en nosotros mismos, no tenemos derecho a llamarnos cristianos, a considerarnos discípulos de Cristo. Hace falta la entrega con obras y con verdad, no sólo con la boca12. El amor a Dios nos invita a llevar a pulso la cruz, a sentir también sobre nosotros el peso de la humanidad entera, y a cumplir, en las circunstancias propias del estado y del trabajo de cada uno, los designios, claros y amorosos a la vez, de la voluntad del Padre. En el pasaje que comentamos, Jesús continúa: Y el que no carga con su cruz y me sigue, tampoco puede ser mi discípulo13.

Aceptemos sin miedo la voluntad de Dios, formulemos sin vacilaciones el propósito de edificar toda nuestra vida de acuerdo con lo que nos enseña y exige nuestra fe. Estemos seguros de que encontraremos lucha, sufrimiento y dolor, pero, si poseemos de verdad la fe, no nos consideraremos nunca desgraciados: también con penas e incluso con calumnias, seremos felices con una felicidad que nos impulsará a amar a los demás, para hacerles participar de nuestra alegría sobrenatural.

No se nos puede ocultar que resta mucho por hacer. En cierta ocasión, contemplando quizá el suave movimiento de las espigas ya granadas, dijo Jesús a sus discípulos: la mies es mucha, pero los obreros son pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe trabajadores a su campo24. Como entonces, ahora siguen faltando peones que quieran soportar el peso del día y del calor25. Y si los que trabajamos no somos fieles, sucederá lo que escribe el profeta Joel: destruida la cosecha, la tierra en luto: porque el trigo está seco, desolado el vino, perdido el aceite. Confundíos, labradores; gritad, viñadores, por el trigo y la cebada. No hay cosecha26.

No hay cosecha, cuando no se está dispuesto a aceptar generosamente un constante trabajo, que puede resultar largo y fatigoso: labrar la tierra, sembrar la simiente, cuidar los campos, realizar la siega y la trilla... En la historia, en el tiempo, se edifica el Reino de Dios. El Señor nos ha confiado a todos esa tarea, y ninguno puede sentirse eximido. Al adorar y mirar hoy a Cristo en la Eucaristía, pensemos que aún no ha llegado la hora del descanso, que la jornada continúa.

Se ha recogido en el libro de los Proverbios: el que labra su campiña tendrá pan a saciedad27. Tratemos de aplicarnos espiritualmente este pasaje: el que no labra el terreno de Dios, el que no es fiel a la misión divina de entregarse a los demás, ayudándoles a conocer a Cristo, difícilmente logrará entender lo que es el Pan eucarístico. Nadie estima lo que no le ha costado esfuerzo. Para apreciar y amar la Sagrada Eucaristía, es preciso recorrer el camino de Jesús: ser trigo, morir para nosotros mismos, resurgir llenos de vida y dar fruto abundante: ¡el ciento por uno!28.

Ese camino se resume en una única palabra: amar. Amar es tener el corazón grande, sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas. Si amamos con el corazón de Cristo aprenderemos a servir, y defenderemos la verdad claramente y con amor. Para amar de ese modo, es preciso que cada uno extirpe, de su propia vida, todo lo que estorba la Vida de Cristo en nosotros: el apego a nuestra comodidad, la tentación del egoísmo, la tendencia al lucimiento propio. Sólo reproduciendo en nosotros esa Vida de Cristo, podremos trasmitirla a los demás; sólo experimentando la muerte del grano de trigo, podremos trabajar en las entrañas de la tierra, transformarla desde dentro, hacerla fecunda.

Notas
1

Cfr. 1 Cor XV, 14.

2

Cfr. Rom VIII, 17.

3

1 Ioh IV, 8.

4

Cfr. Ioh IV, 34.

5

Ioh XIX, 30.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
11

Lc XIV, 26.

12

1 Ioh III, 18.

13

Lc XIV, 27.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
24

Mt IX, 38.

25

Mt XX, 12.

26

Ioel I, 10-11.

27

Prov XII, 11.

28

Cfr. Mc IV, 8.

Referencias a la Sagrada Escritura