Lista de puntos

Hay 4 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Respeto a la persona.

Derecho a la intimidad

Volvamos a la escena de la curación del ciego. Jesucristo ha replicado a sus discípulos que aquella desgracia no es consecuencia del pecado, sino ocasión para que se manifieste el poder de Dios. Y, con maravillosa sencillez, decide que el ciego vea.

Comienza entonces, junto con la felicidad, el tormento de aquel hombre. No le dejarán en paz. Primero son los vecinos y los que antes le habían visto pedir limosna11. El Evangelio no nos cuenta que se alegrasen, sino que no acertaban a creerlo, a pesar de que el ciego insistía en que ese, que antes no veía y ahora ve, es él mismo. En lugar de permitirle disfrutar serenamente de aquella gracia, lo llevan a los fariseos, que le preguntan de nuevo cómo ha sido. Y él responde, por segunda vez: puso lodo sobre mis ojos, me lavé y veo12.

Y los fariseos quieren demostrar que lo que ha pasado, un bien y un gran milagro, no ha pasado. Algunos recurren a razonamientos mezquinos, hipócritas, muy poco ecuánimes: ha curado en sábado y, como trabajar en sábado está prohibido, niegan el prodigio. Otros inician lo que hoy se llamaría una encuesta. Van a los padres del ciego: ¿es este vuestro hijo, de quien vosotros decís que nació ciego? Pues, ¿cómo ve ahora?13. El miedo a los poderosos induce a que los padres contesten con una proposición, que reúne todas las garantías del método científico: sabemos que este es hijo nuestro y que nació ciego; pero cómo ahora ve no lo sabemos, ni tampoco sabemos quién le ha abierto los ojos. Preguntádselo a él: ya es mayor y dará razón de sí14.

Los que realizan la encuesta no pueden creer, porque no quieren creer. Llamaron otra vez al que había sido ciego y le dijeron: ... nosotros sabemos que ese hombre —Jesucristo— es un pecador15.

Con pocas palabras, el relato de San Juan ejemplifica aquí un modelo de atentado tremendo contra el derecho básico, que por naturaleza a todos corresponde, de ser tratados con respeto.

El tema sigue siendo actual. No costaría trabajo alguno señalar, en esta época, casos de esa curiosidad agresiva que conduce a indagar morbosamente en la vida privada de los demás. Un mínimo sentido de la justicia exige que, incluso en la investigación de un presunto delito, se proceda con cautela y moderación, sin tomar por cierto lo que sólo es una posibilidad. Se comprende claramente hasta qué punto la curiosidad malsana por destripar lo que no sólo no es un delito, sino que puede ser una acción honrosa, deba calificarse como perversión.

Frente a los negociadores de la sospecha, que dan la impresión de organizar una trata de la intimidad, es preciso defender la dignidad de cada persona, su derecho al silencio. En esta defensa suelen coincidir todos los hombres honrados, sean o no cristianos, porque se ventila un valor común: la legítima decisión a ser uno mismo, a no exhibirse, a conservar en justa y pudorosa reserva sus alegrías, sus penas y dolores de familia; y, sobre todo, a hacer el bien sin espectáculo, a ayudar por puro amor a los necesitados, sin obligación de publicar esas tareas en servicio de los demás y, mucho menos, de poner al descubierto la intimidad de su alma ante la mirada indiscreta y oblicua de gentes que nada alcanzan ni desean alcanzar de vida interior, si no es para mofarse impíamente.

Pero, ¡qué difícil resulta verse libres de esa agresividad oliscona! Los métodos, para no dejar al hombre tranquilo, se han multiplicado. Me refiero a los medios técnicos, y también a sistemas de argumentar aceptados, contra los que es difícil enfrentarse si se desea conservar la reputación. Así, se parte a veces de que todo el mundo actúa mal; por tanto, con esta errónea forma de discurrir, aparece inevitable el meaculpismo, la autocrítica. Si alguno no echa sobre sí una tonelada de cieno, deducen que, además de malo rematado, es hipócrita y arrogante.

En ocasiones, se procede de otro modo: el que habla o escribe, calumniando, está dispuesto a admitir que sois un individuo íntegro, pero que otros quizá no harán lo mismo, y pueden publicar que eres un ladrón: ¿cómo demuestras que no eres un ladrón? O bien: usted ha afirmado incansablemente que su conducta es limpia, noble, recta. ¿Le molestaría considerarla de nuevo, para comprobar si —por el contrario— esa conducta suya es acaso sucia, innoble y torcida?

Respeto y caridad

Nos sorprendía al principio la actitud de los discípulos de Jesús ante el ciego de nacimiento. Se movían en la línea de ese refrán desgraciado: piensa mal, y acertarás. Después, cuando conocen más al Maestro, cuando se dan cuenta de lo que significa ser cristiano, sus opiniones están inspiradas en la comprensión.

En cualquier hombre —escribe Santo Tomás de Aquino— existe algún aspecto por el que los otros pueden considerarlo como superior, conforme a las palabras del Apóstol “llevados por la humildad, teneos unos a otros por superiores” (Philip. II, 3). Según esto, todos los hombres deben honrarse mutuamente22. La humildad es la virtud que lleva a descubrir que las muestras de respeto por la persona —por su honor, por su buena fe, por su intimidad—, no son convencionalismos exteriores, sino las primeras manifestaciones de la caridad y de la justicia.

La caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador. Por eso, los atentados a la persona —a su reputación, a su honor— denotan, en quien los comete, que no profesa o que no practica algunas verdades de nuestra fe cristiana, y en cualquier caso la carencia de un auténtico amor de Dios. La caridad por la que amamos a Dios y al prójimo es una misma virtud, porque la razón de amar al prójimo es precisamente Dios, y amamos a Dios cuando amamos al prójimo con caridad23.

Espero que seremos capaces de sacar consecuencias muy concretas de este rato de conversación, en la presencia del Señor. Principalmente el propósito de no juzgar a los demás, de no ofender ni siquiera con la duda, de ahogar el mal en abundancia de bien, sembrando a nuestro alrededor la convivencia leal, la justicia y la paz.

Y la decisión de no entristecernos nunca, si nuestra conducta recta es mal entendida por otros; si el bien que —con la ayuda continua del Señor— procuramos realizar, es interpretado torcidamente, atribuyéndonos, a través de un ilícito proceso a las intenciones, designios de mal, conducta dolosa y simuladora. Perdonemos siempre, con la sonrisa en los labios. Hablemos claramente, sin rencor, cuando pensemos en conciencia que debemos hablar. Y dejemos todo en las manos de Nuestro Padre Dios, con un divino silencio —Iesus autem tacebat24, Jesús callaba—, si se trata de ataques personales, por brutales e indecorosos que sean. Preocupémonos sólo de hacer buenas obras, que Él se encargará de que brillen delante de los hombres25.

Pero sigamos contemplando la maravilla de los Sacramentos. En la Unción de los enfermos, como ahora llaman a la Extrema Unción, asistimos a una amorosa preparación del viaje, que terminará en la casa del Padre. Y con la Sagrada Eucaristía, sacramento —si podemos expresarnos así— del derroche divino, nos concede su gracia, y se nos entrega Dios mismo: Jesucristo, que está realmente presente siempre —y no sólo durante la Santa Misa— con su Cuerpo, con su Alma, con su Sangre y con su Divinidad.

Pienso repetidamente en la responsabilidad, que incumbe a los sacerdotes, de asegurar a todos los cristianos ese cauce divino de los Sacramentos. La gracia de Dios viene en socorro de cada alma; cada criatura requiere una asistencia concreta, personal. ¡No pueden tratarse las almas en masa! No es lícito ofender la dignidad humana y la dignidad de hijo de Dios, no acudiendo personalmente a cada uno con la humildad del que se sabe instrumento, para ser vehículo del amor de Cristo: porque cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo.

Hablábamos antes de lucha. Pero la lucha exige entrenamiento, una alimentación adecuada, una medicina urgente en caso de enfermedad, de contusiones, de heridas. Los Sacramentos, medicina principal de la Iglesia, no son superfluos: cuando se abandonan voluntariamente, no es posible dar un paso en el camino del seguimiento de Jesucristo: los necesitamos como la respiración, como el circular de la sangre, como la luz, para apreciar en cualquier instante lo que el Señor quiere de nosotros.

La ascética del cristiano exige fortaleza; y esa fortaleza la encuentra en el Creador. Somos la oscuridad, y Él es clarísimo resplandor; somos la enfermedad, y Él es salud robusta; somos la escasez, y Él la infinita riqueza; somos la debilidad, y Él nos sustenta, quia tu es, Deus, fortitudo mea18, porque siempre eres, oh Dios mío, nuestra fortaleza. Nada hay en esta tierra capaz de oponerse al brotar impaciente de la Sangre redentora de Cristo. Pero la pequeñez humana puede velar los ojos, de modo que no adviertan la grandeza divina. De ahí la responsabilidad de todos los fieles, y especialmente de los que tienen el oficio de dirigir —de servir— espiritualmente al Pueblo de Dios, de no cegar las fuentes de la gracia, de no avergonzarse de la Cruz de Cristo.

La paz de Cristo

Pero he de proponeros además otra consideración: que hemos de luchar sin desmayo por obrar el bien, precisamente porque sabemos que es difícil que los hombres nos decidamos seriamente a ejercitar la justicia, y es mucho lo que falta para que la convivencia terrena esté inspirada por el amor, y no por el odio o la indiferencia. No se nos oculta tampoco que, aunque consigamos llegar a una razonable distribución de los bienes y a una armoniosa organización de la sociedad, no desaparecerá el dolor de la enfermedad, el de la incomprensión o el de la soledad, el de la muerte de las personas que amamos, el de la experiencia de la propia limitación.

Ante esas pesadumbres, el cristiano sólo tiene una respuesta auténtica, una respuesta que es definitiva: Cristo en la Cruz, Dios que sufre y que muere, Dios que nos entrega su Corazón, que una lanza abrió por amor a todos. Nuestro Señor abomina de las injusticias, y condena al que las comete. Pero, como respeta la libertad de cada individuo, permite que las haya. Dios Nuestro Señor no causa el dolor de las criaturas, pero lo tolera porque —después del pecado original— forma parte de la condición humana. Sin embargo, su Corazón lleno de Amor por los hombres le hizo cargar sobre sí, con la Cruz, todas esas torturas: nuestro sufrimiento, nuestra tristeza, nuestra angustia, nuestra hambre y sed de justicia.

La enseñanza cristiana sobre el dolor no es un programa de consuelos fáciles. Es, en primer término, una doctrina de aceptación de ese padecimiento, que es de hecho inseparable de toda vida humana. No os puedo ocultar —con alegría, porque siempre he predicado y he procurado vivir que, donde está la Cruz, está Cristo, el Amor— que el dolor ha aparecido frecuentemente en mi vida; y más de una vez he tenido ganas de llorar. En otras ocasiones, he sentido que crecía mi disgusto ante la injusticia y el mal. Y he paladeado la desazón de ver que no podía hacer nada, que —a pesar de mis deseos y de mis esfuerzos— no conseguía mejorar aquellas inicuas situaciones.

Cuando os hablo de dolor, no os hablo sólo de teorías. Ni me limito tampoco a recoger una experiencia de otros, al confirmaros que, si —ante la realidad del sufrimiento— sentís alguna vez que vacila vuestra alma, el remedio es mirar a Cristo. La escena del Calvario proclama a todos que las aflicciones han de ser santificadas, si vivimos unidos a la Cruz.

Porque las tribulaciones nuestras, cristianamente vividas, se convierten en reparación, en desagravio, en participación en el destino y en la vida de Jesús, que voluntariamente experimentó por Amor a los hombres toda la gama del dolor, todo tipo de tormentos. Nació, vivió y murió pobre; fue atacado, insultado, difamado, calumniado y condenado injustamente; conoció la traición y el abandono de los discípulos; experimentó la soledad y las amarguras del castigo y de la muerte. Ahora mismo Cristo sigue sufriendo en sus miembros, en la humanidad entera que puebla la tierra, y de la que Él es Cabeza, y Primogénito, y Redentor.

El dolor entra en los planes de Dios. Esa es la realidad, aunque nos cueste entenderla. También, como Hombre, le costó a Jesucristo soportarla: Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya36. En esta tensión de suplicio y de aceptación de la voluntad del Padre, Jesús va a la muerte serenamente, perdonando a los que le crucifican.

Precisamente, esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo en la Cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida. La actitud de un hijo de Dios no es la de quien se resigna a su trágica desventura, es la satisfacción de quien pregusta ya la victoria. En nombre de ese amor victorioso de Cristo, los cristianos debemos lanzarnos por todos los caminos de la tierra, para ser sembradores de paz y de alegría con nuestra palabra y con nuestras obras. Hemos de luchar —lucha de paz— contra el mal, contra la injusticia, contra el pecado, para proclamar así que la actual condición humana no es la definitiva; que el amor de Dios, manifestado en el Corazón de Cristo, alcanzará el glorioso triunfo espiritual de los hombres.

Notas
11

Ioh IX, 8.

12

Ioh IX, 15.

13

Ioh IX, 19.

14

Ioh IX, 20-21.

15

Ioh IX, 24.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
22

S. Tomás de Aquino, S. Th., II-II, q. 103, a. 2 ad 3.

23

S. Tomás de Aquino, S. Th., II-II, q. 103, a. 3 ad 2.

24

Mt XXVI, 63.

25

Mt V, 16.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
18

Ps XLII, 2.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
36

Lc XXII, 42.

Referencias a la Sagrada Escritura