Lista de puntos

Hay 3 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Verdad.

La fe y la inteligencia

La vida de oración y de penitencia, y la consideración de nuestra filiación divina, nos transforman en cristianos profundamente piadosos, como niños pequeños delante de Dios. La piedad es la virtud de los hijos y para que el hijo pueda confiarse en los brazos de su padre, ha de ser y sentirse pequeño, necesitado. Frecuentemente he meditado esa vida de infancia espiritual, que no está reñida con la fortaleza, porque exige una voluntad recia, una madurez templada, un carácter firme y abierto.

Piadosos, pues, como niños: pero no ignorantes, porque cada uno ha de esforzarse, en la medida de sus posibilidades, en el estudio serio, científico, de la fe; y todo esto es la teología. Piedad de niños, por tanto, y doctrina segura de teólogos.

El afán por adquirir esta ciencia teológica —la buena y firme doctrina cristiana— está movido, en primer término, por el deseo de conocer y amar a Dios. A la vez, es también consecuencia de la preocupación general del alma fiel por alcanzar la más profunda significación de este mundo, que es hechura del Creador. Con periódica monotonía, algunos tratan de resucitar una supuesta incompatibilidad entre la fe y la ciencia, entre la inteligencia humana y la Revelación divina. Esa incompatibilidad sólo puede aparecer, y aparentemente, cuando no se entienden los términos reales del problema.

Si el mundo ha salido de las manos de Dios, si Él ha creado al hombre a su imagen y semejanza47, y le ha dado una chispa de su luz, el trabajo de la inteligencia debe —aunque sea con un duro trabajo— desentrañar el sentido divino que ya naturalmente tienen todas las cosas; y con la luz de la fe, percibimos también su sentido sobrenatural, el que resulta de nuestra elevación al orden de la gracia. No podemos admitir el miedo a la ciencia, porque cualquier labor, si es verdaderamente científica, tiende a la verdad. Y Cristo dijo: Ego sum veritas48. Yo soy la verdad.

El cristiano ha de tener hambre de saber. Desde el cultivo de los saberes más abstractos hasta las habilidades artesanas, todo puede y debe conducir a Dios. Porque no hay tarea humana que no sea santificable, motivo para la propia santificación y ocasión para colaborar con Dios en la santificación de los que nos rodean. La luz de los seguidores de Jesucristo no ha de estar en el fondo del valle, sino en la cumbre de la montaña, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo49.

Trabajar así es oración. Estudiar así es oración. Investigar así es oración. No salimos nunca de lo mismo: todo es oración, todo puede y debe llevarnos a Dios, alimentar ese trato continuo con Él, de la mañana a la noche. Todo trabajo honrado puede ser oración; y todo trabajo, que es oración, es apostolado. De este modo el alma se enrecia en una unidad de vida sencilla y fuerte.

El pan y la siega: comunión con todos los hombres

Jesús, os decía al comienzo, es el sembrador. Y, por medio de los cristianos, prosigue su siembra divina. Cristo aprieta el trigo en sus manos llagadas, lo empapa con su sangre, lo limpia, lo purifica y lo arroja en el surco, que es el mundo. Echa los granos uno a uno, para que cada cristiano, en su propio ambiente, dé testimonio de la fecundidad de la Muerte y de la Resurrección del Señor.

Si estamos en las manos de Cristo, debemos impregnarnos de su Sangre redentora, dejarnos lanzar a voleo, aceptar nuestra vida tal y como Dios la quiere. Y convencernos de que, para fructificar, la semilla ha de enterrarse y morir17. Luego se levanta el tallo y surge la espiga. De la espiga, el pan, que será convertido por Dios en Cuerpo de Cristo. De esa forma nos volvemos a reunir en Jesús, que fue nuestro sembrador. Porque el pan es uno, y aunque seamos muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan18.

No perdamos nunca de vista que no hay fruto, si antes no hay siembra: es preciso —por tanto— esparcir generosamente la Palabra de Dios, hacer que los hombres conozcan a Cristo y que, conociéndole, tengan hambre de Él. Es buena ocasión esta fiesta del Corpus Christi —Cuerpo de Cristo, Pan de vida— para meditar en esas hambres que se advierten en el pueblo: de verdad, de justicia, de unidad y de paz. Ante el hambre de paz, hemos de repetir con San Pablo: Cristo es nuestra paz, pax nostra19. Los deseos de verdad deben recordarnos que Jesús es el camino, la verdad y la vida20. A quienes aspiran a la unidad, hemos de colocarles frente a Cristo que ruega para que estemos consummati in unum, consumados en la unidad21. El hambre de justicia debe conducirnos a la fuente originaria de la concordia entre los hombres: el ser y saberse hijos del Padre, hermanos.

Paz, verdad, unidad, justicia. ¡Qué difícil parece a veces la tarea de superar las barreras, que impiden la convivencia humana! Y, sin embargo, los cristianos estamos llamados a realizar ese gran milagro de la fraternidad: conseguir, con la gracia de Dios, que los hombres se traten cristianamente, llevando los unos las cargas de los otros22, viviendo el mandamiento del Amor, que es vínculo de la perfección y resumen de la ley23.

Cristo, Señor del mundo

Quisiera que considerásemos cómo ese Cristo, que —Niño amable— vimos nacer en Belén, es el Señor del mundo: pues por Él fueron creados todos los seres en los cielos y en la tierra; Él ha reconciliado con el Padre todas las cosas, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz6. Hoy Cristo reina, a la diestra del Padre: declaran aquellos dos ángeles de blancas vestiduras, a los discípulos que estaban atónitos contemplando las nubes, después de la Ascensión del Señor: varones de Galilea ¿por qué estáis ahí mirando al cielo? Este Jesús, que separándose de vosotros ha subido al cielo, vendrá de la misma manera que le acabáis de ver subir7.

Por Él reinan los reyes8, con la diferencia de que los reyes, las autoridades humanas, pasan; y el reino de Cristo permanecerá por toda la eternidad9, su reino es un reino eterno y su dominación perdura de generación en generación10.

El reino de Cristo no es un modo de decir, ni una imagen retórica. Cristo vive, también como hombre, con aquel mismo cuerpo que asumió en la Encarnación, que resucitó después de la Cruz y subsiste glorificado en la Persona del Verbo juntamente con su alma humana. Cristo, Dios y Hombre verdadero, vive y reina y es el Señor del mundo. Sólo por Él se mantiene en vida todo lo que vive.

¿Por qué, entonces, no se aparece ahora en toda su gloria? Porque su reino no es de este mundo11, aunque está en el mundo. Había replicado Jesús a Pilatos: Yo soy rey. Yo para esto nací: para dar testimonio de la verdad; todo aquel que pertenece a la verdad, escucha mi voz12. Los que esperaban del Mesías un poderío temporal visible, se equivocaban: que no consiste el reino de Dios en el comer ni en el beber, sino en la justicia, en la paz y en el gozo del Espíritu Santo13.

Verdad y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres.

Cuando Cristo inicia su predicación en la tierra, no ofrece un programa político, sino que dice: haced penitencia, porque está cerca el reino de los cielos14; encarga a sus discípulos que anuncien esa buena nueva15, y enseña que se pida en la oración el advenimiento del reino16. Esto es el reino de Dios y su justicia, una vida santa: lo que hemos de buscar primero17, lo único verdaderamente necesario18.

La salvación, que predica Nuestro Señor Jesucristo, es una invitación dirigida a todos: acontece lo que a cierto rey, que celebró las bodas de su hijo y envió a los criados a llamar a los convidados a las bodas19. Por eso, el Señor revela que el reino de los cielos está en medio de vosotros20.

Nadie se encuentra excluido de la salvación, si se allana libremente a las exigencias amorosas de Cristo: nacer de nuevo21, hacerse como niños, en la sencillez de espíritu22; alejar el corazón de todo lo que aparte de Dios23. Jesús quiere hechos, no sólo palabras24. Y un esfuerzo denodado, porque sólo los que luchan serán merecedores de la herencia eterna25.

La perfección del reino —el juicio definitivo de salvación o de condenación— no se dará en la tierra. Ahora el reino es como una siembra26, como el crecimiento del grano de mostaza27; su fin será como la pesca con la red barredera, de la que traída a la arena serán extraídos, para suertes distintas, los que obraron la justicia y los que ejecutaron la iniquidad28. Pero, mientras vivimos aquí, el reino se asemeja a la levadura que cogió una mujer y la mezcló con tres celemines de harina, hasta que toda la masa quedó fermentada29.

Quien entiende el reino que Cristo propone, advierte que vale la pena jugarse todo por conseguirlo: es la perla que el mercader adquiere a costa de vender lo que posee, es el tesoro hallado en el campo30. El reino de los cielos es una conquista difícil: nadie está seguro de alcanzarlo31, pero el clamor humilde del hombre arrepentido logra que se abran sus puertas de par en par. Uno de los ladrones que fueron crucificados con Jesús le suplica: Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino. Y Jesús le respondió: en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso32.

Notas
47

Gen I, 26.

48

Ioh XIV, 6.

49

Mt V, 16.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
17

Cfr. Ioh XII, 24-25.

18

1 Cor X, 17.

19

Eph II, 14.

20

Cfr. Ioh XIV, 6.

21

Ioh XVII, 23.

22

Gal VI, 2.

23

Cfr. Col III, 14 y Rom XIII, 10.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

Cfr. Col I, 11-16.

7

Act I, 11.

8

Prv VIII, 15.

9

Ex XV, 18.

10

Dan III, 100.

11

Ioh XVIII, 36.

12

Ioh XVIII, 37.

13

Rom XIV, 17.

14

Mt III, 2; IV, 17.

15

Cfr. Lc X, 9.

16

Cfr. Mt VI, 10.

17

Cfr. Mt VI, 33.

18

Cfr. Lc X, 42.

19

Mt XXII, 2.

20

Lc XVII, 21.

21

Cfr. Ioh III, 5.

22

Cfr. Mc X, 14; Mt VII, 21; V, 3.

23

En verdad os digo que difícilmente un rico entrará en el reino de los cielos (Mt XIX, 23).

24

Cfr. Mt VII, 21.

25

El reino de los cielos se alcanza a viva fuerza y los que la hacen lo arrebatan (Mt XI, 12).

26

Cfr. Mt XIII, 24.

27

Cfr. Mt XIII, 31.

28

Cfr. Mt XIII, 47.

29

Cfr. Mt XIII, 33.

30

Cfr. Mt XIII, 44 y 45.

31

Cfr. Mt XXI, 43; VIII, 12.

32

Lc XXIII, 42.

Referencias a la Sagrada Escritura