Lista de puntos

Hay 6 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Voluntad de Dios.

Jesucristo, perfecto Dios y perfecto hombre

El Hijo de Dios se hizo carne y es perfectus Deus, perfectus homo2, perfecto Dios y perfecto hombre. En este misterio hay algo que debería remover a los cristianos. Estaba y estoy conmovido: me gustaría volver a Loreto. Me voy allí con el deseo, para revivir los años de la infancia de Jesús, al repetir y considerar ese Hic Verbum caro factum est.

Iesus Christus, Deus Homo, Jesucristo Dios-Hombre. Una de las magnalia Dei3, de las maravillas de Dios, que hemos de meditar y que hemos de agradecer a este Señor que ha venido a traer la paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad4. A todos los hombres que quieren unir su voluntad a la Voluntad buena de Dios: ¡no sólo a los ricos, ni sólo a los pobres!, ¡a todos los hombres, a todos los hermanos! Que hermanos somos todos en Jesús, hijos de Dios, hermanos de Cristo: su Madre es nuestra Madre.

No hay más que una raza en la tierra: la raza de los hijos de Dios. Todos hemos de hablar la misma lengua, la que nos enseña nuestro Padre que está en los cielos: la lengua del diálogo de Jesús con su Padre, la lengua que se habla con el corazón y con la cabeza, la que empleáis ahora vosotros en vuestra oración. La lengua de las almas contemplativas, la de los hombres que son espirituales, porque se han dado cuenta de su filiación divina. Una lengua que se manifiesta en mil mociones de la voluntad, en luces claras del entendimiento, en afectos del corazón, en decisiones de vida recta, de bien, de contento, de paz.

Es preciso mirar al Niño, Amor nuestro, en la cuna. Hemos de mirarlo sabiendo que estamos delante de un misterio. Necesitamos aceptar el misterio por la fe y, también por la fe, ahondar en su contenido. Para esto, nos hacen falta las disposiciones humildes del alma cristiana: no querer reducir la grandeza de Dios a nuestros pobres conceptos, a nuestras explicaciones humanas, sino comprender que ese misterio, en su oscuridad, es una luz que guía la vida de los hombres.

Vemos —dice San Juan Crisóstomo— que Jesús ha salido de nosotros y de nuestra sustancia humana, y que ha nacido de Madre virgen: pero no entendemos cómo puede haberse realizado ese prodigio. No nos cansemos intentando descubrirlo: aceptemos más bien con humildad lo que Dios nos ha revelado, sin escudriñar con curiosidad en lo que Dios nos tiene escondido5. Así, con este acatamiento, sabremos comprender y amar; y el misterio será para nosotros una enseñanza espléndida, más convincente que cualquier razonamiento humano.

Pensar en la muerte de Cristo se traduce en una invitación a situarnos con absoluta sinceridad ante nuestro quehacer ordinario, a tomar en serio la fe que profesamos. La Semana Santa, por tanto, no puede ser un paréntesis sagrado en el contexto de un vivir movido sólo por intereses humanos: ha de ser una ocasión de ahondar en la hondura del Amor de Dios, para poder así, con la palabra y con las obras, mostrarlo a los hombres.

Pero el Señor determina condiciones. Hay una declaración suya, que nos conserva San Lucas, de la que no se puede prescindir: Si alguno de los que me siguen no aborrece a su padre y madre, y a la mujer y a los hijos, y a los hermanos y hermanas, y aun a su vida misma, no puede ser mi discípulo11. Son términos duros. Ciertamente, ni el odiar ni el aborrecer castellanos expresan bien el pensamiento original de Jesús. De todas maneras, fuertes fueron las palabras del Señor, ya que tampoco se reducen a un amar menos, como a veces se interpreta templadamente, para suavizar la frase. Es tremenda esa expresión tan tajante no porque implique una actitud negativa o despiadada, ya que el Jesús que habla ahora es el mismo que ordena amar a los demás como a la propia alma, y que entrega su vida por los hombres: esta locución indica, sencillamente, que ante Dios no caben medias tintas. Se podrían traducir las palabras de Cristo por amar más, amar mejor, más bien, por no amar con un amor egoísta ni tampoco con un amor a corto alcance: debemos amar con el Amor de Dios.

De esto se trata. Fijémonos en la última de las exigencias de Jesús: et animam suam. La vida, el alma misma, es lo que pide el Señor. Si somos fatuos, si nos preocupamos sólo de nuestra personal comodidad, si centramos la existencia de los demás y aun la del mundo en nosotros mismos, no tenemos derecho a llamarnos cristianos, a considerarnos discípulos de Cristo. Hace falta la entrega con obras y con verdad, no sólo con la boca12. El amor a Dios nos invita a llevar a pulso la cruz, a sentir también sobre nosotros el peso de la humanidad entera, y a cumplir, en las circunstancias propias del estado y del trabajo de cada uno, los designios, claros y amorosos a la vez, de la voluntad del Padre. En el pasaje que comentamos, Jesús continúa: Y el que no carga con su cruz y me sigue, tampoco puede ser mi discípulo13.

Aceptemos sin miedo la voluntad de Dios, formulemos sin vacilaciones el propósito de edificar toda nuestra vida de acuerdo con lo que nos enseña y exige nuestra fe. Estemos seguros de que encontraremos lucha, sufrimiento y dolor, pero, si poseemos de verdad la fe, no nos consideraremos nunca desgraciados: también con penas e incluso con calumnias, seremos felices con una felicidad que nos impulsará a amar a los demás, para hacerles participar de nuestra alegría sobrenatural.

San Juan conserva en su Evangelio una frase maravillosa de la Virgen, en una escena que ya antes considerábamos: la de las bodas de Caná. Nos narra el evangelista que, dirigiéndose a los sirvientes, María les dijo: Haced lo que Él os dirá26. De eso se trata; de llevar a las almas a que se sitúen frente a Jesús y le pregunten: Domine, quid me vis facere?, Señor, ¿qué quieres que yo haga?27.

El apostolado cristiano —y me refiero ahora en concreto al de un cristiano corriente, al del hombre o la mujer que vive siendo uno más entre sus iguales— es una gran catequesis, en la que, a través del trato personal, de una amistad leal y auténtica, se despierta en los demás el hambre de Dios y se les ayuda a descubrir horizontes nuevos: con naturalidad, con sencillez he dicho, con el ejemplo de una fe bien vivida, con la palabra amable pero llena de la fuerza de la verdad divina.

Sed audaces. Contáis con la ayuda de María, Regina apostolorum. Y Nuestra Señora, sin dejar de comportarse como Madre, sabe colocar a sus hijos delante de sus precisas responsabilidades. María, a quienes se acercan a Ella y contemplan su vida, les hace siempre el inmenso favor de llevarlos a la Cruz, de ponerlos frente a frente al ejemplo del Hijo de Dios. Y en ese enfrentamiento, donde se decide la vida cristiana, María intercede para que nuestra conducta culmine con una reconciliación del hermano menor —tú y yo— con el Hijo primogénito del Padre.

Muchas conversiones, muchas decisiones de entrega al servicio de Dios han sido precedidas de un encuentro con María. Nuestra Señora ha fomentado los deseos de búsqueda, ha activado maternalmente las inquietudes del alma, ha hecho aspirar a un cambio, a una vida nueva. Y así el haced lo que Él os dirá se ha convertido en realidades de amoroso entregamiento, en vocación cristiana que ilumina desde entonces toda nuestra vida personal.

Este rato de conversación delante del Señor, en el que hemos meditado sobre la devoción y el cariño a la Madre suya y nuestra, puede, pues, terminar reavivando nuestra fe. Está comenzando el mes de mayo. El Señor quiere de nosotros que no desaprovechemos esta ocasión de crecer en su Amor a través del trato con su Madre. Que cada día sepamos tener con Ella esos detalles de hijos —cosas pequeñas, atenciones delicadas—, que se van haciendo grandes realidades de santidad personal y de apostolado, es decir, de empeño constante por contribuir a la salvación que Cristo ha venido a traer al mundo.

Sancta Maria, spes nostra, ancilla Domini, sedes sapientiae, ora por nobis! Santa María, esperanza nuestra, esclava del Señor, asiento de la Sabiduría, ¡ruega por nosotros!

La paz de Cristo

Pero he de proponeros además otra consideración: que hemos de luchar sin desmayo por obrar el bien, precisamente porque sabemos que es difícil que los hombres nos decidamos seriamente a ejercitar la justicia, y es mucho lo que falta para que la convivencia terrena esté inspirada por el amor, y no por el odio o la indiferencia. No se nos oculta tampoco que, aunque consigamos llegar a una razonable distribución de los bienes y a una armoniosa organización de la sociedad, no desaparecerá el dolor de la enfermedad, el de la incomprensión o el de la soledad, el de la muerte de las personas que amamos, el de la experiencia de la propia limitación.

Ante esas pesadumbres, el cristiano sólo tiene una respuesta auténtica, una respuesta que es definitiva: Cristo en la Cruz, Dios que sufre y que muere, Dios que nos entrega su Corazón, que una lanza abrió por amor a todos. Nuestro Señor abomina de las injusticias, y condena al que las comete. Pero, como respeta la libertad de cada individuo, permite que las haya. Dios Nuestro Señor no causa el dolor de las criaturas, pero lo tolera porque —después del pecado original— forma parte de la condición humana. Sin embargo, su Corazón lleno de Amor por los hombres le hizo cargar sobre sí, con la Cruz, todas esas torturas: nuestro sufrimiento, nuestra tristeza, nuestra angustia, nuestra hambre y sed de justicia.

La enseñanza cristiana sobre el dolor no es un programa de consuelos fáciles. Es, en primer término, una doctrina de aceptación de ese padecimiento, que es de hecho inseparable de toda vida humana. No os puedo ocultar —con alegría, porque siempre he predicado y he procurado vivir que, donde está la Cruz, está Cristo, el Amor— que el dolor ha aparecido frecuentemente en mi vida; y más de una vez he tenido ganas de llorar. En otras ocasiones, he sentido que crecía mi disgusto ante la injusticia y el mal. Y he paladeado la desazón de ver que no podía hacer nada, que —a pesar de mis deseos y de mis esfuerzos— no conseguía mejorar aquellas inicuas situaciones.

Cuando os hablo de dolor, no os hablo sólo de teorías. Ni me limito tampoco a recoger una experiencia de otros, al confirmaros que, si —ante la realidad del sufrimiento— sentís alguna vez que vacila vuestra alma, el remedio es mirar a Cristo. La escena del Calvario proclama a todos que las aflicciones han de ser santificadas, si vivimos unidos a la Cruz.

Porque las tribulaciones nuestras, cristianamente vividas, se convierten en reparación, en desagravio, en participación en el destino y en la vida de Jesús, que voluntariamente experimentó por Amor a los hombres toda la gama del dolor, todo tipo de tormentos. Nació, vivió y murió pobre; fue atacado, insultado, difamado, calumniado y condenado injustamente; conoció la traición y el abandono de los discípulos; experimentó la soledad y las amarguras del castigo y de la muerte. Ahora mismo Cristo sigue sufriendo en sus miembros, en la humanidad entera que puebla la tierra, y de la que Él es Cabeza, y Primogénito, y Redentor.

El dolor entra en los planes de Dios. Esa es la realidad, aunque nos cueste entenderla. También, como Hombre, le costó a Jesucristo soportarla: Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya36. En esta tensión de suplicio y de aceptación de la voluntad del Padre, Jesús va a la muerte serenamente, perdonando a los que le crucifican.

Precisamente, esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo en la Cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida. La actitud de un hijo de Dios no es la de quien se resigna a su trágica desventura, es la satisfacción de quien pregusta ya la victoria. En nombre de ese amor victorioso de Cristo, los cristianos debemos lanzarnos por todos los caminos de la tierra, para ser sembradores de paz y de alegría con nuestra palabra y con nuestras obras. Hemos de luchar —lucha de paz— contra el mal, contra la injusticia, contra el pecado, para proclamar así que la actual condición humana no es la definitiva; que el amor de Dios, manifestado en el Corazón de Cristo, alcanzará el glorioso triunfo espiritual de los hombres.

El misterio del sacrificio silencioso

Pero, fijaos: si Dios ha querido ensalzar a su Madre, es igualmente cierto que durante su vida terrena no fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe. A aquella mujer del pueblo, que un día prorrumpió en alabanzas a Jesús exclamando: bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron, el Señor responde: bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica7. Era el elogio de su Madre, de su fiat8, del hágase sincero, entregado, cumplido hasta las últimas consecuencias, que no se manifestó en acciones aparatosas, sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada jornada.

Al meditar estas verdades, entendemos un poco más la lógica de Dios; nos damos cuenta de que el valor sobrenatural de nuestra vida no depende de que sean realidad las grandes hazañas que a veces forjamos con la imaginación, sino de la aceptación fiel de la voluntad divina, de la disposición generosa en el menudo sacrificio diario.

Para ser divinos, para endiosarnos, hemos de empezar siendo muy humanos, viviendo cara a Dios nuestra condición de hombres corrientes, santificando esa aparente pequeñez. Así vivió María. La llena de gracia, la que es objeto de las complacencias de Dios, la que está por encima de los ángeles y de los santos llevó una existencia normal. María es una criatura como nosotros, con un corazón como el nuestro, capaz de gozos y de alegrías, de sufrimientos y de lágrimas. Antes de que Gabriel le comunique el querer de Dios, Nuestra Señora ignora que había sido escogida desde toda la eternidad para ser Madre del Mesías. Se considera a sí misma llena de bajeza9: por eso reconoce luego, con profunda humildad, que en Ella ha hecho cosas grandes el que es Todopoderoso10.

La pureza, la humildad y la generosidad de María contrastan con nuestra miseria, con nuestro egoísmo. Es razonable que, después de advertir esto, nos sintamos movidos a imitarla; somos criaturas de Dios, como Ella, y basta que nos esforcemos por ser fieles, para que también en nosotros el Señor obre cosas grandes. No será obstáculo nuestra poquedad: porque Dios escoge lo que vale poco, para que así brille mejor la potencia de su amor11.

Imitar a María

Nuestra Madre es modelo de correspondencia a la gracia y, al contemplar su vida, el Señor nos dará luz para que sepamos divinizar nuestra existencia ordinaria. A lo largo del año, cuando celebramos las fiestas marianas, y en bastantes momentos de cada jornada corriente, los cristianos pensamos muchas veces en la Virgen. Si aprovechamos esos instantes, imaginando cómo se conduciría Nuestra Madre en las tareas que nosotros hemos de realizar, poco a poco iremos aprendiendo: y acabaremos pareciéndonos a Ella, como los hijos se parecen a su madre.

Imitar, en primer lugar, su amor. La caridad no se queda en sentimientos: ha de estar en las palabras, pero sobre todo en las obras. La Virgen no sólo dijo fiat, sino que cumplió en todo momento esa decisión firme e irrevocable. Así nosotros: cuando nos aguijonee el amor de Dios y conozcamos lo que Él quiere, debemos comprometernos a ser fieles, leales, y a serlo efectivamente. Porque no todo aquel que dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos; sino aquel que hace la voluntad de mi Padre celestial12.

Hemos de imitar su natural y sobrenatural elegancia. Ella es una criatura privilegiada de la historia de la salvación: en María, el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros13. Fue testigo delicado, que pasa oculto; no le gustó recibir alabanzas, porque no ambicionó su propia gloria. María asiste a los misterios de la infancia de su Hijo, misterios, si cabe hablar así, normales: a la hora de los grandes milagros y de las aclamaciones de las masas, desaparece. En Jerusalén, cuando Cristo —cabalgando un borriquito— es vitoreado como Rey, no está María. Pero reaparece junto a la Cruz, cuando todos huyen. Este modo de comportarse tiene el sabor, no buscado, de la grandeza, de la profundidad, de la santidad de su alma.

Tratemos de aprender, siguiendo su ejemplo en la obediencia a Dios, en esa delicada combinación de esclavitud y de señorío. En María no hay nada de aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra14. ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios15.

Notas
2

Símbolo Quicumque.

3

Act II, 11.

4

Lc II, 14.

5

S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 4, 3 (PG 57, 43).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
11

Lc XIV, 26.

12

1 Ioh III, 18.

13

Lc XIV, 27.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
26

Ioh II, 5.

27

Act IX, 6.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
36

Lc XXII, 42.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
7

Lc XI, 27-28.

8

Lc I, 38.

9

Cfr. Lc I, 48.

10

Lc I, 49.

11

Cfr. 1 Cor I, 27-29.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
12

Mt VII, 21.

13

Ioh I, 14.

14

Lc I, 38.

15

Cfr. Rom VIII, 21.

Referencias a la Sagrada Escritura