Lista de puntos

Hay 5 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Amor de Dios → Jesucristo revela el amor de Dios.

Jesucristo, perfecto Dios y perfecto hombre

El Hijo de Dios se hizo carne y es perfectus Deus, perfectus homo2, perfecto Dios y perfecto hombre. En este misterio hay algo que debería remover a los cristianos. Estaba y estoy conmovido: me gustaría volver a Loreto. Me voy allí con el deseo, para revivir los años de la infancia de Jesús, al repetir y considerar ese Hic Verbum caro factum est.

Iesus Christus, Deus Homo, Jesucristo Dios-Hombre. Una de las magnalia Dei3, de las maravillas de Dios, que hemos de meditar y que hemos de agradecer a este Señor que ha venido a traer la paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad4. A todos los hombres que quieren unir su voluntad a la Voluntad buena de Dios: ¡no sólo a los ricos, ni sólo a los pobres!, ¡a todos los hombres, a todos los hermanos! Que hermanos somos todos en Jesús, hijos de Dios, hermanos de Cristo: su Madre es nuestra Madre.

No hay más que una raza en la tierra: la raza de los hijos de Dios. Todos hemos de hablar la misma lengua, la que nos enseña nuestro Padre que está en los cielos: la lengua del diálogo de Jesús con su Padre, la lengua que se habla con el corazón y con la cabeza, la que empleáis ahora vosotros en vuestra oración. La lengua de las almas contemplativas, la de los hombres que son espirituales, porque se han dado cuenta de su filiación divina. Una lengua que se manifiesta en mil mociones de la voluntad, en luces claras del entendimiento, en afectos del corazón, en decisiones de vida recta, de bien, de contento, de paz.

Es preciso mirar al Niño, Amor nuestro, en la cuna. Hemos de mirarlo sabiendo que estamos delante de un misterio. Necesitamos aceptar el misterio por la fe y, también por la fe, ahondar en su contenido. Para esto, nos hacen falta las disposiciones humildes del alma cristiana: no querer reducir la grandeza de Dios a nuestros pobres conceptos, a nuestras explicaciones humanas, sino comprender que ese misterio, en su oscuridad, es una luz que guía la vida de los hombres.

Vemos —dice San Juan Crisóstomo— que Jesús ha salido de nosotros y de nuestra sustancia humana, y que ha nacido de Madre virgen: pero no entendemos cómo puede haberse realizado ese prodigio. No nos cansemos intentando descubrirlo: aceptemos más bien con humildad lo que Dios nos ha revelado, sin escudriñar con curiosidad en lo que Dios nos tiene escondido5. Así, con este acatamiento, sabremos comprender y amar; y el misterio será para nosotros una enseñanza espléndida, más convincente que cualquier razonamiento humano.

Esta semana, que tradicionalmente el pueblo cristiano llama santa, nos ofrece, una vez más, la ocasión de considerar —de revivir— los momentos en los que se consuma la vida de Jesús. Todo lo que a lo largo de estos días nos traen a la memoria las diversas manifestaciones de la piedad, se encamina ciertamente hacia la Resurrección, que es el fundamento de nuestra fe, como escribe San Pablo1. No recorramos, sin embargo, demasiado deprisa ese camino; no dejemos caer en el olvido algo muy sencillo, que quizá, a veces, se nos escapa: no podremos participar de la Resurrección del Señor, si no nos unimos a su Pasión y a su Muerte2. Para acompañar a Cristo en su gloria, al final de la Semana Santa, es necesario que penetremos antes en su holocausto, y que nos sintamos una sola cosa con Él, muerto sobre el Calvario.

La entrega generosa de Cristo se enfrenta con el pecado, esa realidad dura de aceptar, pero innegable: el mysterium iniquitatis, la inexplicable maldad de la criatura que se alza, por soberbia, contra Dios. La historia es tan antigua como la Humanidad. Recordemos la caída de nuestros primeros padres; luego, toda esa cadena de depravaciones que jalonan el andar de los hombres, y finalmente, nuestras personales rebeldías. No es fácil considerar la perversión que el pecado supone, y comprender todo lo que nos dice la fe. Debemos hacernos cargo, aun en lo humano, de que la magnitud de la ofensa se mide por la condición del ofendido, por su valor personal, por su dignidad social, por sus cualidades. Y el hombre ofende a Dios: la criatura reniega de su Creador.

Pero Dios es Amor3. El abismo de malicia, que el pecado lleva consigo, ha sido salvado por una Caridad infinita. Dios no abandona a los hombres. Los designios divinos prevén que, para reparar nuestras faltas, para restablecer la unidad perdida, no bastaban los sacrificios de la Antigua Ley: se hacía necesaria la entrega de un Hombre que fuera Dios. Podemos imaginar —para acercarnos de algún modo a este misterio insondable— que la Trinidad Beatísima se reúne en consejo, en su continua relación íntima de amor inmenso y, como resultado de esa decisión eterna, el Hijo Unigénito de Dios Padre asume nuestra condición humana, carga sobre sí nuestras miserias y nuestros dolores, para acabar cosido con clavos a un madero.

Este fuego, este deseo de cumplir el decreto salvador de Dios Padre, llena toda la vida de Cristo, desde su mismo nacimiento en Belén. A lo largo de los tres años que con Él convivieron los discípulos, le oyen repetir incansablemente que su alimento es hacer la voluntad de Aquel que le envía4. Hasta que, a media tarde del primer Viernes Santo, se concluyó su inmolación. Inclinando la cabeza, entregó su espíritu5. Con estas palabras nos describe el apóstol San Juan la muerte de Cristo: Jesús, bajo el peso de la Cruz con todas las culpas de los hombres, muere por la fuerza y por la vileza de nuestros pecados.

Meditemos en el Señor herido de pies a cabeza por amor nuestro. Con frase que se acerca a la realidad, aunque no acaba de decirlo todo, podemos repetir con un autor de hace siglos: El cuerpo de Jesús es un retablo de dolores. A la vista de Cristo hecho un guiñapo, convertido en un cuerpo inerte bajado de la Cruz y confiado a su Madre; a la vista de ese Jesús destrozado, se podría concluir que esa escena es la muestra más clara de una derrota. ¿Dónde están las masas que lo seguían, y el Reino cuyo advenimiento anunciaba? Sin embargo, no es derrota, es victoria: ahora se encuentra más cerca que nunca del momento de la Resurrección, de la manifestación de la gloria que ha conquistado con su obediencia.

Cada uno de esos gestos humanos es gesto de Dios. En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente26. Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad.

Al recordar esta delicadeza humana de Cristo, que gasta su vida en servicio de los otros, hacemos mucho más que describir un posible modo de comportarse. Estamos descubriendo a Dios. Toda obra de Cristo tiene un valor trascendente: nos da a conocer el modo de ser de Dios, nos invita a creer en el amor de Dios, que nos creó y que quiere llevarnos a su intimidad. Yo he manifestado tu nombre, a los hombres que me has dado del mundo; tuyos eran, y me los diste; y ellos han puesto por obra tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste viene de ti27, exclamó Jesús en la larga oración que nos conserva el evangelista Juan.

Por eso, el trato de Jesús no es un trato que se quede en meras palabras o en actitudes superficiales. Jesús toma en serio al hombre, y quiere darle a conocer el sentido divino de su vida. Jesús sabe exigir, colocar a cada uno frente a sus deberes, sacar a quienes le escuchan de la comodidad y del conformismo, para llevarles a conocer al Dios tres veces santo. Conmueven a Jesús el hambre y el dolor, pero sobre todo le conmueve la ignorancia. Vio Jesús la muchedumbre que le aguardaba, y enterneciéronsele con tal vista las entrañas, porque andaban como ovejas sin pastor, y así se puso a instruirlos sobre muchas cosas28.

Conocer el Corazón de Cristo Jesús

No puedo dejar de confiaros algo, que constituye para mí motivo de pena y de estímulo para la acción: pensar en los hombres que aún no conocen a Cristo, que no barruntan todavía la profundidad de la dicha que nos espera en los cielos, y que van por la tierra como ciegos persiguiendo una alegría de la que ignoran su verdadero nombre, o perdiéndose por caminos que les alejan de la auténtica felicidad. Qué bien se entiende lo que debió sentir el Apóstol Pablo aquella noche en la ciudad de Tróade cuando, entre sueños, tuvo una visión: un varón macedonio se le puso delante, rogándole: pasa a Macedonia y ayúdanos. Acabada la visión, al instante buscaron —Pablo y Timoteo— cómo pasar a Macedonia, seguros de que Dios los llamaba para predicar el Evangelio a aquellas gentes9.

¿No sentís también vosotros que Dios nos llama, que —a través de todo lo que sucede a nuestro alrededor— nos empuja a proclamar la buena nueva de la venida de Jesús? Pero a veces los cristianos empequeñecemos nuestra vocación, caemos en la superficialidad, perdemos el tiempo en disputas y rencillas. O, lo que es peor aún, no faltan quienes se escandalizan falsamente ante el modo empleado por otros para vivir ciertos aspectos de la fe o determinadas devociones y, en lugar de abrir ellos camino esforzándose por vivirlas de la manera que consideran recta, se dedican a destruir y a criticar. Ciertamente pueden surgir, y surgen de hecho, deficiencias en la vida de los cristianos. Pero lo importante no somos nosotros y nuestras miserias: el único que vale es Él, Jesús. Es de Cristo de quien hemos de hablar, y no de nosotros mismos.

Las reflexiones que acabo de hacer, están provocadas por algunos comentarios sobre una supuesta crisis en la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. No hay tal crisis; la verdadera devoción ha sido y es actualmente una actitud viva, llena de sentido humano y de sentido sobrenatural. Sus frutos han sido y siguen siendo frutos sabrosos de conversión, de entrega, de cumplimiento de la voluntad de Dios, de penetración amorosa en los misterios de la Redención.

Cosa bien diversa, en cambio, son las manifestaciones de ese sentimentalismo ineficaz, ayuno de doctrina, con empacho de pietismo. Tampoco a mí me gustan las imágenes relamidas, esas figuras del Sagrado Corazón que no pueden inspirar devoción ninguna, a personas con sentido común y con sentido sobrenatural de cristiano. Pero no es una muestra de buena lógica convertir unos abusos prácticos, que acaban desapareciendo solos, en un problema doctrinal, teológico.

Si hay crisis, se trata de crisis en el corazón de los hombres, que no aciertan —por miopía, por egoísmo, por estrechez de miras— a vislumbrar el insondable amor de Cristo Señor Nuestro. La liturgia de la santa Iglesia, desde que se instituyó la fiesta de hoy, ha sabido ofrecer el alimento de la verdadera piedad, recogiendo como lectura para la misa un texto de San Pablo, en el que se nos propone todo un programa de vida contemplativa —conocimiento y amor, oración y vida—, que empieza con esta devoción al Corazón de Jesús. Dios mismo, por boca del Apóstol, nos invita a andar por ese camino: que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; y que arraigados y cimentados en la caridad, podáis comprender con todos los santos, cuál sea la anchura y la grandeza, la altura y la profundidad del misterio; y conocer también aquel amor de Cristo, que sobrepuja todo conocimiento, para que os llenéis de toda la plenitud de Dios10.

La plenitud de Dios se nos revela y se nos da en Cristo, en el amor de Cristo, en el Corazón de Cristo. Porque es el Corazón de Aquel en quien habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente11. Por eso, si se pierde de vista este gran designio de Dios —la corriente de amor instaurada en el mundo por la Encarnación, por la Redención y por la Pentecostés—, no se comprenderán las delicadezas del Corazón del Señor.

La paz de Cristo

Pero he de proponeros además otra consideración: que hemos de luchar sin desmayo por obrar el bien, precisamente porque sabemos que es difícil que los hombres nos decidamos seriamente a ejercitar la justicia, y es mucho lo que falta para que la convivencia terrena esté inspirada por el amor, y no por el odio o la indiferencia. No se nos oculta tampoco que, aunque consigamos llegar a una razonable distribución de los bienes y a una armoniosa organización de la sociedad, no desaparecerá el dolor de la enfermedad, el de la incomprensión o el de la soledad, el de la muerte de las personas que amamos, el de la experiencia de la propia limitación.

Ante esas pesadumbres, el cristiano sólo tiene una respuesta auténtica, una respuesta que es definitiva: Cristo en la Cruz, Dios que sufre y que muere, Dios que nos entrega su Corazón, que una lanza abrió por amor a todos. Nuestro Señor abomina de las injusticias, y condena al que las comete. Pero, como respeta la libertad de cada individuo, permite que las haya. Dios Nuestro Señor no causa el dolor de las criaturas, pero lo tolera porque —después del pecado original— forma parte de la condición humana. Sin embargo, su Corazón lleno de Amor por los hombres le hizo cargar sobre sí, con la Cruz, todas esas torturas: nuestro sufrimiento, nuestra tristeza, nuestra angustia, nuestra hambre y sed de justicia.

La enseñanza cristiana sobre el dolor no es un programa de consuelos fáciles. Es, en primer término, una doctrina de aceptación de ese padecimiento, que es de hecho inseparable de toda vida humana. No os puedo ocultar —con alegría, porque siempre he predicado y he procurado vivir que, donde está la Cruz, está Cristo, el Amor— que el dolor ha aparecido frecuentemente en mi vida; y más de una vez he tenido ganas de llorar. En otras ocasiones, he sentido que crecía mi disgusto ante la injusticia y el mal. Y he paladeado la desazón de ver que no podía hacer nada, que —a pesar de mis deseos y de mis esfuerzos— no conseguía mejorar aquellas inicuas situaciones.

Cuando os hablo de dolor, no os hablo sólo de teorías. Ni me limito tampoco a recoger una experiencia de otros, al confirmaros que, si —ante la realidad del sufrimiento— sentís alguna vez que vacila vuestra alma, el remedio es mirar a Cristo. La escena del Calvario proclama a todos que las aflicciones han de ser santificadas, si vivimos unidos a la Cruz.

Porque las tribulaciones nuestras, cristianamente vividas, se convierten en reparación, en desagravio, en participación en el destino y en la vida de Jesús, que voluntariamente experimentó por Amor a los hombres toda la gama del dolor, todo tipo de tormentos. Nació, vivió y murió pobre; fue atacado, insultado, difamado, calumniado y condenado injustamente; conoció la traición y el abandono de los discípulos; experimentó la soledad y las amarguras del castigo y de la muerte. Ahora mismo Cristo sigue sufriendo en sus miembros, en la humanidad entera que puebla la tierra, y de la que Él es Cabeza, y Primogénito, y Redentor.

El dolor entra en los planes de Dios. Esa es la realidad, aunque nos cueste entenderla. También, como Hombre, le costó a Jesucristo soportarla: Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya36. En esta tensión de suplicio y de aceptación de la voluntad del Padre, Jesús va a la muerte serenamente, perdonando a los que le crucifican.

Precisamente, esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo en la Cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida. La actitud de un hijo de Dios no es la de quien se resigna a su trágica desventura, es la satisfacción de quien pregusta ya la victoria. En nombre de ese amor victorioso de Cristo, los cristianos debemos lanzarnos por todos los caminos de la tierra, para ser sembradores de paz y de alegría con nuestra palabra y con nuestras obras. Hemos de luchar —lucha de paz— contra el mal, contra la injusticia, contra el pecado, para proclamar así que la actual condición humana no es la definitiva; que el amor de Dios, manifestado en el Corazón de Cristo, alcanzará el glorioso triunfo espiritual de los hombres.

Notas
2

Símbolo Quicumque.

3

Act II, 11.

4

Lc II, 14.

5

S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 4, 3 (PG 57, 43).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Cfr. 1 Cor XV, 14.

2

Cfr. Rom VIII, 17.

3

1 Ioh IV, 8.

4

Cfr. Ioh IV, 34.

5

Ioh XIX, 30.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
26

Col II, 9.

27

Ioh XVII, 6-7.

28

Mc VI, 34.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
9

Act XVI, 9-10.

10

Eph III, 17-19.

11

Col II, 9.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
36

Lc XXII, 42.

Referencias a la Sagrada Escritura