Lista de puntos

Hay 3 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Corazón de Cristo → Corazón de Dios Encarnado.

No se nos puede ocultar que resta mucho por hacer. En cierta ocasión, contemplando quizá el suave movimiento de las espigas ya granadas, dijo Jesús a sus discípulos: la mies es mucha, pero los obreros son pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe trabajadores a su campo24. Como entonces, ahora siguen faltando peones que quieran soportar el peso del día y del calor25. Y si los que trabajamos no somos fieles, sucederá lo que escribe el profeta Joel: destruida la cosecha, la tierra en luto: porque el trigo está seco, desolado el vino, perdido el aceite. Confundíos, labradores; gritad, viñadores, por el trigo y la cebada. No hay cosecha26.

No hay cosecha, cuando no se está dispuesto a aceptar generosamente un constante trabajo, que puede resultar largo y fatigoso: labrar la tierra, sembrar la simiente, cuidar los campos, realizar la siega y la trilla... En la historia, en el tiempo, se edifica el Reino de Dios. El Señor nos ha confiado a todos esa tarea, y ninguno puede sentirse eximido. Al adorar y mirar hoy a Cristo en la Eucaristía, pensemos que aún no ha llegado la hora del descanso, que la jornada continúa.

Se ha recogido en el libro de los Proverbios: el que labra su campiña tendrá pan a saciedad27. Tratemos de aplicarnos espiritualmente este pasaje: el que no labra el terreno de Dios, el que no es fiel a la misión divina de entregarse a los demás, ayudándoles a conocer a Cristo, difícilmente logrará entender lo que es el Pan eucarístico. Nadie estima lo que no le ha costado esfuerzo. Para apreciar y amar la Sagrada Eucaristía, es preciso recorrer el camino de Jesús: ser trigo, morir para nosotros mismos, resurgir llenos de vida y dar fruto abundante: ¡el ciento por uno!28.

Ese camino se resume en una única palabra: amar. Amar es tener el corazón grande, sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas. Si amamos con el corazón de Cristo aprenderemos a servir, y defenderemos la verdad claramente y con amor. Para amar de ese modo, es preciso que cada uno extirpe, de su propia vida, todo lo que estorba la Vida de Cristo en nosotros: el apego a nuestra comodidad, la tentación del egoísmo, la tendencia al lucimiento propio. Sólo reproduciendo en nosotros esa Vida de Cristo, podremos trasmitirla a los demás; sólo experimentando la muerte del grano de trigo, podremos trabajar en las entrañas de la tierra, transformarla desde dentro, hacerla fecunda.

Dios Padre se ha dignado concedernos, en el Corazón de su Hijo, infinitos dilectionis thesauros1, tesoros inagotables de amor, de misericordia, de cariño. Si queremos descubrir la evidencia de que Dios nos ama —de que no sólo escucha nuestras oraciones, sino que se nos adelanta—, nos basta seguir el mismo razonamiento de San Pablo: El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?2

La gracia renueva al hombre desde dentro, y le convierte —de pecador y rebelde— en siervo bueno y fiel3. Y la fuente de todas las gracias es el amor que Dios nos tiene y que nos ha revelado, no exclusivamente con las palabras: también con los hechos. El amor divino hace que la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo, el Hijo de Dios Padre, tome nuestra carne, es decir, nuestra condición humana, menos el pecado. Y el Verbo, la Palabra de Dios es Verbum spirans amorem, la Palabra de la que procede el Amor4.

El amor se nos revela en la Encarnación, en ese andar redentor de Jesucristo por nuestra tierra, hasta el sacrificio supremo de la Cruz. Y, en la Cruz, se manifiesta con un nuevo signo: uno de los soldados abrió a Jesús el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua5. Agua y sangre de Jesús que nos hablan de una entrega realizada hasta el último extremo, hasta el consummatum est6, el todo está consumado, por amor.

En la fiesta de hoy, al considerar una vez más los misterios centrales de nuestra fe, nos maravillamos de cómo las realidades más hondas —ese amor de Dios Padre que entrega a su Hijo, y ese amor del Hijo que le lleva a caminar sereno hacia el Gólgota— se traducen en gestos muy cercanos a los hombres. Dios no se dirige a nosotros con actitud de poder y de dominio, se acerca a nosotros, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres7. Jesús jamás se muestra lejano o altanero, aunque en sus años de predicación le veremos a veces disgustado, porque le duele la maldad humana. Pero, si nos fijamos un poco, advertiremos en seguida que su enfado y su ira nacen del amor: son una invitación más para sacarnos de la infidelidad y del pecado. ¿Quiero yo acaso la muerte del impío, dice el Señor, Yavé, y no más bien que se convierta de su mal camino y viva?8. Esas palabras nos explican toda la vida de Cristo, y nos hacen comprender por qué se ha presentado ante nosotros con un Corazón de carne, con un Corazón como el nuestro, que es prueba fehaciente de amor y testimonio constante del misterio inenarrable de la caridad divina.

Evocábamos antes los sucesos de Naím. Podríamos citar ahora otros, porque los Evangelios están llenos de escenas semejantes. Esos relatos han removido y seguirán removiendo siempre los corazones de las criaturas: ya que no entrañan sólo el gesto sincero de un hombre que se compadece de sus semejantes, porque presentan esencialmente la revelación de la caridad inmensa del Señor. El Corazón de Jesús es el Corazón de Dios encarnado, del Emmanuel, Dios con nosotros.

La Iglesia, unida a Cristo, nace de un Corazón herido37. De ese Corazón, abierto de par en par, se nos trasmite la vida. ¿Cómo no recordar aquí, aunque sea de pasada, los sacramentos, a través de los cuales Dios obra en nosotros y nos hace partícipes de la fuerza redentora de Cristo? ¿Cómo no recordar con agradecimiento particular el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, el Santo Sacrificio del Calvario y su constante renovación incruenta en nuestra Misa? Jesús que se nos entrega como alimento: porque Jesucristo viene a nosotros, todo ha cambiado, y en nuestro ser se manifiestan fuerzas —la ayuda del Espíritu Santo— que llenan el alma, que informan nuestras acciones, nuestro modo de pensar y de sentir. El Corazón de Cristo es paz para el cristiano.

El fundamento de la entrega que el Señor nos pide, no se concreta sólo en nuestros deseos ni en nuestras fuerzas, tantas veces cortos o impotentes: primeramente se apoya en las gracias que nos ha logrado el Amor del Corazón de Dios hecho Hombre. Por eso podemos y debemos perseverar en nuestra vida interior de hijos del Padre Nuestro que está en los cielos, sin dar cabida al desánimo ni al desaliento. Me gusta hacer considerar cómo el cristiano, en su existencia ordinaria y corriente, en los detalles más sencillos, en las circunstancias normales de su jornada habitual, pone en ejercicio la fe, la esperanza y la caridad, porque allí reposa la esencia de la conducta de un alma que cuenta con el auxilio divino; y que, en la práctica de esas virtudes teologales, encuentra la alegría, la fuerza y la serenidad.

Estos son los frutos de la paz de Cristo, de la paz que nos trae su Corazón Sacratísimo. Porque —digámoslo una vez más— el amor de Jesús a los hombres es un aspecto insondable del misterio divino, del amor del Hijo al Padre y al Espíritu Santo. El Espíritu Santo, el lazo de amor entre el Padre y el Hijo, encuentra en el Verbo un Corazón humano.

No es posible hablar de estas realidades centrales de nuestra fe, sin advertir la limitación de nuestra inteligencia y las grandezas de la Revelación. Pero, aunque no podamos abarcar esas verdades, aunque nuestra razón se pasme ante ellas, humilde y firmemente las creemos: sabemos, apoyados en el testimonio de Cristo, que son así. Que el Amor, en el seno de la Trinidad, se derrama sobre todos los hombres por el amor del Corazón de Jesús.

Notas
24

Mt IX, 38.

25

Mt XX, 12.

26

Ioel I, 10-11.

27

Prov XII, 11.

28

Cfr. Mc IV, 8.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Oración de la Misa del Sagrado Corazón.

2

Rom VIII, 32.

3

Cfr. Mt XXV, 21.

4

S. Tomás de Aquino, S. Th. I, q. 43, a. 5 (citando a S. Agustín, De Trinitate, IX, 10).

5

Ioh XIX, 34.

6

Ioh XIX, 30.

7

Phil II, 7.

8

Ez XVIII, 23.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
37

Himno de Vísperas de la Fiesta.