Lista de puntos

Hay 24 puntos en «Surco» cuya materia es Valentía.

Asusta el daño que podemos producir, si nos dejamos arrastrar por el miedo o la vergüenza de mostrarnos como cristianos en la vida ordinaria.

Parecía plenamente determinado…; pero, al tomar la pluma para romper con su novia, pudo más la indecisión y le faltó valentía: muy humano y comprensible, comentaban otros. Por lo visto, según algunos, los amores terrenos no están entre lo que se ha de dejar para seguir plenamente a Jesucristo, cuando El lo pide.

Tengamos la valentía de vivir pública y constantemente conforme a nuestra santa fe.

Deber de cada cristiano es llevar la paz y la felicidad por los distintos ambientes de la tierra, en una cruzada de reciedumbre y de alegría, que remueva hasta los corazones mustios y podridos, y los levante hacia El.

Si cortas de raíz cualquier asomo de envidia, y si te gozas sinceramente con los éxitos de los demás, no perderás la alegría.

Me abordó aquel amigo: “me han dicho que estás enamorado”. —Me quedé muy sorprendido, y sólo se me ocurrió preguntarle el origen de la noticia.

Me confesó que lo leía en mis ojos, que brillaban de alegría.

¡Cómo sería la mirada alegre de Jesús!: la misma que brillaría en los ojos de su Madre, que no puede contener su alegría —«Magnificat anima mea Dominum!» —y su alma glorifica al Señor, desde que lo lleva dentro de sí y a su lado.

¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con El y de tenerlo.

No seáis almas de vía estrecha, hombres o mujeres menores de edad, cortos de vista, incapaces de abarcar nuestro horizonte sobrenatural cristiano de hijos de Dios. ¡Dios y audacia!

Audacia no es imprudencia, ni osadía irreflexiva, ni simple atrevimiento.

La audacia es fortaleza, virtud cardinal, necesaria para la vida del alma.

Te decidiste, más por reflexión que por fuego y entusiasmo. Aunque deseabas tenerlo, no hubo lugar para el sentimiento: te entregaste, al convencerte de que Dios lo quería.

Y, desde aquel instante, no has vuelto a “sentir” ninguna duda seria; sí, en cambio, una alegría tranquila, serena, que en ocasiones se desborda. Así paga Dios las audacias del Amor.

He leído un proverbio muy popular en algunos países: “el mundo es de Dios, pero Dios lo alquila a los valientes”, y me ha hecho reflexionar.

—¿A qué esperas?

No soy el apóstol que debiera ser. Soy… el tímido.

—¿No estarás achicado, porque tu amor es corto? —¡Reacciona!

Los problemas que antes te acogotaban —te parecían altísimas cordilleras— han desaparecido por completo, se han resuelto a lo divino, como cuando el Señor mandó a los vientos y a las aguas que se calmaran.

—¡Y pensar que todavía dudabas!

“¡No ayudéis tanto al Espíritu Santo!”, me decía un amigo, en broma, pero con mucho miedo.

—Contesté: pienso que “le ayudamos” poco.

Cuando veo tantas cobardías, tantas falsas prudencias…, en ellos y en ellas, ardo en deseos de preguntarles: entonces, ¿la fe y la confianza son para predicarlas; no, para practicarlas?

Te encuentras en una actitud que te parece bastante rara: por una parte, achicado, al mirar para adentro; y, por otra, seguro, animado, al mirar para arriba.

—No te preocupes: es señal de que te vas conociendo mejor y, ¡esto sí que importa!, de que le vas conociendo mejor a El.

¿Has visto? —¡Con El, has podido! ¿De qué te asombras?

—Convéncete: no tienes de qué maravillarte. Confiando en Dios —¡confiando de veras!—, las cosas resultan fáciles. Y, además, se sobrepasa siempre el límite de lo imaginado.

¿Quieres vivir la audacia santa, para conseguir que Dios actúe a través de ti? —Recurre a María, y Ella te acompañará por el camino de la humildad, de modo que, ante los imposibles para la mente humana, sepas responder con un «fiat!» —¡hágase!, que una la tierra al Cielo.

En tu vida hay dos piezas que no encajan: la cabeza y el sentimiento.

La inteligencia —iluminada por la fe— te muestra claramente no sólo el camino, sino la diferencia entre la manera heroica y la estúpida de recorrerlo. Sobre todo, te pone delante la grandeza y la hermosura divina de las empresas que la Trinidad deja en nuestras manos.

El sentimiento, en cambio, se apega a todo lo que desprecias, incluso mientras lo consideras despreciable. Parece como si mil menudencias estuvieran esperando cualquier oportunidad, y tan pronto como —por cansancio físico o por pérdida de visión sobrenatural— tu pobre voluntad se debilita, esas pequeñeces se agolpan y se agitan en tu imaginación, hasta formar una montaña que te agobia y te desalienta: las asperezas del trabajo; la resistencia a obedecer; la falta de medios; las luces de bengala de una vida regalada; pequeñas y grandes tentaciones repugnantes; ramalazos de sensiblería; la fatiga; el sabor amargo de la mediocridad espiritual… Y, a veces, también el miedo: miedo porque sabes que Dios te quiere santo y no lo eres.

Permíteme que te hable con crudeza. Te sobran “motivos” para volver la cara, y te faltan arrestos para corresponder a la gracia que El te concede, porque te ha llamado a ser otro Cristo, «ipse Christus!» —el mismo Cristo. Te has olvidado de la amonestación del Señor al Apóstol: “¡te basta mi gracia!”, que es una confirmación de que, si quieres, puedes.

Los que huyen cobardemente del sufrimiento, tienen materia de meditación al ver con qué entusiasmo otras almas abrazan el dolor.

No son pocos los hombres y las mujeres que saben padecer cristianamente. Sigamos su ejemplo.

¡Que no actúen los leales!, quieren los desleales.

¿Que si has de mantenerte silencioso e inactivo?… —Ante la agresión injusta a la ley justa, ¡no!

La santa pureza: ¡humildad de la carne! Señor —le pedías—, siete cerrojos para mi corazón. Y te aconsejé que le pidieses siete cerrojos para tu corazón y, también, ochenta años de gravedad para tu juventud…

Además, vigila…, porque antes se apaga una centella que un incendio; huye…, porque aquí es una vil cobardía ser “valiente”; no andes con los ojos desparramados…, porque eso no indica ánimo despierto, sino insidia de satanás.

Pero toda esta diligencia humana, con la mortificación, el cilicio, la disciplina y el ayuno, ¡qué poco valen sin Ti, Dios mío!

Esta ha de ser tu actitud ante la difamación. Primero, perdonar: a todos, desde el primer instante y de corazón. —Después, querer: que no se te escape ni una falta de caridad: ¡responde siempre con amor!

—Pero, si se ataca a tu Madre, a la Iglesia, defiéndela valientemente; con calma, pero con firmeza y con entereza llena de reciedumbre, impide que manchen, o que estorben, el camino por donde han de ir las almas, que quieren perdonar y responder con caridad, cuando sufren injurias personales.

Referencias a la Sagrada Escritura
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