Prólogo

La Universidad en el pensamiento y la acción apostólica de Mons. Josemaría Escrivá

Quiero expresar, desde la primera línea de este prólogo, mi honda y sincera satisfacción al acompañar, una vez más, las ricas enseñanzas del Fundador del Opus Dei, en este caso, sobre la Universidad. De todos modos me parece oportuno decir que, al recoger algunas de sus citas, expondré —como claramente señaló Mons. Escrivá— su modo personal de ver esta cuestión, no el modo de ver del Opus Dei, que en todas las cosas temporales y discutibles no puede ni quiere tener opción alguna1. Resulta claro, además, que la amplitud del tema a que se refieren los discursos que en este libro se recogen, me obliga a reducir mi exposición a algunos aspectos de especial importancia.

Amor a la institución universitaria

Ya desde sus años de estudiante en la Universidad de Zaragoza, donde cursaba la carrera de Derecho Civil al mismo tiempo que realizaba sus estudios sacerdotales, Mons. Escrivá se interesó particularmente por la vida universitaria, con un aprecio que manifestó repetidamente a lo largo de su vida. Así, en una homilía pronunciada en la Catedral de Pamplona el 30 de noviembre de 1964, dirá:

Yo amo a la universidad: me honro de haber sido alumno de la universidad española. Lo recuerdo, ¡maestros y compañeros que evoco con un afecto entrañable!...2

En otra ocasión, al manifestar a un periodista su parecer acerca de una cuestión universitaria, la presenta como: una opinión, la mía, la de una persona que desde los dieciséis años —ahora tengo sesenta y cinco— no ha perdido el contacto con la Universidad; y afirma en otro momento de la entrevista: lo que os digo es algo de lo que me corresponde hablar, porque me considero universitario: y todo lo que se refiere a la universidad me apasiona3.

Urgido por su afán apostólico y por su amor entrañable a la universidad, alentó a lo largo de su vida la creación de universidades y de otras variadísimas instituciones de ámbito universitario: Residencias de estudiantes, Escuelas Superiores...

Su amor a la universidad queda patente en su tarea como Gran Canciller de la Universidad de Navarra (Pamplona) y de la Universidad de Piura (Perú). Al recibir el título de hijo adoptivo de Pamplona, como homenaje por la fundación de la Universidad de Navarra, describía los ideales que quería que allí se impartiesen: queremos que aquí se formen hombres doctos, con sentido cristiano de la vida; queremos que en este ambiente, propicio para la reflexión serena, se cultive la ciencia enraizada en los más sólidos principios y que su luz se proyecte por todos los caminos del saber4.

El sentimiento personal de amor a la institución universitaria se expresaba en su referencia a los orígenes de la Universidad de Navarra, fruto de un ardiente deseo, acariciado en su corazón sacerdotal, y tema constante de su oración durante mucho tiempo: La Universidad de Navarra surgió en 1952 —después de rezar durante años: siento alegría al decirlo— con la ilusión de dar vida a una institución universitaria, en la que cuajaran los ideales culturales y apostólicos de un grupo de profesores que sentían con hondura el quehacer docente5.

Al hablar del amor a la universidad del Fundador del Opus Dei nos referimos a un arraigado sentimiento personal de Mons. Escrivá; a los frutos de su acción apostólica en el campo universitario; y también a lo que su mensaje espiritual y sus opiniones personales pueden aportar a la institución universitaria en general.

El apostolado de la inteligencia

La amplísima labor de Mons. Escrivá en el campo de la cultura, manifestada en la creación de universidades y en la inspiración de iniciativas de todo tipo, es un reflejo de su singular aprecio por las profesiones intelectuales, en atención al gran influjo que ejercen en la sociedad.

Aun cuando enseñaba insistentemente que cualquier profesión humana honesta podía y debía ser medio de santificación y de apostolado, sabía muy bien de la fecundidad particular de la labor de quienes, dedicados a profesiones intelectuales, contribuían a esclarecer las mentes con un recto criterio cristiano.

¡Con cuánta fuerza afirmaba que el mayor enemigo de Dios es la ignorancia! Y de esta consideración —que constituye un claro diagnóstico de una de las raíces últimas del proceso de desintegración moral que afecta a amplios sectores de la sociedad moderna—, Mons. Escrivá sacaba consecuencias prácticas para la acción apostólica.

La malicia de alguno y la ignorancia de muchos: he ahí el enemigo de Dios, de la Iglesia6. Esto leemos en un punto de Forja. Y en el siguiente: Hemos de procurar que, en todas las actividades intelectuales, haya personas rectas, de auténtica conciencia cristiana, de vida coherente, que empleen las armas de la ciencia en servicio de la humanidad y de la Iglesia7.

En su libro Camino, publicado en 1939, Mons. Escrivá habla de la importancia del apostolado de la inteligencia, y pondera su raigambre evangélica: Venite post me, et faciam vos fieri piscatores hominum —venid detrás de mí, y os haré pescadores de hombres—. No sin misterio emplea el Señor estas palabras: a los hombres —como a los peces—hay que cogerlos por la cabeza. ¡Qué hondura evangélica tiene el «apostolado de la inteligencia»8!

Camino tiene un capítulo titulado «Estudio» (nn. 332-359), que comienza con esta consideración: Al que pueda ser sabio no le perdonamos que no lo sea (n. 332). Es un claro estímulo dirigido a los intelectuales para prepararse, con la debida formación científica, al apostolado de la inteligencia. Pero dentro del capítulo, el n. 347 hace ver con claridad que Camino no se refiere sólo a los intelectuales: Sólo te preocupas de edificar tu cultura. —Y es preciso edificar tu alma—. Así trabajarás como debes, por Cristo: para que El reine en el mundo hace falta que haya quienes, con la vista en el cielo, se dediquen prestigiosamente a todas las actividades humanas y, desde ellas, ejerciten calladamente —y eficazmente— un apostolado de carácter profesional.

La universidad vista desde la perspectiva de la fe

Mons. Escrivá fue consciente, desde que comenzó a frecuentar los ambientes universitarios, de la extraordinaria importancia de esta institución en la cristianización de la cultura y la sociedad, de su influencia decisiva en la transmisión de las ideas, en la formación de las mentalidades de los pueblos. Consecuencia lógica de su concepción del apostolado de la inteligencia era, pues, un interés muy particular por la universidad.

Esta institución, nacida hace ocho siglos, ha sabido mantener, con versiones diferentes en el tiempo y en el espacio, una serie de características. Estos rasgos se pueden resumir en un mismo denominador: ser a la vez una comunidad de saberes (universitas scientiarum) y una comunidad de personas (universitas magistrum et scholarium). Mons. Escrivá, al situarse ante la universidad, la acepta tal como es, con sus características tradicionales, y la contempla con ojos de fe. Esta perspectiva trascendente se traduce en una concepción de la universidad que respeta plenamente su autonomía, al tiempo que aspira a que en ella viva un espíritu coherente con las exigencias de la existencia secular cristiana. Esta visión proporciona importantes aportaciones que encontramos en la determinación del contenido de las funciones o finalidades a que debe responder la universidad; en la tarea del universitario; y en la descripción del ambiente corporativo de la vida académica.

La investigación de la verdad

Tarea específica de la universidad es la búsqueda de la verdad, que exige en el científico un trabajo tenaz; trabajo que se extiende a todas las ramas del saber. Por eso es una comunidad de saberes, pero no limitada a esa tarea, porque en la universidad los investigadores son también maestros, o si se prefiere, los profesores son también investigadores. Sin esas dos facetas no existe la universidad.

Ahora bien, para poder cumplir adecuadamente sus funciones, la universidad como institución, precisa de una condición previa: gozar de una esfera de libertad, de una cierta autonomía. La Universidad, como corporación —opinaba Mons. Escrivá— ha de tener la independencia de un órgano en un cuerpo vivo. Y señala algunas manifestaciones de esa autonomía: libertad de elección del profesorado y de los administradores; libertad para establecer los planes de estudio; posibilidad de formar su patrimonio y de administrarlo. En una palabra, todas las condiciones necesarias para que la Universidad goce de vida propia. Teniendo esta vida propia, sabrá darla, en bien de la sociedad entera9.

La autonomía, a la que nos acabamos de referir, ha de hermanarse con la universalidad, que es otra de las notas características: la universidad ha de estar abierta a todos, de tal modo que deben tener acceso a los estudios superiores cuantos reúnan condiciones de capacidad, sea cualquiera su origen social, sus medios económicos, su raza o su religión10. La apertura de la universidad —ese no encerrarse en sí misma, sino mantenerse en contacto con el entorno social y en relación con otros centros académicos— es también una exigencia —un derecho y un deber suyos— proclamada por Mons. Escrivá, como Gran Canciller de la Universidad de Navarra. Constituyen un valioso legado —a este respecto— sus discursos académicos, pronunciados en Pamplona con ocasión de la investidura de doctores honoris causa de personalidades científicas de diversos países y áreas culturales11.

Pero además, la universalidad de la institución universitaria tiene su más inmediata manifestación en estar interesada en el cultivo de todas las ciencias, en cuanto debe estar interesada por toda verdad. Decía en la investidura de doctores honoris causa celebrada el 7 de octubre de 1967: La universidad tiene como su más alta misión el servicio de los hombres, el ser fermento de la sociedad en que vive: por eso debe investigar la verdad en todos los campos, desde la Teología, ciencia de la fe, llamada a considerar verdades siempre actuales, hasta las demás ciencias del espíritu y de la naturaleza. Pensamiento que encontramos también en otro de sus discursos, al afirmar que la universidad ha de ser fiel en las inciertas circunstancias sociales del presente, a su misión de servicio a todos los hombres, mediante la investigación universal de la verdad12.

Mons. Escrivá pone de relieve cómo todo avance verdaderamente científico contribuye a resolver los problemas que se plantean al hombre y, al mismo tiempo, le acercan a Dios: es una maravilla comprobar cómo Dios ayuda a la inteligencia humana en esas investigaciones que necesariamente tienen que llevar a Dios, porque contribuyen —si son verdaderamente científicas— a acercarnos al Creador13.

Existe un íntimo lazo entre la fe y la ciencia, entre el Evangelio y la cultura humana, ha escrito Juan Pablo II, al ponderar la singular importancia de que la investigación científica y técnica se rija por el criterio del servicio al hombre en la totalidad de sus valores y de sus exigencias14.

La antropología que subyace en muchos de los proyectos ideológicos actuales presenta deficiencias que conducen a una visión truncada del hombre, con frecuencia a un puro materialismo. Recientemente, Juan Pablo II ha reiterado una consideración que viene proclamando a lo largo de todo su magisterio: la estrecha unión entre la antropología y la evangelización. En la actual etapa de la historia —nos dice— la evangelización debe tener como tarea propia la verdad sobre el hombre, superando las diversas formas de la reducción antropológica15.

Precisamente, frente a ese reduccionismo de las antropologías que contemplan al hombre con olvido de Dios, Mons. Escrivá afirmaba en uno de sus discursos académicos:

Salvarán este mundo nuestro —permitid que lo recuerde—, no los que pretenden narcotizar la vida del espíritu, reduciendo todo a cuestiones económicas o de bienestar material, sino los que tienen fe en Dios y en el destino eterno del hombre, y saben recibir la verdad de Cristo como luz orientadora para la acción y la conducta. Porque el Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres. Es un Padre que ama ardientemente a sus hijos, un Dios creador que se desborda en cariño por sus criaturas. Y concede al hombre el gran privilegio de poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio16.

Este saber recibir la verdad de Cristo como luz orientadora para la acción y la conducta, es de plena aplicación a los investigadores de la verdad en el campo de las ciencias humanas, sin perjuicio de la legítima autonomía de cada una de ellas.

Las ciencias humanas —son también palabras de Mons. Escrivá—, desarrolladas con principios y métodos propios, avaloradas con el contraste de la Revelación sobrenatural, contribuyen a resolver de modo adecuado los problemas humanos, espirituales y temporales, de todo tiempo y lugar17.

La luz de la revelación, aceptada mediante la fe, proporciona a las ciencias algo que no alcanzan por sí solas: la capacidad de servir acabadamente, en su más hondo sentido, a la plenitud de la humanidad.

La verdad es el objeto de la tarea específica del universitario, que ha de investigarla con el deseo de conocer más profundamente la realidad y que debe amarla como un ideal que compromete su propia vida, sin dejarse influenciar por ambientes poco propicios a aceptar las concretas y graves exigencias que, en ocasiones, reclama esa verdad para ser con ella coherentes.

La universidad sabe que la necesaria objetividad científica rechaza justamente toda neutralidad ideológica, toda ambigüedad, todo conformismo, toda cobardía: el amor a la verdad compromete la vida y el trabajo entero del científico, y sostiene su temple de honradez ante posibles situaciones incómodas, porque a esa rectitud comprometida no corresponde siempre una imagen favorable en la opinión pública18.

La universidad que se proponga institucionalmente realizar una aportación cristiana al desarrollo de la cultura, habrá de procurar que en ella confluyan todos los saberes en un servicio desinteresado de la persona y, por tanto, de la sociedad, facilitando el despliegue de una verdadera antropología, con una imagen integral del hombre que respete todas las dimensiones de su ser y que subordine las materiales e instintivas a las interiores y espirituales19. En esta tarea, los investigadores han de contribuir con el ejemplo de sus propias vidas, sabiendo que, al decir de Mons. Escrivá, afrontar los problemas con valentía, sin miedo al sacrificio ni a las cargas más pesadas, asumiendo en conciencia la propia y personal responsabilidad, exige una renovación de la fe, un nuevo empeño de amor, y el apoyo constante en la fortaleza de la ley divina y del querer de Dios, que permite a la pobre condición humana abrirse siempre a la Sabiduría divina, y a sus luces de esperanza cierta20.

La misión educativa de la universidad

Por todo lo dicho, la universidad no debe limitar su misión a procurar a los alumnos una formación que les habilite para ejercitar después una determinada tarea profesional. Ha de procurar también una educación más general, dirigida a que el estudiante adquiera aquellas convicciones y actitudes que le han de servir para orientar su conducta individual y social.

La consideración de la unidad de vida del cristiano es una constante en las enseñanzas de Mons. Escrivá. No se puede separar en el hombre lo sobrenatural y lo humano, la vida del espíritu y las actividades materiales, la luz de la fe y el quehacer profesional.

En el Decreto pontificio sobre el ejercicio heroico de sus virtudes, leemos: Ya desde el final de los años veinte, Josemaría Escrivá, auténtico pionero de la sólida unidad de vida cristiana, sintió la necesidad de llevar la contemplación a todos los caminos de la tierra, e impulsó a todos los fieles a participar en la acción apostólica de la Iglesia, permaneciendo cada uno en su lugar y en su propia condición de vida21.

La vital conexión de lo divino y lo humano, característica de la antropología cristiana presente en el mensaje espiritual que el Señor hizo entender al Fundador del Opus Dei, se encamina a restablecer la unidad de vida del cristiano, para resolver esa ruptura señalada vigorosamente por el Concilio Vaticano II: El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos cristianos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestro tiempo22. Se encamina a superar la ruptura de hecho, y que no debería existir, entre la fe y la conducta personal; entre lo sobrenatural y lo auténticamente humano. Se encamina también a superar la ruptura entre el Evangelio y la cultura, que es —al decir de Pablo VI— el drama de nuestra época como también lo fue de otras23.

Mons. Escrivá toma en cuenta en todas sus enseñanzas acerca de la educación las dos dimensiones, humana y sobrenatural, porque la educación ha de procurar el desarrollo integral de la persona humana. Así dirá que la educación se dirige a formar cristianos verdaderos,

hombres y mujeres íntegros capaces de afrontar con espíritu abierto las situaciones que la vida les depare, de servir a sus conciudadanos y de contribuir a la solución de los grandes problemas de la humanidad, de llevar el testimonio de Cristo donde se encuentren más tarde, en la sociedad24. En la tarea de la educación jamás deberá olvidarse, por tanto, el destino eterno, trascendente, del hombre. Lo explicaba en una entrevista con estas palabras:

La religión es la mayor rebelión del hombre que no quiere vivir como una bestia, que no se conforma —que no se aquieta— si no trata y conoce al Creador (...): el estudio de la religión es una necesidad fundamental. Un hombre que carezca de formación religiosa no está completamente formado. Por eso la religión debe estar presente en la Universidad; y ha de enseñarse a un nivel superior, científico, de buena teología. Una Universidad de la que la religión esté ausente, es una Universidad incompleta: porque ignora una dimensión fundamental de la persona humana, que no excluye —sino que exige— las demás dimensiones25.

La presencia de la religión en la universidad no debe limitarse a la enseñanza de una asignatura; debe inspirar, con su luz y con su fuerza, el sentido de toda la labor universitaria.

La universidad faltaría a su vocación —ha dicho Juan Pablo II— si se cerrara al sentido de lo absoluto y trascendente, ya que limitaría arbitrariamente la investigación de toda la realidad o de la verdad, y terminaría por perjudicar al hombre mismo, cuya más alta aspiración es conocer lo verdadero, lo bueno, lo bello, y esperar un destino que le trascienda26.

En sus discursos académicos Mons. Escrivá pondera la importancia de la formación integral de los alumnos y la labor que en este orden corresponde a los profesores:

Ayudar a forjar el porvenir, dice, es labor de muchos, pero muy específicamente empeño vuestro, profesores universitarios. No hay universidad propiamente en las Escuelas donde, a la transmisión de los saberes, no se una la formación enteriza de las personalidades jóvenes. Ya el humanismo helénico fue consciente de esta riqueza de matices. Pero cuando —llegada la plenitud de los tiempos— Cristo iluminó para siempre las arcanas lejanías de nuestro destino eterno, quedó establecido un orden humano y divino a la vez, en cuyo servicio tiene la universidad su máxima grandeza27.

El ambiente corporativo de la vida académica

La universidad es una empresa común de quienes la integran: los profesores y los estudiantes, y también el personal administrativo y de servicios, al que Mons. Escrivá se ha referido siempre, y con especial cariño, cuando ha hablado de cuantos contribuyen con su trabajo a hacer la universidad. La vida de este Centro universitario —decía en cierta ocasión refiriéndose a la Universidad de Navarra— se debe principalmente a la dedicación, a la ilusión y al trabajo que profesores, alumnos, empleados, bedeles, estas benditas y queridísimas mujeres navarras que hacen la limpieza, todos, han puesto en la Universidad28.

Y como la empresa ha de tener unos objetivos institucionales bien determinados, para aplicar adecuadamente el esfuerzo de sus miembros a su realización; si se traspasaran, la universidad se desnaturalizaría, porque como institución tiene sus propias reglas y su propia área de actuación: tiene sus valores característicos, que han de vivirse siempre en libertad. El ambiente de la vida académica ha de ofrecer un ámbito de convivencia culta, que facilite el trabajo a todos sus componentes. Contribuyen a formarlo un conjunto de cualidades y actitudes que han de estar presentes en quienes convivirán en ella durante algún tiempo.

Una nota común en el trabajo de todos los miembros de la comunidad académica, ha de ser realizarlo con rigor, con seriedad, con la dedicación y el esfuerzo necesarios. Un trabajo que requiere —si han de alcanzarse los objetivos propuestos en toda su amplitud— una relación individualizada, personalizada, entre profesores y alumnos, que evite la masificación, uno de los serios problemas de la universidad actual. Un trabajo que requiere generosidad por parte de todos y que reclama mucho espíritu de colaboración entre los diversos centros de la universidad.

Como ha recordado recientemente Juan Pablo II, es propio de la vida universitaria la ardiente búsqueda de la verdad y su transmisión desinteresada29. El alma de la universidad es el entusiasmo por la verdad, con un afán común en profesores y alumnos de ejercitarse en un aprendizaje permanente: En el momento en que aprendemos algo —nos dice Mons. Escrivá—, descubrimos otras cosas que ignorábamos y que constituyen un estímulo para continuar este trabajo sin decir nunca basta30.

En el acto académico de 1967 se dirige a los nuevos doctores honoris causa para enaltecer su tarea de investigación científica completada con el magisterio:

Sois, en verdad, servidores nobilísimos de la Ciencia, porque dedicáis vuestras vidas a la prodigiosa aventura de desentrañar sus riquezas, pero además la tradición cultural del cristianismo, que transmite a vuestras tareas plenitud humana, os empuja a comunicar después esas riquezas a los estudiantes, con abierta generosidad, en la alegre labor de magisterio, que es forja de hombres, mediante la elevación de su espíritu.

En este texto, como en tantos otros relativos a la tarea de los universitarios, encontramos la idea de servicio, aplicada ahora a los profesores, que no guardan para sí, egoístamente, el fruto de sus investigaciones, sino que con generosidad comunican a los estudiantes las riquezas alcanzadas con esfuerzo.

Otro aspecto fundamental, al que ya me he referido y en el que deseo insistir, es el que mira a la seriedad y al espíritu de servicio con que debe llevarse a cabo el trabajo universitario. La universidad ha de responder a los nobles afanes de realización personal de los hombres y mujeres que acuden a sus aulas. Y los alumnos han de responder, por su parte, a los deberes que la sociedad exige de ellos, y a las esperanzas que en ellos depositan: un trabajo profesional realizado con rigor en la calidad científica y académica, que estimule en los alumnos un sano afán de emulación. Esta calidad técnica del trabajo, es la base para el ejercicio competente de cualquier profesión.

Junto a la preparación profesional, y al espíritu de servicio, los universitarios han de ejercitarse en el espíritu de convivencia. La universidad es la casa común, lugar de estudio y de amistad; lugar donde deben convivir en paz personas de las diversas tendencias que, en cada momento, sean expresiones del legítimo pluralismo que en la sociedad existe31; en un clima de respeto a la libertad de todos, en el que puedan expresarse con serenidad opiniones y pareceres. Educación en la libertad personal y en la responsabilidad también personal. Es en la convivencia donde se forma la persona; allí aprende cada uno que, para poder exigir que respeten su libertad, debe saber respetar la libertad de los otros32. Con el respeto a los demás, a sus derechos, a sus opiniones y a su libertad, el espíritu universitario incluye también el ánimo de colaboración, que hace posible el trabajo en equipo, tan oportuno en muchas ocasiones.

La responsabilidad social del universitario

Mons. Escrivá insiste con frecuencia en que la universidad debe contribuir al progreso humano ocupándose de los más variados problemas. Pero no es misión suya ofrecer soluciones inmediatas sobre aquellas cuestiones que piden en su enjuiciamiento el ejercicio de criterios prudenciales que exceden los límites de su competencia.

La universidad —decía en uno de sus discursos académicos— no vive de espaldas a ninguna incertidumbre, a ninguna inquietud, a ninguna necesidad de los hombres. No es misión suya ofrecer soluciones inmediatas. Pero, al estudiar con profundidad científica los problemas, remueve también los corazones, espolea la pasividad, despierta fuerzas que dormitan, y forma ciudadanos dispuestos a construir una sociedad más justa. Contribuye así con su labor universal a quitar barreras que dificultan el entendimiento mutuo de los hombres, a alejar el miedo ante un futuro incierto, a promover —con el amor a la verdad, a la justicia y a la libertad— la paz verdadera y la concordia de los espíritus y de las naciones33.

Como los problemas planteados a diario en la sociedad son múltiples y complejos —espirituales, culturales, sociales, económicos, etc.—, Mons. Escrivá piensa que la formación que debe impartir la universidad ha de alcanzar todos estos aspectos.34 Debe formar hombres y mujeres capaces de conseguir una buena preparación técnica, informada por un rasgo que —con palabras de Mons. Escrivá— debería ser fundamental en todo cristiano: el espíritu de servicio, el deseo de trabajar para contribuir al bien de los demás hombres35.

En este sentido, el estudio es considerado por Mons. Escrivá un trabajo como los demás, en cuanto a las exigencias con que debe realizarse, y quizá, más importante incluso, por la relevancia e influjo social y cultural que ha de producir. Por eso, es necesario estudiar... Pero no es suficiente. ¿Qué se conseguirá de quien se mata para alimentar su egoísmo, o del que no persigue otro objetivo que el de asegurarse la tranquilidad, para dentro de unos años36?

Mons. Escrivá expresó también su parecer acerca de las relaciones entre la universidad y la política, al responder a la pregunta de un periodista. Según él, las cuestiones políticas entran desde luego en el ámbito de la investigación científica. Recordemos que es misión de la universidad investigar la verdad en todos los campos37, pero no es misión suya ofrecer soluciones inmediatas38. El profesor universitario, en su labor de magisterio, debe ofrecer orientaciones sobre las grandes cuestiones humanas, y entre ellas las políticas, con el máximo respeto a la libertad de los alumnos, a quienes debe colocar en condiciones de formar con libertad las propias opiniones en todos los asuntos temporales (...), y de asumir la responsabilidad personal de su pensamiento y de su actuación39. La universidad ha de mantener siempre lo que constituye una de sus características institucionales: el ser lugar de convivencia serena y de respeto a la diversidad de pareceres de sus miembros.

Mons. Escrivá, al contestar concretamente a la pregunta del periodista sobre las relaciones entre la universidad y la política, lo hace con una importante distinción:

Si por política se entiende interesarse y trabajar en favor de la paz, de la justicia social, de la libertad de todos, en este caso, todos en la Universidad, y la Universidad como corporación, tienen la obligación de sentir esos ideales y de fomentar la preocupación para resolver los grandes problemas de la vida humana.

Si por política se entiende, en cambio, la solución concreta a un determinado problema, al lado de otras soluciones posibles y legítimas, en concurrencia con los que sostienen lo contrario, pienso que la universidad no es la sede que haya de decidir sobre esto40. Seguir otro camino comportaría el riesgo de desnaturalizar la institución universitaria tal como es, porque si la Universidad se convierte en el aula donde se debaten y deciden problemas políticos concretos, es fácil que se pierda la serenidad académica y que los estudiantes se formen en un espíritu de partidismo41.

La universidad en la nueva evangelización

Mons. Escrivá fue investido doctor honoris causa por la Universidad de Zaragoza, para él tan querida, en 1960. En el discurso que pronunció en esa ocasión dijo:

La Iglesia, cumpliendo el mandato de Cristo, ha sabido siempre, con eterna juventud, informar del espíritu del Evangelio cada hora y dar la respuesta adecuada a los anhelos y a la expectativa de los tiempos. Y añadía: Jesucristo no ha enfeudado su Iglesia a ningún mundo, a ninguna civilización, a ninguna cultura; sino que, como en la parábola evangélica, la levadura ha de operar sin descanso, informando una masa en constante renovación42.

Así lo comprobamos también en nuestra época. Las actuales circunstancias de la sociedad, que ofrece tan abundantes signos de descristianización en los países de antigua tradición cristiana, exigen una nueva empresa evangelizadora, reclamada insistentemente por Juan Pablo II, en multitud de documentos y alocuciones, desde el inicio mismo de su pontificado.

De Europa ha partido la misión hacia otros continentes. Lo recordaba Juan Pablo II hablando a los mejicanos en 1990: dentro de dos años celebraremos un hecho de capital importancia: el V Centenario del encuentro entre el mundo europeo y vuestro continente, el Nuevo Mundo (...). La evangelización entonces iniciada está aún en camino, y este V Centenario debe ser para todos ocasión propicia para darle nueva vitalidad y empuje43.

En 1985, en su discurso al IV Simposio de las Conferencias Episcopales de Europa, el Papa decía que el hombre europeo ha de abrir sus puertas a los valores del espíritu a través de una segunda evangelización, haciendo notar que su actual ateísmo práctico se refleja sobre todo en el campo antropológico: La Europa que en el Oeste ha declarado a veces la «muerte de Dios» y en el Este ha llegado a imponerla ideológica y políticamente, es también la Europa donde ha sido proclamada la «muerte del hombre» como persona y valor trascendente44.

De esta nueva evangelización se ha ocupado recientemente una Asamblea especial del Sínodo de los Obispos para Europa, reunida en Roma del 28 de noviembre al 19 de diciembre de 1991; Asamblea que el Santo Padre ha calificado de acontecimiento extraordinario para la Iglesia, para Europa y para el mundo45. El Pontífice la había anunciado el 12 de abril de 1990, en Velchrad, para reflexionar atentamente sobre la importancia de esta hora histórica para Europa y para la Iglesia, a pocos meses de la caída del muro de Berlín y de los cambios repentinos y rápidos ocurridos en los países de Europa centro-oriental. Precisamente, los Obispos en su Declaración final se refieren a la descristianización, como fenómeno que afecta de algún modo a todos los pueblos de Europa46.

El Discurso de los Padres sinodales, referido a las regiones de Europa, es análogamente aplicable a otros continentes, en los que se hace también necesaria una evangelización más profunda y más extensa, porque, según la expresión del Papa Pío XII, es un mundo entero el que hay que rehacer desde sus cimientos47.

Los Padres sinodales en su Declaración final proclaman que la evangelización debe alcanzar no sólo a los individuos, sino también a las culturas; que la situación cultural de ateísmo práctico y materialismo en la que se encuentra Europa, implica un desafío al que debemos responder del mejor modo posible; y para hacerlo es indispensable la aportación de los hombres y mujeres dedicados a la cultura y de los teólogos en cordial sintonía con la Iglesia. Pero advierten que para la nueva evangelización no es suficiente prodigarse por defender los «valores evangélicos» como la justicia y la paz. Sólo si se anuncian estos valores encarnados en la persona de Jesucristo, puede decirse que la evangelización es auténticamente cristiana: los valores evangélicos no pueden separarse del mismo Cristo, que es la fuente y el fundamento y constituye el centro de todo el anuncio evangélico48.

Juan Pablo II, al hablar de la nueva evangelización hace hincapié en que deben ser los cristianos corrientes quienes lleven a Cristo a sus iguales: Se necesitan heraldos del Evangelio expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, participen de sus alegrías y esperanzas, de sus angustias y tristezas, y al mismo tiempo sean enamorados de Dios, y añade: Los grandes evangelizadores de Europa han sido los santos. Debemos pedir al Señor que aumente el espíritu de santidad de la Iglesia, y nos envíe nuevos santos para evangelizar el mundo de hoy49.

Ante la crisis y tensiones que atraviesa nuestra sociedad, el Señor quiere hombres y mujeres que recorran todos los caminos ofreciendo, con sus vidas y con su palabra, un testimonio luminoso de la indefectible santidad de la Iglesia. Con Mons. Escrivá, hemos de tener muy claro que estas crisis mundiales son crisis de santos50. Cada uno de los cristianos ha de plantearse personalmente el modo de participar en la recristianización de la sociedad, comenzando por el propio ambiente. Los universitarios, profesores y estudiantes, han de tomar conciencia de que la sociedad y la Iglesia necesitan —y con vital urgencia—de la dimensión seriamente cristiana de su trabajo.

La enseñanza de Mons. Escrivá, de la que he procurado resumir algunos aspectos para vosotros, podrá ayudaros eficazmente a contribuir, en la parcela que como universitarios os corresponde, a la empresa evangelizadora que los tiempos reclaman y a la que el Santo Padre Juan Pablo II nos impulsa con tanta insistencia.

Pronto podremos acogernos públicamente también a la intercesión del Beato Josemaría Escrivá, para que el Señor se sirva de nosotros, como instrumentos humildes, como fermento de santidad en medio del mundo.

Roma, abril de 1992

+ ALVARO DEL PORTILLO

Obispo Prelado del Opus Dei Gran Canciller de la Universidad de Navarra

Notas
1

Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 76, 17.° ed., Madrid, 1989.

2

Cfr. Nuestro Tiempo, n. 127, enero 1965, p. 96.

3

Conversaciones, n. 77.

4

La Universidad, foco cultural de primer orden (25.X.60).

5

Conversaciones, n. 82.

6

J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 635, 7.' ed., Madrid, 1988.

7

Forja, n. 636.

8

J. ESCRIVÁ DE BALAGUER , Camino, n. 978, 54.' ed., Madrid, 1991.

9

Conversaciones, n. 79.

10

Conversaciones, n. 74.

11

Formación enteriza de las personalidades jóvenes (28.XI.64); Servidores nobilísimos de la Ciencia (7.X.67); La Universidad ante cualquier necesidad de los hombres (7.X.72), y El compromiso de la verdad (9.V.74).

12

El compromiso de la verdad (9.V.74).

13

La Universidad ante cualquier necesidad de los hombres (7.X.72).

14

JUAN PABLO II, Ex. Ap. Christifideles Laici, n. 69, 30.XII.88.

15

JUAN PABLO II, Discurso en la clausura de la Asamblea especial del Sínodo de los obispos para Europa, n. 3, 14.XII.91, «L'Osservatore romano», 15.XII.91, pp. 4-5.

16

El compromiso de la verdad (9.V.74).

17

La Universidad ante cualquier necesidad de los hombres (7.X.72).

18

El compromiso de la verdad (9.V.74).

19

JUAN PABLO II, Enc. Centesimus annus, n. 36, 1-V-91.

20

El compromiso de la verdad (9.V.74).

21

Congregatio de Causis Sanctorum, Romana et Matriten, Decretum super virtutibus heroicis in causa canonizationis Servi Dei Iosephmariae Escrivá de Balaguer, 9.IV.90. AAS 82, 1990, pp. 1450-1455.

22

Conc. Vaticano II, Decr. Gaudium et spes, n. 43.

23

PABLO VI, Ex. Ap. Evangelii nuntiandi, n. 20. AAS 68, 1976, p. 19.

24

Es Cristo que pasa, n. 28, 28.a ed., Madrid, 1991.

25

Conversaciones, n. 73.

26

JUAN PABLO II, Mensaje al mundo universitario, desde Guatemala, 7.III.83 (Insegnamenti di Giovanni Paolo 1.VI.83, p. 644).

27

Formación enteriza de las personalidades jóvenes (28.XI.64).

28

Conversaciones, n. 83.

29

JUAN PABLO II, C. A. Ex Corde Ecclesiae, n. 2.

30

J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, n. 232, 16.a ed., Madrid, 1990.

31

Conversaciones, n. 76.

32

Cfr. Conversaciones, n. 84

33

La Universidad ante cualquier necesidad de los hombres (7.X.72).

34

Cfr. Conversaciones, n. 73.

35

Es Cristo que pasa, n. 51.

36

J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Surco, n. 526, 6.a ed., Madrid, 1990.

37

Servidores nobilísimos de la Ciencia (7.X.67).

38

La Universidad ante cualquier necesidad de los hombres (7.X.72).

39

Conversaciones, n. 90.

40

Conversaciones, n. 76.

41

Conversaciones, n. 77.

42

Trascendencia social de la educación (21.X.60).

43

JUAN PABLO II, Homilía, 7.V.90. AAS, LXXXII, Veracruz, 1990, p. 1409.

44

Discurso 11.X.85, n. 11 (Insegnamenti), VIII, 2, 1985, p. 917.

45

Cfr. JUAN PABLO II, Homilía en la Misa celebrada para los universitarios en la Basílica de San Pedro, 17.XII.91 («L'Osservatore romano», 19.XII.91, p. 6).

46

Cfr. Declaración, n. 3. Suplemento a «L'Osservatore romano», 16-17.XII.91.

47

Pío XII, Exhortación a los fieles de Roma, 10.II.52 (AAS, 1952, XLIV, p. 159).

48

Declaración, n. 3.

49

JUAN PABLO II, Discurso al Simposio de Obispos europeos, 11.X.85, n. 13. Insegnamenti, VIII, 2, 1985, pp. 918 y 919.

50

Camino, n. 301.

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