3. Cómo pudo producirse el hecho de la jurisdicción de la Abadesa

A una causa semejante se debió, sin duda, el origen de la jurisdicción eclesiástica de Las Huelgas. En última instancia, los distintos factores que coadyuvaron a este resultado —y que ahora señalaremos en su conjunto—, obraron todos en el sentido de hacer posible la extensión del privilegio pontificio, contenido en las Bulas de Clemente III, más allá de la simple exención de la autoridad del Ordinario, hasta crear una situación de hecho cada vez más firme que otorgó a la Señora Abadesa el ejercicio efectivo de la jurisdicción cuasi episcopal.

Pueden indicarse como factores que cooperaron decisivamente, aunque en distinta medida, al nacimiento de la jurisdicción, la dependencia directa del Císter, el apoyo de la Realeza y el Señorío civil.

Las Abadesas, nos dice GAMS13, pretendieron ocupar entre las cistercienses el lugar que el Abad del Císter tenía sobre toda la Orden. Esto se ve ya, agregamos nosotros, a poco de fundarse el Monasterio.

Recordemos la declaración hecha en el primer Capítulo por las Abadesas de las filiaciones, al prometer obediencia a la de Santa María la Real: «… cumpliremos lo mismo que los Abades de la Orden del Císter ejecutan con el Abad del Císter y su general Convento»14.

El sistema de gobierno primitivo ordenaba una visita anual a cargo de las Abadesas de Perales, Gradefes, Cañas y San Andrés, que debían realizarla «con el mismo orden y modo con que el Monasterio, Abad y Convento del Císter son visitados cada año por los Abades de Firmitate, Pontiniaco, Claraval y Morimundo». Pronto, sin embargo, reunió la Abadesa de Las Huelgas en su mano todos los poderes sobre los Monasterios de su filiación, merced al apoyo de las Infantas que actuaban como Señoras del Monasterio matriz15.

De otra parte, contribuyó también, durante el siglo XIII, a la absoluta exención del Monasterio, el hecho de carecer con frecuencia de Obispo propio. Así lo dicen expresamente Honorio III16, Gregorio IX17 e Inocencio IV18 en sus Bulas confirmatorias, al autorizarle a recurrir a los Obispos de las diócesis más próximas para que diesen la bendición a las monjas y consagraran vasos sagrados y altares19.

Cuando a fines de este mismo siglo, el Obispo Fr. Fernando acude a Las Huelgas a bendecir a la Abadesa, quiere dejar a salvo su derecho y el de sus sucesores en la sede de Burgos, y estima oportuno hacer constar en acta levantada al efecto que no tiene obligación ninguna, y que si accede a ello es «por gracia e por nos façer onrra e por ruego de la Infanta Doña Blanca»20. Esta invocación a la Señora de Las Huelgas no deja de ser muy significativa.

Recordemos las palabras con que hablaba de esta Señora Fernando IV en su carta ejecutoria de 1305: «… Et la Abadesa, e el convento, por ser el Monasterio mas honrado, e todo lo suyo mas recelado, e mas guardado, pidieron merced a los Reyes que les diesen una de las Infantas para mayora e señora Guardadora del lugar: Et porque la su reverencia de ella los sus bienes sean mas guardados: e los Reyes por esto, e por mas noblecer el lugar, a su pedimento acostumbraron de ge la dar»21.

Parece, según esto, que la intervención de las Señoras se reducía a la defensa de los bienes del Monasterio; pero ténganse muy en cuenta estas otras palabras del mismo Rey, cuando trataba de justificar cierta intromisión suya en el Hospital: «… todas las heredades e bienes que los Reyes dieron al dicho Monasterio, que los dieron por sus almas a la Abadesa e al convento, e para ellas, libres e quitos sin premia, e sin causa ninguna, e sin dar nin dejar sobre ello poder nin jurisdicción a ningun otro, salvo la de su Orden…» ¿Para qué aludir a la dependencia directa del Císter, cuando se trata meramente de la administración del Hospital?

En el ánimo del Monarca está pesando la libertad de la Abadesa en el gobierno de su rico Señorío. Y es que la extensión de su potestad en el orden civil y criminal —ya lo dijimos— no puede olvidarse cuando se quiere explicar el origen de la jurisdicción canónica.

A nuestro juicio, el paso de la simple exención, contenida en las Bulas pontificias, al ejercicio de la jurisdicción cuasi episcopal, se hizo posible por convertirse de hecho las villas y lugares del abadengo en territorio nullius, separado de las diócesis respectivas.

La Abadesa era, de una parte, Señora absoluta de sus súbditos en el orden temporal, y de otra, ocupaba un lugar semejante al del Abad del Císter en el gobierno de su Congregación. Los estatutos del Císter le otorgaban, además, una independencia casi completa respecto del Ordinario, asegurada en los primeros tiempos por la circunstancia de hallarse la diócesis vacante. El tránsito a la jurisdicción cuasi episcopal venía favorecido también por la superioridad que tenía sobre los Freyles, diseminados al principio en granjas aisladas22.

Nada más fácil, en este ambiente de poderío y grandeza, que ejercer sobre sus vasallos la jurisdicción eclesiástica. Todo conspiraba a la usurpación, que probablemente realizaron las Abadesas con absoluta buena fe23.

Los Estatutos de la Orden les permitían nombrar capellanes y confesores, que podían ejercer su ministerio en la comunidad, familiares y donados de ésta24. Un paso más, y los capellanes se convertirían en párrocos de las villas y lugares sometidos a la Abadesa25. Luego, las cosas sucederían como explican los autores para las abadías de monjes.

Ahora comprenderemos por qué se mostró tan celoso el Monasterio en la defensa frente a los Obispos de su jurisdicción temporal26. En el fondo, se trataba de conservar lo que servía de ocasión inmediata para el ejercicio de la potestad eclesiástica.

Cuándo comenzó ésta no puede precisarse. No hay duda de que se hallaba plenamente desenvuelta a mediados del siglo XVI, como lo acredita el nombramiento de Cura de la Iglesia y Parroquia de San Pedro del lugar de la Lorilla, fechado en 156027.

A fines de este siglo y principios del siguiente se entabla una larga lucha entre el Císter y la Realeza, a propósito de la visita del Monasterio y Hospital, que parece va a acabar con la jurisdicción de la Abadesa. Pero estas mismas circunstancias le sirven para afirmar definitivamente sus prerrogativas. Del Císter recibe en 1573 el expreso reconocimiento de la jurisdicción eclesiástica sobre los Monasterios, el Hospital y los vasallos de su Señorío. De la Realeza logra la independencia del Císter pocos años más tarde, sin quedar sometida al Prelado ordinario, que pretendía imponérsele. Luego llega la Bula de Urbano VIII, y en el siglo siguiente triunfa de los Obispos, en el conflicto de los confesores, acogiéndose al Regio Patronato.

Con el tiempo pierde Las Huelgas su Señorío civil, incompatible con las nuevas instituciones políticas; pero todavía puede conservar la jurisdicción eclesiástica, que aparece a los ojos de los más eminentes canonistas como algo extraordinario, pero también legítimo.

Notas
13

Cfr. Die Kirchengeschichte von Spanien, III, primera parte, páginas 128-129.

14

Vid. supra, pág. 23.

15

Vid. supra, cap. III, núm. 3.

16

Bula dada en septiembre de 1219 (A. R. M., leg. 6, núm. 263).

17

Bula expedida en julio de 1234 (A. R. M. leg. 8, núm. 303).

18

Bula dada en abril de 1246 (A. R. M., leg. 9, núm. 323).

19

La cláusula, idéntica en las tres bulas, está concebida en estos términos: «Quia vere interdum propriorum Episcoporum copiam non habetis, si quem Episcopum Romanae Sedis, ut diximus, gratiam et communionem habentem de quo plenam notitiam habeatis per vos transire contingerit, ab eo benedictiones vassorum et vestium, consecrationes altarium, benedictiones monialium, auctoritate apostolicae Sedis recipere valeatis».

20

Vid. supra, pág. 168.

21

Vid. supra, pág. 235.

22

Vid. supra, pág. 79.

23

De obrar con mala fe, tal vez hubieran acudido a la falsificaciÓn de las Bulas pontificias, tan frecuente en aquella época. Uno ae tantos ejemplos nos lo ofrece el Monasterio de San Juran de la Peña. Vid. José MARÍA RAMOS Y LOSCERTALES: La formación del dominio y los privilegios del Monasterio de San Juan de la Peña entre 1035 y 1094, en «Anuario de Historia del Derecho Español», VI, 1929, págs. 5 y s.; especialmente 14 y 15.

24

Vid. supra, Cap. VIII, núm. 9.

25

«A la verdad—escribe RODRÍGUEZ—, esta Comunidad, exenta del Obispo burgalés, debió proveer en muchas ocasiones las capellanías que vacaban en sacerdotes que no pertenecían a la diócesis de Burgos, porque la influencia de los Reyes se dejaría sentir en esos casos, pues las pingües rentas de estos beneficios harían que fuesen muy solicitados, originándose de aquí el que los nombrados perdiesen al venir a extraña diócesis las licencias que tenían en la propia y no las obtuviesen del Obispo de Burgos, a causa de la exención del Real Monasterio, más el empeño de su Comunidad de no contar para nada con aquél, por temor a verse sometida a su jurisdicción. Además, no sería extraño que los Obispos de Burgos, en atención a los reyes que tanto distinguían a esta Comunidad, prescindiesen del trámite legal en este y otros casos que dependían de su jurisdicción, dando el visto bueno verbal a cuantos actos ejecutaba la Señora Abadesa, de donde se pudo seguir el abuso de prescindir de su autoridad en las ocasiones, demasiado frecuentes, en que mediaban diferencias y enemistades entre ambos» (op. cit., I, págs. 308-309).

26

Vid. supra, Cap. VII, núm. 4.

27

Vid. supra, págs. 122-123.