1. Consideración previa

Referir las intervenciones de la Corona, en la vida de Santa María la Real, es casi equivalente a presentar la historia completa de Las Huelgas de Burgos. Hemos visto a los Monarcas solicitar los buenos oficios del Obispo de Sigüenza don Martín, para instalar a las primeras religiosas bajo la Prelacía de Doña Misol; les hemos visto acudir a Dom Guido, para poner bajo su alto patrocinio el cuidado y buen gobierno del nuevo brote del Císter. Asistimos poco después a la entrega que hiciera Don Alfonso del famoso Hospital del Rey, en el camino de Santiago, a la Señora Abadesa. Y luego contemplamos crecer el Señorío de la Ilustrísima Prelada y ejercitar su jurisdicción en las villas y lugares, por alcaldes, merinos y escribanos; y someter a los Freyles en sus mundanos afanes; y luchar con los Concejos, por los tributos y por los privilegios. Y también oponerse a los Prelados, recelosos del poder de Las Huelgas. Y siempre, la sombra bienhechora de la Realeza permitió a la insigne Señora defender con éxito su Prelacía.

De cuanto llevamos dicho y referido a lo largo de este estudio, pudiera ya deducirse la asistencia extraordinaria que en todo momento, y durante varios siglos, recibiera. Porque no es coincidencia fortuita que la pérdida de la jurisdicción espiritual, gloria la más señalada de Las Huelgas, viniera a producirse justamente cuando Santa María se queda huérfana del apoyo de sus señores, los Reyes.

Pero ahora nos importa subrayar las facetas principales de ese apoyo prestado a la Abadesa, en orden al nacimiento de la jurisdicción eclesiástica, debido, a nuestro parecer, a un complejo proceso ocasionado por varios factores, entre los que descuella el amparo y defensa de la Corona.

Tras unas consideraciones generales sobre el Patronato Real y el nombramiento de Abadesa, examinaremos sucesivamente la simpática figura de la Señora y Mayora de Las Huelgas; el proceder de los visitadores reales respecto al problema, ya indicado anteriormente, del pretendido Prelado Ordinario; la actitud de los Reyes ante los excesos de sus visitadores; su recelo frente al Císter; y, por último, la defensa que hiciera Felipe V de la jurisdicción abacial contra los Obispos de su tiempo.