Prologo a la primera edición

Aquí te presento, amable lector, a la famosa Abadesa de Las Huelgas. Quiero contarte, de esta Ilustrísima Señora, lo que fue su gloria y su blasón durante siglos.

Vas a verla gobernar, como lo hiciera una reina, a los numerosos vasallos de su extenso señorío, con alcaldes y merinos que administraban justicia en su nombre, cuando no lo hacía por sí sentada en su tribunal. Vas a verla regir como Madre y Prelada hasta doce monasterios de las Bernardas de Castilla y de León. Asistirás conmigo a la extraña ceremonia de recibir solemne profesión religiosa a los inquietos freiles del Hospital del Rey, que bien a su pesar le debieron obediencia y sumisión con su Comendador a la cabeza.

Y si todo esto no te moviera a tener admiración, espero que abras mucho tus ojos cuando la sorprendas dando licencias para celebrar el Santo Sacrificio, para predicar en las iglesias y parroquias de su territorio y para confesar a sus religiosas y vasallos; o cuando la contemples al instruir expedientes matrimoniales, expedir dimisorias para órdenes sagradas o fulminar censuras canónicas, por medio de sus jueces eclesiásticos.

La verás también encerrar en la cárcel de la torre del Compás a sus súbditos, aunque sean sacerdotes; luchar con los Concejos, desafiar a los nobles y magnates, oponerse a los celosos obispos y contender con la misma realeza.

Todo eso quiero que veas conmigo.

Y que examines los despachos que desde el Contador Bajo de Santa María la Real dictara Su Señoría, con el sello abacial que acabas de admirar en la portada.

Voy a hablarte especialmente de su jurisdicción cuasi episcopal vere nullius, que le permitía obrar en su territorio separado como un obispo en su diócesis, exceptuadas —claro está— las cosas que exigen orden sagrado.

Te diré que, para poderte servir de guía, hube de revolver legajos y desempolvar viejos autores, que descansaban en paz en el olvido de las bibliotecas. Pero no te asustes, porque desde ahora te adelanto que, si te decides a recorrer el camino, podrás también permitirte algún esparcimiento a cuenta de las anécdotas que sembré a lo largo de este relato, para tu recreo y tu descanso.

Espero que llegues a sentir admiración por una de las mayores glorias de nuestra historia: allí, en Santa María, ofrecieron su vida al Altísimo, en oblación religiosa, Infantas y Nobles de León y de Castilla. Allí la excelentísima señora Doña Ana de Austria, y las Mendoza, y las Cabeza de Vaca, y las Villarroel, y las Osorio, y Doña Felipa Ramírez de Arellano y aquella Doña Misol, casi legendaria. Y tantas y tantas otras, cuyos blasones y vítores habrás de contemplar, si alguna vez visitas tras las rejas del Contador Alto a las santas religiosas, herederas de las de otros siglos, que dan continuidad al Monasterio.

Quiero también hablarte, al paso, de estas nobles mujeres, modelo de observancia y de delicada cortesía: si un motivo cualquiera, de arte, de historia o de explicable curiosidad tan sólo, te llevara a Las Huelgas, yo te invito a que atravieses los Reales Compases y pidas, sin miedo, unos minutos de audiencia a la Madre Abadesa: te recibirá con noble señorío. Y cuando por ella te informes de que son treinta las cistercienses que hoy ocupan ese glorioso y antiguo —no viejo— edificio de Santa María, creerás tal vez que es número suficiente para una comunidad de nuestros tiempos. Pero si tomas en cuenta la grandeza varias veces secular del Monasterio que las cobija, alzarás conmigo el corazón a Dios y pedirás al Señor de la mies que envíe más almas a esta ilustre Casa, a seguir la tradición de nobleza y de virtudes —iaquella venerable Abadesa estigmatizada, Doña Antonia Jacinta de Navarra!— que, para honor de la Iglesia y de España, siempre se albergaron en Las Huelgas.

Burgos, 31 de marzo de 1944, Día de los Dolores de Nuestra Señora.

PROLOGO A LA SEGUNDA EDICION

Sólo una advertencia, para los fanáticos de la genética histórica: En el caso de la Señora Abadesa de Las Huelgas, de que se ocupa este libro, no es posible señalar el límite entre el abuso y la legitimidad. La Historia sólo sirve —y es servicio por demás valioso— para certificarnos, con el relato de un cúmulo de hechos fidedignos, que la Señora Abadesa ejerció, efectivamente y contra legem, jurisdicción episcopal vere nullius. Por eso justamente la costumbre es, en este singularísimo caso, el único título legitimador. A la genética histórica hay que responder con la genética de la costumbre, capaz ella sola de crear derecho a través de unos hechos que, aisladamente considerados, parecen ilegítimos, abusivos y, por eso, antijurídicos. Es la genética de la costumbre —ex facto oritur ius— la única que explica esa metamorfosis, merced a la cual puede atribuirse a la Abadesa un título legitimador de su conducta, capaz no sólo de convertir en correctos los actos anteriores, tal vez abusivos, sino de elevar estos hechos desde el plano del ser al plano superior del deber ser, es decir, al plano del Derecho.

Esa metamorfosis está avalada por la doctrina de viejos doctores en torno a la consuetudo legitime praescripta, cuyas opiniones —así como otros documentos latinos que aparecían en el texto— han sido vertidos al castellano, para facilitar su lectura, en esta nueva edición, que por lo demás ha dejado inalterada la primera.

Y ahora, lector amigo, al pensar en la querida comunidad cisterciense que hoy, desde Las Huelgas, eleva constantemente al Señor sus oraciones por la Iglesia y por todas las criaturas, yo te pido que —acudiendo como siempre a la intercesión de la Madre de Dios y Madre nuestra— reces conmigo por aquella santa Casa y por todas las almas que, en la clausura de los monasterios, han abrazado la vida religiosa, para que sean fieles a su vocación contemplativa, y así no pierda la Iglesia Santa uno de sus tesoros más preciados y de sus pilares más firmes.

Roma, 2 de octubre de 1972, Festividad de los Santos Angeles Custodios.