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La Iglesia, por voluntad divina, es una institución jerárquica. Sociedad jerárquicamente organizada la llama el Concilio Vaticano II (Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium n. 8), donde los ministros tienen un poder sagrado (Ibidem, n. 18). La jerarquía no sólo es compatible con la libertad, sino que está al servicio de la libertad de los hijos de Dios (cfr. Rom VIII, 21).
El término democracia carece de sentido en la Iglesia, que -insisto- es jerárquica por voluntad divina. Pero jerarquía significa gobierno santo y orden sagrado, y de ningún modo arbitrariedad humana o despotismo infrahumano. En la Iglesia el Señor dispuso un orden jerárquico, que no ha de transformarse en tiranía: porque la autoridad misma es un servicio, como lo es la obediencia.
En la Iglesia hay igualdad: una vez bautizados, todos somos iguales, porque somos hijos del mismo Dios, Nuestro Padre. En cuanto cristianos, no media diferencia alguna entre el Papa y el último que se incorpora a la Iglesia. Pero esa igualdad radical no entraña la posibilidad de cambiar la constitución de la Iglesia, en aquello que ha sido establecido por Cristo. Por expresa voluntad divina tenemos una diversidad de funciones, que comporta también una capacitación diversa, un carácter indeleble conferido por el Sacramento del Orden para los ministros sagrados. En el vértice de esa ordenación está el sucesor de Pedro y, con él y bajo él, todos los obispos: con su triple misión de santificar, de gobernar y de enseñar.
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