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Los textos de la liturgia de este domingo forman una cadena de invocaciones al Señor. Le decimos que es nuestro apoyo, nuestra roca, nuestra defensa (Cfr. Ps XVII, 19-20. 2-3. Introito de la Misa). La oración recoge también ese motivo del introito: Tú no privas nunca de tu luz a aquellos que se establecen en la solidez de tu amor (Oración del Domingo segundo después de Pentecostés).
En el gradual, seguimos recurriendo a El: en los momentos de angustia he invocado al Señor... Libra, oh Señor, mi alma de los labios mentirosos, de las lenguas que engañan. ¡Señor!, me refugio en ti (Ps CXIX, 1 y 2; Ps VII, 2. Gradual de la Misa). Conmueve esta insistencia de Dios, nuestro Padre, empeñado en recordarnos que debemos acudir a su misericordia pase lo que pase, siempre. También ahora: en estos momentos, en los que voces confusas surcan la Iglesia; son tiempos de extravío, porque tantas almas no dan con buenos pastores, otros Cristos, que los guíen al Amor del Señor; y encuentran en cambio ladrones y salteadores que vienen para robar, matar y destruir (Ioh X, 8 y 10).
No temamos. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, habrá de ser indefectiblemente el camino y el ovil del Buen Pastor, el fundamento robusto y la vía abierta a todos los hombres. Lo acabamos de leer en el Santo Evangelio: sal a los caminos y cercados e impele a los que halles a que vengan, para que se llene mi casa (Lc XIV, 23).
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