34
Días atrás, al celebrar la Santa Misa me detuve un breve momento, para considerar las palabras de un salmo que la liturgia ponía en la antífona de la Comunión: el Señor es mi pastor, nada podrá faltarme1. Esa invocación me trajo a la memoria los versículos de otro salmo, que se recitaba en la ceremonia de la Primera Tonsura: el Señor es la parte de mi heredad2. El mismo Cristo se pone en manos de los sacerdotes, que se hacen así dispensadores de los misterios -de las maravillas- del Señor3.
En el verano próximo recibirán las Sagradas Ordenes medio centenar de miembros del Opus Dei. Desde 1944 se suceden, como una realidad de gracia y de servicio a la Iglesia, estas promociones sacerdotales de unos pocos miembros de la Obra. A pesar de eso, cada año hay gentes que se extrañan. ¿Cómo es posible, se preguntan, que treinta, cuarenta, cincuenta hombres con una vida llena de afirmaciones y de promesas, estén dispuestos a hacerse sacerdotes? Quisiera exponer hoy algunas consideraciones, aun corriendo el riesgo de aumentar en esas personas los motivos de perplejidad.
Documento imprimido desde https://escriva.org/es/amar-a-la-iglesia/34/ (23/04/2024)