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      El Sacrificio del Calvario es una muestra infinita de la generosidad de Cristo. Nosotros -cada uno- somos siempre muy interesados; pero a Dios Nuestro Señor no le importa que, en la Santa Misa, pongamos delante de El todas nuestras necesidades. ¿Quién no tiene cosas que pedir? Señor, esa enfermedad… Señor, esta tristeza… Señor, aquella humillación que no sé soportar por tu amor… Queremos el bien, la felicidad y la alegría de las personas de nuestra casa; nos oprime el corazón la suerte de los que padecen hambre y sed de pan y de justicia; de los que experimentan la amargura de la soledad; de los que, al término de sus días, no reciben una mirada de cariño ni un gesto de ayuda.

      Pero la gran miseria que nos hace sufrir, la gran necesidad a la que queremos poner remedio es el pecado, el alejamiento de Dios, el riesgo de que las almas se pierdan para toda la eternidad. Llevar a los hombres a la gloria eterna en el amor de Dios: ésa es nuestra aspiración fundamental al celebrar la Santa Misa, como fue la de Cristo al entregar su vida en el Calvario.

      Acostumbrémonos a hablar con esta sinceridad al Señor, cuando baja, Víctima inocente, a las manos del sacerdote. La confianza en el auxilio del Señor nos dará esa delicadeza de alma, que se vierte siempre en obras de bien y de caridad, de comprensión, de entrañable ternura con los que sufren y con los que se comportan artificialmente fingiendo una satisfacción hueca, tan falsa, que pronto se les convierte en tristeza.

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