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Dios ama al que da con alegría

Dentro de este marco del desprendimiento total que el Señor nos pide, os señalaré otro punto de particular importancia: la salud. Ahora, la mayor parte de vosotros sois jóvenes; atravesáis esa etapa formidable de plenitud de vida, que rebosa de energías. Pero pasa el tiempo, e inexorablemente empieza a notarse el desgaste físico; vienen después las limitaciones de la madurez, y por último los achaques de la ancianidad. Además, cualquiera de nosotros, en cualquier momento, puede caer enfermo o sufrir algún trastorno corporal.

Solo si aprovechamos con rectitud –cristianamente– las épocas de bienestar físico, los tiempos buenos, aceptaremos también con alegría sobrenatural los sucesos que la gente equivocadamente califica de malos. Sin descender a demasiados detalles, deseo transmitiros mi personal experiencia. Mientras estamos enfermos, podemos ser cargantes: no me atienden bien, nadie se preocupa de mí, no me cuidan como merezco, ninguno me comprende... El diablo, que anda siempre al acecho, ataca por cualquier flanco; y en la enfermedad, su táctica consiste en fomentar una especie de psicosis, que aparte de Dios, que amargue el ambiente, o que destruya ese tesoro de méritos que, para bien de todas las almas, se alcanza cuando se lleva con optimismo sobrenatural –¡cuando se ama!– el dolor. Por lo tanto, si es voluntad de Dios que nos alcance el zarpazo de la aflicción, tomadlo como señal de que nos considera maduros para asociarnos más estrechamente a su Cruz redentora.

Se requiere, pues, una preparación remota, hecha cada día con un santo desapego de uno mismo, para que nos dispongamos a sobrellevar con garbo –si el Señor lo permite– la enfermedad o la desventura. Servíos ya de las ocasiones normales, de alguna privación, del dolor en sus pequeñas manifestaciones habituales, de la mortificación, y poned en ejercicio las virtudes cristianas.

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