55

Comenzar es de muchos; acabar, de pocos, y entre estos pocos hemos de estar los que procuramos comportarnos como hijos de Dios. No lo olvidéis: solo las tareas terminadas con amor, bien acabadas, merecen aquel aplauso del Señor, que se lee en la Sagrada Escritura: mejor es el fin de la obra que su principio1.

Quizá me habéis oído ya en otras charlas esta anécdota; de todas formas, me interesa recordárosla de nuevo porque es muy gráfica, aleccionadora. En una ocasión, buscaba yo en el Ritual Romano la fórmula para bendecir la última piedra de un edificio, la importante, ya que recoge, como un símbolo, el trabajo duro, esforzado y perseverante de muchas personas, durante largos años. Me llevé una sorpresa cuando vi que no existía; era necesario conformarse con una benedictio ad omnia, con una bendición genérica. Os confieso que me parecía imposible que se diese esa laguna, y fui repasando despacio, pero inútilmente, el índice del Ritual.

Muchos cristianos han perdido el convencimiento de que la integridad de Vida, reclamada por el Señor a sus hijos, exige un auténtico cuidado en realizar sus propias tareas, que han de santificar, descendiendo hasta los pormenores más pequeños.

No podemos ofrecer al Señor algo que, dentro de las pobres limitaciones humanas, no sea perfecto, sin tacha, efectuado atentamente también en los mínimos detalles: Dios no acepta las chapuzas. No presentaréis nada defectuoso, nos amonesta la Escritura Santa, pues no sería digno de Él2. Por eso, el trabajo de cada uno, esa labor que ocupa nuestras jornadas y energías, ha de ser una ofrenda digna para el Creador, operatio Dei, trabajo de Dios y para Dios: en una palabra, un quehacer cumplido, impecable.

Notas
1

Eccli VII, 9.

2

Lev XXII, 20.

Referencias a la Sagrada Escritura
Este punto en otro idioma