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Si os fijáis, entre las muchas alabanzas que dijeron de Jesús los que contemplaron su vida, hay una que en cierto modo comprende todas. Me refiero a aquella exclamación, cuajada de acentos de asombro y de entusiasmo, que espontáneamente repetía la multitud al presenciar atónita sus milagros: bene omnia fecit, todo lo ha hecho admirablemente bien: los grandes prodigios, y las cosas menudas, cotidianas, que a nadie deslumbraron, pero que Cristo realizó con la plenitud de quien es perfectus Deus, perfectus homo, perfecto Dios y hombre perfecto.
Toda la vida del Señor me enamora. Tengo, además, una debilidad particular por sus treinta años de existencia oculta en Belén, en Egipto y en Nazaret. Ese tiempo largo, del que apenas se habla en el Evangelio, aparece desprovisto de significado propio a los ojos de quien lo considera con superficialidad. Y, sin embargo, siempre he sostenido que ese silencio sobre la biografía del Maestro es bien elocuente, y encierra lecciones de maravilla para los cristianos. Fueron años intensos de trabajo y de oración, en los que Jesucristo llevó una vida corriente como la nuestra, si queremos, divina y humana a la vez; en aquel sencillo e ignorado taller de artesano, como después ante la muchedumbre, todo lo cumplió a la perfección.
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