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Esta sabiduría de corazón, esta prudencia no se convertirá nunca en la prudencia de la carne a la que se refiere San Pablo: la de aquellos que tienen inteligencia, pero procuran no utilizarla para descubrir y amar al Señor. La verdadera prudencia es la que permanece atenta a las insinuaciones de Dios y, en esa vigilante escucha, recibe en el alma promesas y realidades de salvación: Yo te glorifico, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeñuelos.
Sabiduría de corazón que orienta y rige otras muchas virtudes. Por la prudencia el hombre es audaz, sin insensatez; no excusa, por ocultas razones de comodidad, el esfuerzo necesario para vivir plenamente según los designios de Dios. La templanza del prudente no es insensibilidad ni misantropía; su justicia no es dureza; su paciencia no es servilismo.
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