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No es prudente el que no se equivoca nunca, sino el que sabe rectificar sus errores. Es prudente porque prefiere no acertar veinte veces, antes que dejarse llevar de un cómodo abstencionismo. No obra con alocada precipitación o con absurda temeridad, pero se asume el riesgo de sus decisiones, y no renuncia a conseguir el bien por miedo a no acertar. En nuestra vida encontramos compañeros ponderados, que son objetivos, que no se apasionan inclinando la balanza hacia el lado que les conviene. De esas personas, casi instintivamente, nos fiamos; porque, sin presunción y sin ruidos de alharacas, proceden siempre bien, con rectitud.

Esta virtud cardinal es indispensable en el cristiano; pero las últimas metas de la prudencia no son la concordia social o la tranquilidad de no provocar fricciones. El motivo fundamental es el cumplimiento de la Voluntad de Dios, que nos quiere sencillos, pero no pueriles; amigos de la verdad, pero nunca aturdidos o ligeros. El corazón prudente poseerá la ciencia17; y esa ciencia es la del amor de Dios, el saber definitivo, el que puede salvarnos, trayendo a todas las criaturas frutos de paz y de comprensión y, para cada alma, la vida eterna.

Notas
17

Prv XVIII, 15.

Referencias a la Sagrada Escritura
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