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Un camino ordinario

Hemos tratado de virtudes humanas. Y quizá alguno de vosotros pueda preguntarse: pero comportarse así, ¿no supone aislarse del ambiente normal, no es algo ajeno al mundo de todos los días? No. En ningún sitio está escrito que el cristiano debe ser un personaje extraño al mundo. Nuestro Señor Jesucristo, con obras y palabras, ha hecho el elogio de otra virtud humana que me es particularmente querida: la naturalidad, la sencillez.

Acordaos de cómo viene Nuestro Señor al mundo: como todos los hombres. Pasa su infancia y juventud en una aldea de Palestina, uno más entre sus conciudadanos. En los años de su vida pública, se repite de continuo el eco de su existencia corriente transcurrida en Nazaret. Habla del trabajo, se preocupa de que sus discípulos descansen18; va al encuentro de todos y no rehúye la conversación con nadie; dice expresamente, a los que le seguían, que no impidan que los niños se acerquen a Él19. Evocando, quizá, los tiempos de su infancia pone la comparación de los pequeños que juegan en la plaza pública20.

¿No es todo esto normal, natural, sencillo? ¿No puede vivirse en la vida ordinaria? Sucede, sin embargo, que los hombres suelen acostumbrarse a lo que es llano y ordinario, e inconscientemente buscan lo aparatoso, lo artificial. Lo habréis comprobado, como yo: se encomia, por ejemplo, el primor de unas rosas frescas, recién cortadas, de pétalos finos y olorosos. Y el comentario es: ¡parecen de trapo!

Notas
18

Cfr. Mc VI, 31.

19

Cfr. Lc XVIII, 16.

20

Cfr. Lc VII, 32.

Referencias a la Sagrada Escritura
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