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No lo olvides: aquel tiene más que necesita menos. No te crees necesidades.
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Despégate de los bienes del mundo. Ama y practica la pobreza de espíritu: conténtate con lo que basta para pasar la vida sobria y templadamente.
Si no, nunca serás apóstol.
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No consiste la verdadera pobreza en no tener, sino en estar desprendido: en renunciar voluntariamente al dominio sobre las cosas.
Por eso hay pobres que realmente son ricos. Y al revés.
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Si eres hombre de Dios, pon en despreciar las riquezas el mismo empeño que ponen los hombres del mundo en poseerlas.
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¡Tanta afición a las cosas de la tierra! Pronto se te irán de las manos, que no bajan con el rico al sepulcro sus riquezas.
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No tienes espíritu de pobreza si, puesto a escoger de modo que la elección pase inadvertida, no escoges para ti lo peor.
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"Divitiæ, si affluant, nolite cor apponere" Si vienen a tus manos las riquezas, no pongas en ellas tu corazón. Anímate a emplearlas generosamente. Y, si fuera preciso, heroicamente.
Sé pobre de espíritu.
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No amas la pobreza si no amas lo que la pobreza lleva consigo.
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¡Cuántos recursos santos tiene la pobreza! ¿Te acuerdas? Tú le diste, en horas de agobio económico para aquella empresa apostólica, hasta el último céntimo de que disponías.
Y te dijo Sacerdote de Dios: "yo te daré también todo lo que tengo". Tú, de rodillas. Y... "la bendición de Dios Omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre ti y permanezca siempre", se oyó.
Aún te dura la persuasión de que quedaste bien pagado.
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