Carácter

Que tu vida no sea una vida estéril. —Sé útil. —Deja poso. —Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor.

Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. —Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón.

Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: este lee la vida de Jesucristo.

Gravedad. —Deja esos meneos y carantoñas de mujerzuela o de chiquillo. —Que tu porte exterior sea reflejo de la paz y el orden de tu espíritu.

No digas: «Es mi genio así..., son cosas de mi carácter». Son cosas de tu falta de carácter: Sé varón —«esto vir».

Acostúmbrate a decir que no.

Vuelve las espaldas al infame cuando susurra en tus oídos: ¿para qué complicarte la vida?

No tengas espíritu pueblerino. —Agranda tu corazón, hasta que sea universal, «católico».

No vueles como un ave de corral, cuando puedes subir como las águilas.

Serenidad. —¿Por qué has de enfadarte si enfadándote ofendes a Dios, molestas al prójimo, pasas tú mismo un mal rato... y te has de desenfadar al fin?

Eso mismo que has dicho dilo en otro tono, sin ira, y ganará fuerza tu raciocinio, y, sobre todo, no ofenderás a Dios.

No reprendas cuando sientes la indignación por la falta cometida. —Espera al día siguiente, o más tiempo aún. —Y después, tranquilo y purificada la intención, no dejes de reprender. —Vas a conseguir más con una palabra afectuosa que con tres horas de pelea. —Modera tu genio.

Voluntad. —Energía. —Ejemplo. —Lo que hay que hacer, se hace... Sin vacilar... Sin miramientos...

Sin esto, ni Cisneros hubiera sido Cisneros1; ni Teresa de Ahumada, Santa Teresa...; ni Íñigo de Loyola, San Ignacio...

¡Dios y audacia! —«Regnare Christum volumus!»

Crécete ante los obstáculos. —La gracia del Señor no te ha de faltar: «inter medium montium pertransibunt aquae!» —¡pasarás a través de los montes!

¿Qué importa que de momento hayas de recortar tu actividad si luego, como muelle que fue comprimido, llegarás sin comparación más lejos que nunca soñaste?

Aleja de ti esos pensamientos inútiles que, por lo menos, te hacen perder el tiempo.

No pierdas tus energías y tu tiempo, que son de Dios, apedreando los perros que te ladren en el camino. Desprécialos.

No dejes tu trabajo para mañana.

¿Adocenarte? ¿¡Tú... del montón!? ¡Si has nacido para caudillo! Entre nosotros no caben los tibios. Humíllate y Cristo te volverá a encender con fuegos de Amor.

No caigas en esa enfermedad del carácter que tiene por síntomas la falta de fijeza para todo, la ligereza en el obrar y en el decir, el atolondramiento...: la frivolidad, en una palabra.

Y la frivolidad —no lo olvides— que te hace tener esos planes de cada día tan vacíos («tan llenos de vacío»), si no reaccionas a tiempo —no mañana: ¡ahora!—, hará de tu vida un pelele muerto e inútil.

Te empeñas en ser mundano, frívolo y atolondrado porque eres cobarde. ¿Qué es, sino cobardía, ese no querer enfrentarte contigo mismo?

Voluntad. Es una característica muy importante. No desprecies las cosas pequeñas, porque en el continuo ejercicio de negar y negarte en esas cosas —que nunca son futilidades, ni naderías— fortalecerás, virilizarás, con la gracia de Dios, tu voluntad, para ser muy señor de ti mismo, en primer lugar. Y, después, guía, jefe, ¡caudillo!..., que obligues, que empujes, que arrastres, con tu ejemplo y con tu palabra y con tu ciencia y con tu imperio.

Chocas con el carácter de aquel o del otro... Necesariamente ha de ser así: no eres moneda de cinco duros que a todos gusta.

Además, sin esos choques que se producen al tratar al prójimo, ¿cómo irías perdiendo las puntas, aristas y salientes —imperfecciones, defectos— de tu genio para adquirir la forma reglada, bruñida y reciamente suave de la caridad, de la perfección?

Si tu carácter y los caracteres de quienes contigo conviven fueran dulzones y tiernos como merengues, no te santificarías.

Pretextos. —Nunca te faltarán para dejar de cumplir tus deberes. ¡Qué abundancia de razonadas sinrazones!

No te detengas a considerarlas. —Recházalas y haz tu obligación.

Sé recio. —Sé viril. —Sé hombre. —Y después... sé ángel.

¿Que... ¡no puedes hacer más!? —¿No será que... no puedes hacer menos?

Tienes ambiciones:... de saber..., de acaudillar..., de ser audaz.

Bueno. Bien. —Pero... por Cristo, por Amor.

No discutáis. —De la discusión no suele salir la luz, porque la apaga el apasionamiento.

El Matrimonio es un sacramento santo. —A su tiempo, cuando hayas de recibirlo, que te aconseje tu director o tu confesor la lectura de algún libro provechoso. —Y te dispondrás mejor a llevar dignamente las cargas del hogar.

¿Te ríes porque te digo que tienes «vocación matrimonial»? —Pues la tienes: así, vocación.

Encomiéndate a San Rafael, para que te conduzca castamente hasta el fin del camino, como a Tobías.

El matrimonio es para la clase de tropa y no para el estado mayor de Cristo. —Así, mientras comer es una exigencia para cada individuo, engendrar es exigencia sólo para la especie, pudiendo desentenderse las personas singulares.

¿Ansia de hijos?... Hijos, muchos hijos, y un rastro imborrable de luz dejaremos si sacrificamos el egoísmo de la carne.

La relativa y pobre felicidad del egoísta, que se encierra en su torre de marfil, en su caparazón..., no es difícil conseguirla en este mundo. —Pero la felicidad del egoísta no es duradera.

¿Vas a perder, por esa caricatura del cielo, la Felicidad de la Gloria, que no tendrá fin?

Eres calculador. —No me digas que eres joven. La juventud da todo lo que puede: se da ella misma sin tasa.

Egoísta. —Tú, siempre a «lo tuyo». —Pareces incapaz de sentir la fraternidad de Cristo: en los demás, no ves hermanos; ves peldaños.

Presiento tu fracaso rotundo. —Y, cuando estés hundido, querrás que vivan contigo la caridad que ahora no quieres vivir.

Tú no serás caudillo si en la masa sólo ves el escabel para alcanzar altura. —Tú serás caudillo si tienes ambición de salvar todas las almas.

No puedes vivir de espaldas a la muchedumbre: es menester que tengas ansias de hacerla feliz.

Nunca quieres «agotar la verdad». —Unas veces, por corrección. Otras —las más—, por no darte un mal rato. Algunas, por no darlo. Y, siempre, por cobardía.

Así, con ese miedo a ahondar, jamás serás hombre de criterio.

No tengas miedo a la verdad, aunque la verdad te acarree la muerte.

No me gusta tanto eufemismo: a la cobardía la llamáis prudencia. —Y vuestra «prudencia» es ocasión de que los enemigos de Dios, vacío de ideas el cerebro, se den tono de sabios y escalen puestos que nunca debieran escalar.

Ese abuso no es irremediable. —Es falta de carácter consentir que siga adelante, como cosa desesperada y sin posible rectificación.

No soslayes el deber. —Cúmplelo derechamente, aunque otros lo dejen incumplido.

Tienes, como ahora dicen, «mucho cuento». —Pero, con toda tu verborrea, no lograrás que justifique —¡providencial!, me has dicho— lo que no tiene justificación.

¿Será verdad —no creo, no creo— que en la tierra no hay hombres sino vientres?

«Pida que nunca quiera detenerme en lo fácil». —Ya lo he pedido. Ahora falta que te empeñes en cumplir ese hermoso propósito.

Fe, alegría, optimismo. —Pero no la sandez de cerrar los ojos a la realidad.

¡Qué modo tan trascendental de vivir las necedades vacías y qué manera de llegar a ser algo en la vida —subiendo, subiendo— a fuerza de «pesar poco», de no tener nada, ni en el cerebro ni en el corazón!

¿Por qué esas variaciones de carácter? ¿Cuándo fijarás tu voluntad en algo? —Deja tu afición a las primeras piedras y pon la última en uno solo de tus proyectos.

No me seas tan... susceptible. —Te hieres por cualquier cosa. —Se hace necesario medir las palabras para hablar contigo del asunto más insignificante.

No te molestes si te digo que eres... insoportable. —Mientras no te corrijas, nunca serás útil.

Pon la amable excusa que la caridad cristiana y el trato social exigen. —Y, después, ¡camino arriba!, con santa desvergüenza, sin detenerte hasta que subas del todo la cuesta del cumplimiento del deber.

¿Por qué te duelen esas equivocadas suposiciones que de ti comentan? —Más lejos llegarías, si Dios te dejara. —Persevera en el bien, y encógete de hombros.

¿No crees que la igualdad, tal como la entienden, es sinónimo de injusticia?

Ese énfasis y ese engolamiento te sientan mal: se ve que son postizos. —Prueba, al menos, a no emplearlos ni con tu Dios, ni con tu director, ni con tus hermanos: y habrá, entre ellos y tú, una barrera menos.

Poco recio es tu carácter: ¡qué afán de meterte en todo! —Te empeñas en ser la sal de todos los platos... Y —no te enfadarás porque te hable claro— tienes poca gracia para ser sal: y no eres capaz de deshacerte y pasar inadvertido a la vista, igual que ese condimento.

Te falta espíritu de sacrificio. Y te sobra espíritu de curiosidad y de exhibición.

Cállate. —No me seas «niñoide», caricatura de niño, «correveidile», encizañador, soplón. —Con tus cuentos y tus chismes has entibiado la caridad: has hecho la peor labor, y... si acaso has removido —mala lengua— los muros fuertes de la perseverancia de otros, tu perseverancia deja de ser gracia de Dios, porque es instrumento traidor del enemigo.

Eres curioso y preguntón, oliscón y ventanero: ¿no te da vergüenza ser, hasta en los defectos, tan poco masculino? —Sé varón: y esos deseos de saber de los demás trócalos en deseos y realidades de propio conocimiento.

Tu espíritu de varón, rectilíneo y sencillo, se abruma al sentirse envuelto en enredos, dimes y diretes, que no acaba de explicarse y en los que nunca se quiso mezclar. —Pasa por la humillación que supone andar así en boca ajena, y procura que el escarmiento te dé más discreción.

¿Por qué, al juzgar a los demás, pones en tu crítica el amargor de tus propios fracasos?

Ese espíritu crítico —te concedo que no es susurración— no debes ejercitarlo con vuestro apostolado, ni con tus hermanos. —Ese espíritu crítico, para vuestra empresa sobrenatural —¿me perdonas que te lo diga?— es un gran estorbo, porque mientras examinas la labor de los otros, sin que tengas por qué examinar nada —con absoluta elevación de miras: te lo concedo—, tú no haces obra positiva alguna y enmoheces, con tu ejemplo de pasividad, la buena marcha de todos.

«Entonces —preguntas, inquieto— ¿ese espíritu crítico, que es como sustancia de mi carácter...?»

Mira —te tranquilizaré—, toma una pluma y una cuartilla: escribe sencilla y confiadamente —¡ah!, y brevemente— los motivos que te torturan, entrega la nota al superior, y no pienses más en ella. —Él, que hace cabeza —tiene gracia de estado—, archivará la nota... o la echará en el cesto de los papeles. —Para ti, como tu espíritu crítico no es susurración y lo ejercitas con elevadas miras, es lo mismo.

¿Contemporizar? —Es palabra que sólo se encuentra —¡hay que contemporizar!— en el léxico de los que no tienen gana de lucha —comodones, cucos o cobardes—, porque de antemano se saben vencidos.

Hombre: sé un poco menos ingenuo (aunque seas muy niño, y aun por serlo delante de Dios), y no me «pongas en berlina» a tus hermanos ante los extraños.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Cisneros (1436-1517). Cardenal español. Regente del trono de España y confesor de la Reina Isabel la Católica. El Cardenal Cisneros inició la reforma de la Iglesia en España, adelantándose a la que, años después, comenzaría el Concilio de Trento para toda la cristiandad. Fueron notorios el temple y la energía de su carácter.

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