La Virgen

El amor a nuestra Madre será soplo que encienda en lumbre viva las brasas de virtudes que están ocultas en el rescoldo de tu tibieza.

Ama a la Señora. Y Ella te obtendrá gracia abundante para vencer en esta lucha cotidiana. —Y no servirán de nada al maldito esas cosas perversas, que suben y suben, hirviendo dentro de ti, hasta querer anegar con su podredumbre bienoliente los grandes ideales, los mandatos sublimes que Cristo mismo ha puesto en tu corazón. —«Serviam!»

Sé de María y serás nuestro.

A Jesús siempre se va y se «vuelve» por María.

¡Cómo gusta a los hombres que les recuerden su parentesco con personajes de la literatura, de la política, de la milicia, de la Iglesia!...

—Canta ante la Virgen Inmaculada, recordándole:

Dios te salve, María, hija de Dios Padre: Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo: Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo... ¡Más que tú, sólo Dios!

Di: Madre mía —tuya, porque eres suyo por muchos títulos—, que tu amor me ate a la Cruz de tu Hijo: que no me falte la Fe, ni la valentía, ni la audacia, para cumplir la voluntad de nuestro Jesús.

Todos los pecados de tu vida parece como si se pusieran de pie. —No desconfíes. —Por el contrario, llama a tu Madre Santa María, con fe y abandono de niño. Ella traerá el sosiego a tu alma.

María Santísima, Madre de Dios, pasa inadvertida, como una más entre las mujeres de su pueblo.

—Aprende de Ella a vivir con «naturalidad».

Lleva sobre tu pecho el santo escapulario del Carmen. —Pocas devociones —hay muchas y muy buenas devociones marianas— tienen tanto arraigo entre los fieles, y tantas bendiciones de los Pontífices. —Además ¡es tan maternal ese privilegio sabatino!

Cuando te preguntaron qué imagen de la Señora te daba más devoción, y contestaste —como quien lo tiene bien experimentado— que todas, comprendí que eras un buen hijo: por eso te parecen bien —me enamoran, dijiste— todos los retratos de tu Madre.

María, Maestra de oración. —Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. —Y cómo logra.

—Aprende.

Soledad de María. ¡Sola! —Llora, en desamparo.

—Tú y yo debemos acompañar a la Señora, y llorar también: porque a Jesús le cosieron al madero, con clavos, nuestras miserias.

La Virgen Santa María, Madre del Amor Hermoso, aquietará tu corazón, cuando te haga sentir que es de carne, si acudes a Ella con confianza.

El amor a la Señora es prueba de buen espíritu, en las obras y en las personas singulares.

—Desconfía de la empresa que no tenga esa señal.

La Virgen Dolorosa. Cuando la contemples, ve su Corazón: es una Madre con dos hijos, frente a frente: Él... y tú.

¡Qué humildad, la de mi Madre Santa María! —No la veréis entre las palmas de Jerusalén, ni —fuera de las primicias de Caná— a la hora de los grandes milagros.

—Pero no huye del desprecio del Gólgota: allí está, «juxta crucem Jesu» —junto a la cruz de Jesús, su Madre.

Admira la reciedumbre de Santa María: al pie de la Cruz, con el mayor dolor humano —no hay dolor como su dolor—, llena de fortaleza.

—Y pídele de esa reciedumbre, para que sepas también estar junto a la Cruz.

¡María, Maestra del sacrificio escondido y silencioso!

—Vedla, casi siempre oculta, colaborar con el Hijo: sabe y calla.

¿Veis con qué sencillez? —«Ecce ancilla!...» —Y el Verbo se hizo carne.

—Así obraron los santos: sin espectáculo. Si lo hubo, fue a pesar de ellos.

«Ne timeas, Maria!» —¡No temas, María!... —Se turbó la Señora ante el Arcángel.

—¡Para que yo quiera echar por la borda esos detalles de modestia, que son salvaguarda de mi pureza!

¡Oh Madre, Madre!: con esa palabra tuya —«fiat»— nos has hecho hermanos de Dios y herederos de su gloria. —¡Bendita seas!

Antes, solo, no podías... —Ahora, has acudido a la Señora, y, con Ella, ¡qué fácil!

Confía. —Vuelve. —Invoca a la Señora y serás fiel.

¿Que por momentos te faltan las fuerzas? —¿Por qué no se lo dices a tu Madre: «consolatrix afflictorum, auxilium christianorum..., Spes nostra, Regina apostolorum»?

¡Madre! —Llámala fuerte, fuerte. —Te escucha, te ve en peligro quizá, y te brinda, tu Madre Santa María, con la gracia de su Hijo, el consuelo de su regazo, la ternura de sus caricias: y te encontrarás reconfortado para la nueva lucha.

Referencias a la Sagrada Escritura
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