Caridad

Cuando hayas terminado tu trabajo, haz el de tu hermano, ayudándole, por Cristo, con tal delicadeza y naturalidad que ni el favorecido se dé cuenta de que estás haciendo más de lo que en justicia debes.

—¡Esto sí que es fina virtud de hijo de Dios!

Te duelen las faltas de caridad del prójimo para ti. ¿Cuánto dolerán a Dios tus faltas de caridad —de Amor— para Él?

No admitas un mal pensamiento de nadie, aunque las palabras u obras del interesado den pie para juzgar así razonablemente.

No hagas crítica negativa: cuando no puedes alabar, cállate.

Nunca hables mal de tu hermano, aunque tengas sobrados motivos. —Ve primero al Sagrario, y luego ve al Sacerdote, tu padre, y desahoga también tu pena con él.

—Y con nadie más.

La murmuración es roña que ensucia y entorpece el apostolado. —Va contra la caridad, resta fuerzas, quita la paz, y hace perder la unión con Dios.

Si eres tan miserable, ¿cómo te extraña que los demás tengan miserias?

Después de ver en qué se emplean, ¡íntegras!, muchas vidas (lengua, lengua, lengua con todas sus consecuencias), me parece más necesario y más amable el silencio. —Y entiendo muy bien que pidas cuenta, Señor, de la palabra ociosa.

Es más fácil decir que hacer. —Tú..., que tienes esa lengua tajante —de hacha—, ¿has probado alguna vez, por casualidad siquiera, a hacer «bien» lo que, según tu «autorizada» opinión, hacen los otros menos bien?

Eso se llama: susurración, murmuración, trapisonda, enredo, chisme, cuento, insidia..., ¿calumnia?, ¿vileza?

—Es difícil que la «función de criterio», de quien no tiene por qué ejercitarla, no acabe en «faena de comadres».

¡Cuánto duele a Dios y cuánto daña a muchas almas —y cuánto puede santificar a otras— la injusticia de los «justos»!

No queramos juzgar. —Cada uno ve la cosas desde su punto de vista... y con su entendimiento, bien limitado casi siempre, y oscuros o nebulosos, con tinieblas de apasionamiento, sus ojos, muchas veces.

Además, lo mismo que la de esos pintores modernistas, es la visión de ciertas personas tan subjetiva y tan enfermiza, que trazan unos rasgos arbitrarios asegurándonos que son nuestro retrato, nuestra conducta...

¡Qué poco valen los juicios de los hombres! —No juzguéis sin tamizar vuestro juicio en la oración.

Esfuérzate, si es preciso, en perdonar siempre a quienes te ofendan, desde el primer instante, ya que, por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te ha perdonado Dios a ti.

¿Murmuras? —Pierdes, entonces, el buen espíritu y, si no aprendes a callar, cada palabra es un paso que te acerca a la puerta de salida de esa empresa apostólica en la que trabajas.

No juzguéis sin oír a las dos partes. —Muy fácilmente, aun las personas que se tienen por piadosas, se olvidan de esta norma de prudencia elemental.

¿Sabes el daño que puedes ocasionar al tirar lejos una piedra si tienes los ojos vendados?

—Tampoco sabes el perjuicio que puedes producir, a veces grave, al lanzar frases de murmuración, que te parecen levísimas, porque tienes los ojos vendados por la desaprensión o por el acaloramiento.

Hacer crítica, destruir, no es difícil: el último peón de albañilería sabe hincar su herramienta en la piedra noble y bella de una catedral.

—Construir: esta es la labor que requiere maestros.

¿Quién eres tú para juzgar el acierto del superior? —¿No ves que él tiene más elementos de juicio que tú; más experiencia; más rectos, sabios y desapasionados consejeros; y, sobre todo, más gracia, una gracia especial, gracia de estado, que es luz y ayuda poderosa de Dios?

Esos choques con el egoísmo del mundo te harán estimar en más la caridad fraternal de los tuyos.

Tu caridad es... presuntuosa. —Desde lejos, atraes: tienes luz. —De cerca, repeles: te falta calor. —¡Qué lástima!

«Frater qui adjuvatur a fratre quasi civitas firma» —El hermano ayudado por su hermano es tan fuerte como una ciudad amurallada.

—Piensa un rato y decídete a vivir la fraternidad que siempre te recomiendo.

Si no te veo practicar la bendita fraternidad, que de continuo te predico, te recordaré aquellas palabras entrañables de San Juan: «Filioli mei, non diligamus verbo neque lingua, sed opere et veritate» —Hijitos míos, no amemos con la palabra o con la lengua, sino con obras y de verdad.

¡Poder de la caridad! —Vuestra mutua flaqueza es también apoyo que os sostiene derechos en el cumplimiento del deber si vivís vuestra fraternidad bendita: como mutuamente se sostienen, apoyándose, los naipes.

Más que en «dar», la caridad está en «comprender». —Por eso busca una excusa para tu prójimo —las hay siempre—, si tienes el deber de juzgar.

¿Sabes que aquella persona está en peligro para su alma? —Desde lejos, con tu vida de unión, puedes serle ayuda eficaz. —¡Hala, pues!, y no te intranquilices.

Esas desazones que sientes por tus hermanos me parecen bien: son prueba de vuestra mutua caridad. —Procura, sin embargo, que tus desazones no degeneren en inquietud.

De ordinario, la gente es muy poco generosa con su dinero —me escribes—. Conversación, entusiasmos bulliciosos, promesas, planes. —A la hora del sacrificio, son pocos los que «arriman el hombro». Y, si dan, ha de ser con una diversión interpuesta —baile, tómbola, cine, velada— o anuncio y lista de donativos en la prensa.

—Triste es el cuadro, pero tiene excepciones: sé tú también de los que no dejan que su mano izquierda, cuando dan limosna, sepa lo que hace la derecha.

Libros. —Extendí la mano, como un pobrecito de Cristo, y pedí libros. ¡Libros!, que son alimento, para la inteligencia católica, apostólica y romana de muchos jóvenes universitarios.

—Extendí la mano, como un pobrecito de Cristo... ¡y me llevé cada chasco!

—¿Por qué no entienden, Jesús, la honda caridad cristiana de esa limosna, más eficaz que dar pan de buen trigo?

Eres excesivamente candoroso. —¡Que son pocos los que practican la caridad! —Que tener caridad no es dar ropa vieja o monedas de cobre...

—Y me cuentas tu caso y tu desilusión.

—Sólo se me ocurre esto: vamos tú y yo a dar y a darnos sin tacañería. Y evitaremos que quienes nos traten adquieran tu triste experiencia.

«Saludad a todos los santos. Todos los santos os saludan. A todos los santos que viven en Éfeso. A todos los santos en Cristo Jesús, que están en Filipos» —¿Verdad que es conmovedor ese apelativo —¡santos!— que empleaban los primeros fieles cristianos para denominarse entre sí?

—Aprende a tratar a tus hermanos.

Referencias a la Sagrada Escritura
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