El Opus Dei: una institución que promueve la búsqueda de la santidad en el mundo

Entrevista realizada por Enrico Zuppi y Antonino Fugardi, director y redactor, respectivamente, de L’Osservatore della Domenica. Publicada en tres entregas los días 19 y 26 de mayo y 2 de junio de 1968.


El Opus Dei ocupa un papel de primer plano en el proceso moderno de evolución del laicado; querríamos, por eso, preguntarle, antes que nada, cuáles son, en su opinión, las características más notables de este proceso.

He pensado siempre que la característica fundamental del proceso de evolución del laicado es la toma de conciencia de la dignidad de la vocación cristiana. La llamada de Dios, el carácter bautismal y la gracia, hacen que cada cristiano pueda y deba encarnar plenamente la fe. Cada cristiano debe ser alter Christus, ipse Christus, presente entre los hombres. El Santo Padre lo ha dicho de una manera inequívoca: «Es necesario volver a dar toda su importancia al hecho de haber recibido el santo Bautismo, es decir, de haber sido injertado, mediante ese sacramento, en el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia... El ser cristiano, el haber recibido el Bautismo, no debe ser considerado como indiferente o sin valor, sino que debe marcar profunda y dichosamente la conciencia de todo bautizado» (Enc. Ecclesiam suam, parte I).

Esto trae consigo una visión más honda de la Iglesia, como comunidad formada por todos los fieles, de modo que todos somos solidarios de una misma misión, que cada uno debe realizar según sus personales circunstancias. Los laicos, gracias a los impulsos del Espíritu Santo, son cada vez más conscientes de ser Iglesia, de tener una misión específica, sublime y necesaria, puesto que ha sido querida por Dios. Y saben que esa misión depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la Jerarquía, aunque es evidente que deberán realizarla en unión con la Jerarquía eclesiástica y según las enseñanzas del Magisterio: sin unión con el Cuerpo episcopal y con su cabeza, el Romano Pontífice, no puede haber, para un católico, unión con Cristo.

El modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano. El testimonio de vida cristiana, la palabra que ilumina en nombre de Dios, y la acción responsable, para servir a los demás contribuyendo a la resolución de los problemas comunes, son otras tantas manifestaciones de esa presencia con la que el cristiano corriente cumple su misión divina.

Desde hace muchísimos años, desde la misma fecha fundacional del Opus Dei, he meditado y he hecho meditar unas palabras de Cristo que nos relata San Juan: Et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Ioan 12, 32). Cristo, muriendo en la Cruz, atrae a sí la Creación entera, y, en su nombre, los cristianos, trabajando en medio del mundo, han de reconciliar todas las cosas con Dios, colocando a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas.

Quisiera añadir que, junto a esta toma de conciencia de los laicos, se está produciendo un análogo desarrollo de la sensibilidad de los pastores. Se dan cuenta de lo específico de la vocación laical, que debe ser promovida y favorecida mediante una pastoral que lleve a descubrir en medio del Pueblo de Dios el carisma de la santidad y del apostolado, en las infinitas y diversísimas formas en las que Dios lo concede.

Esta nueva pastoral es muy exigente, pero, a mi juicio, absolutamente necesaria. Requiere el don sobrenatural del discernimiento de espíritus, la sensibilidad para las cosas de Dios, la humildad de no imponer las propias preferencias y de servir a lo que Dios promueve en las almas. En una palabra: el amor a la legítima libertad de los hijos de Dios, que encuentran a Cristo y son hechos portadores de Cristo, recorriendo caminos entre sí muy diversos, pero todos igualmente divinos.

Uno de los mayores peligros que amenazan hoy a la Iglesia podría ser precisamente el de no reconocer esas exigencias divinas de la libertad cristiana, y, dejándose llevar por falsas razones de eficacia, pretender imponer una uniformidad a los cristianos. En la raíz de esas actitudes hay algo no sólo legítimo, sino encomiable: el deseo de que la Iglesia dé un testimonio tal, que conmueva al mundo moderno. Mucho me temo, sin embargo, que el camino sea equivocado y que lleve, por una parte, a comprometer a la Jerarquía en cuestiones temporales, cayendo en un clericalismo diverso pero tan nefando como el de los siglos pasados; y, por otra, a aislar a los laicos, a los cristianos corrientes, del mundo en el que viven, para convertirlos en portavoces de decisiones o ideas concebidas fuera de ese mundo.

Me parece que a los sacerdotes se nos pide la humildad de aprender a no estar de moda, de ser realmente siervos de los siervos de Dios —acordándonos de aquel grito del Bautista: illum oportet crescere, me autem minui (Ioan 3, 30); conviene que Cristo crezca y que yo disminuya—, para que los cristianos corrientes, los laicos, hagan presente, en todos los ambientes de la sociedad, a Cristo. La misión de dar doctrina, de ayudar a penetrar en las exigencias personales y sociales del Evangelio, de mover a discernir los signos de los tiempos, es y será siempre una de las tareas fundamentales del sacerdote. Pero toda labor sacerdotal debe llevarse a cabo dentro del mayor respeto a la legítima libertad de las conciencias: cada hombre debe libremente responder a Dios. Por lo demás, todo católico, además de esa ayuda del sacerdote, tiene también luces propias que recibe de Dios, gracia de estado para llevar adelante la misión específica que, como hombre y como cristiano, ha recibido.

Quien piense que, para que la voz de Cristo se haga oír en el mundo de hoy, es necesario que el clero hable o se haga siempre presente, no ha entendido bien aún la dignidad de la vocación divina de todos y de cada uno de los fieles cristianos.

En este marco, ¿cuál es la tarea que ha desarrollado y desarrolla el Opus Dei? ¿Qué relaciones de colaboración mantienen los socios con otras organizaciones que trabajan en este campo?

No me corresponde a mí dar un juicio histórico sobre lo que, por gracia de Dios, el Opus Dei ha hecho. Sólo he de afirmar que la finalidad, a la que el Opus Dei aspira, es favorecer la búsqueda de la santidad y el ejercicio del apostolado por parte de los cristianos que viven en medio del mundo, cualquiera que sea su estado o condición.

La Obra ha nacido para contribuir a que esos cristianos, insertos en el tejido de la sociedad civil —con su familia, sus amistades, su trabajo profesional, sus aspiraciones nobles—, comprendan que su vida, tal y como es, puede ser ocasión de un encuentro con Cristo: es decir, que es un camino de santidad y de apostolado. Cristo está presente en cualquier tarea humana honesta: la vida de un cristiano corriente —que quizá a alguno parezca vulgar y mezquina— puede y debe ser una vida santa y santificante.

En otras palabras: para seguir a Cristo, para servir a la Iglesia, para ayudar a los demás hombres a reconocer su destino eterno, no es indispensable abandonar el mundo o alejarse de él, ni tampoco hace falta dedicarse a una actividad eclesiástica; la condición necesaria y suficiente es la de cumplir la misión que Dios ha encomendado a cada uno, en el lugar y en el ambiente queridos por su Providencia.

Y como la mayor parte de los cristianos recibe de Dios la misión de santificar el mundo desde dentro, permaneciendo en medio de las estructuras temporales, el Opus Dei se dedica a hacerles descubrir esa misión divina, mostrándoles que la vocación humana —la vocación profesional, familiar y social— no se opone a la vocación sobrenatural: antes al contrario, forma parte integrante de ella.

El Opus Dei tiene como misión única y exclusiva la difusión de este mensaje —que es un mensaje evangélico— entre todas las personas que viven y trabajan en el mundo, en cualquier ambiente o profesión. Y a quienes entienden este ideal de santidad, la Obra facilita los medios espirituales y la formación doctrinal, ascética y apostólica, necesaria para realizarlo en la propia vida.

Los socios del Opus Dei no actúan en grupo, sino individualmente, con libertad y responsabilidad personales. No es por eso el Opus Dei una organización cerrada, o que de algún modo reúna a sus socios para aislarlos de los demás hombres. Las labores corporativas, que son las únicas que dirige la Obra1, están abiertas a todo tipo de personas, sin discriminación de ninguna clase: ni social, ni cultural, ni religiosa. Y los socios, precisamente porque deben santificarse en el mundo, colaboran siempre con todas las personas, con las que están en relación por su trabajo y por su participación en la vida cívica.

Forma parte esencial del espíritu cristiano no sólo vivir en unión con la Jerarquía ordinaria —Romano Pontífice y Episcopado—, sino también sentir la unidad con los demás hermanos en la fe. Desde muy antiguo he pensado que uno de los mayores males de la Iglesia en estos tiempos, es el desconocimiento que muchos católicos tienen de lo que hacen y opinan los católicos de otros países o de otros ámbitos sociales. Es necesario actualizar esa fraternidad, que tan hondamente vivían los primeros cristianos. Así nos sentiremos unidos, amando al mismo tiempo la variedad de las vocaciones personales; y se evitarán no pocos juicios injustos y ofensivos, que determinados pequeños grupos propagan —en nombre del catolicismo—, en contra de sus hermanos en la fe, que obran en realidad rectamente y con sacrificio, atendidas las circunstancias particulares de su país.

Es importante que cada uno procure ser fiel a la propia llamada divina, de tal manera que no deje de aportar a la Iglesia lo que lleva consigo el carisma recibido de Dios. Lo propio de los socios del Opus Dei —cristianos corrientes— es santificar el mundo desde dentro, participando en las más diversas tareas humanas. Como su pertenencia a la Obra no cambia en nada su posición en el mundo, colaboran, de la manera adecuada en cada caso, en las celebraciones religiosas colectivas, en la vida parroquial, etc. También en este sentido son ciudadanos corrientes, que quieren ser buenos católicos.

Sin embargo, los socios de la Obra no se suelen dedicar, de ordinario, a trabajar en actividades confesionales. Sólo en casos de excepción, cuando lo pide expresamente la Jerarquía, algún miembro de la Obra colabora en labores eclesiásticas. No hay en esa actitud ningún deseo de distinguirse, ni menos aún de desconsideración por las labores confesionales, sino tan sólo la decisión de ocuparse de lo que es propio de la vocación al Opus Dei. Hay ya muchos religiosos y clérigos, y también muchos laicos llenos de celo, que llevan adelante esas actividades, dedicando a ellas sus mejores esfuerzos.

Lo propio de los socios de la Obra, la tarea a la que se saben llamados por Dios es otra. Dentro de la llamada universal a la santidad, el miembro del Opus Dei recibe además una llamada especial, para dedicarse libre y responsablemente a buscar la santidad y hacer apostolado en medio del mundo, comprometiéndose a vivir un espíritu específico y a recibir, a lo largo de toda su vida, una formación peculiar. Si desatendieran su trabajo en el mundo, para ocuparse de las labores eclesiásticas, harían ineficaces los dones divinos recibidos, y por la ilusión de una eficacia pastoral inmediata producirían un daño real a la Iglesia: porque no habría tantos cristianos dedicados a santificarse en todas las profesiones y oficios de la sociedad civil, en el campo inmenso del trabajo secular.

Además, la necesidad exigente de la continua formación profesional y de la formación religiosa, junto con el tiempo dedicado personalmente a la piedad, a la oración y al cumplimiento sacrificado de los deberes de estado, coge toda la vida: no hay horas libres.

Sabemos que pertenecen al Opus Dei hombres y mujeres de todas las condiciones sociales, solteros o casados. ¿Cuál es pues el elemento común que caracteriza la vocación a la Obra? ¿Qué compromisos asume cada socio para realizar los fines del Opus Dei?

Voy a decírselo en pocas palabras: buscar la santidad en medio del mundo, en mitad de la calle. Quien recibe de Dios la vocación específica al Opus Dei sabe y vive que debe alcanzar la santidad en su propio estado, en el ejercicio de su trabajo, manual o intelectual. He dicho sabe y vive, porque no se trata de aceptar un simple postulado teórico, sino de realizarlo día a día, en la vida ordinaria.

Querer alcanzar la santidad —a pesar de los errores y de las miserias personales, que durarán mientras vivamos— significa esforzarse, con la gracia de Dios, en vivir la caridad, plenitud de la ley y vínculo de la perfección. La caridad no es algo abstracto; quiere decir entrega real y total al servicio de Dios y de todos los hombres; de ese Dios, que nos habla en el silencio de la oración y en el rumor del mundo; de esos hombres, cuya existencia se entrecruza con la nuestra.

Viviendo la caridad —el Amor— se viven todas las virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano, que forman una unidad y que no se pueden reducir a enumeraciones exhaustivas. La caridad exige que se viva la justicia, la solidaridad, la responsabilidad familiar y social, la pobreza, la alegría, la castidad, la amistad...

Se ve en seguida que la práctica de estas virtudes lleva al apostolado. Es más: es ya apostolado. Porque, al procurar vivir así en medio del trabajo diario, la conducta cristiana se hace buen ejemplo, testimonio, ayuda concreta y eficaz; se aprende a seguir las huellas de Cristo que coepit facere et docere (Act 1, 1), que empezó a hacer y a enseñar, uniendo al ejemplo la palabra. Por eso he llamado a este trabajo, desde hace cuarenta años, apostolado de amistad y de confidencia.

Todos los socios del Opus Dei tienen este mismo afán de santidad y de apostolado. Por eso, en la Obra, no hay grados o categorías de miembros. Lo que hay es una multiplicidad de situaciones personales —la situación que cada uno tiene en el mundo— a la que se acomoda la misma y única vocación específica y divina: la llamada a entregarse, a empeñarse personalmente, libremente y responsablemente, en el cumplimiento de la voluntad de Dios manifestada para cada uno de nosotros.

Como puede ver, el fenómeno pastoral del Opus Dei es algo que nace desde abajo, es decir, desde la vida corriente del cristiano que vive y trabaja junto a los demás hombres. No está en la línea de una mundanización —desacralización— de la vida monástica o religiosa; no es el último estadio del acercamiento de los religiosos al mundo.

El que recibe la vocación al Opus Dei adquiere una nueva visión de las cosas que tiene alrededor: luces nuevas en sus relaciones sociales, en su profesión, en sus preocupaciones, en sus tristezas y en sus alegrías. Pero ni por un momento deja de vivir en medio de todo eso; y no cabe en modo alguno hablar de adaptación al mundo, o a la sociedad moderna: nadie se adapta a lo que tiene como propio; en lo que se tiene como propio se está. La vocación recibida es igual a la que surgía en el alma de aquellos pescadores, campesinos, comerciantes o soldados que sentados cerca de Jesucristo en Galilea, le oían decir: Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48).

Repito que esta perfección —que busca el socio del Opus Dei— es la perfección propia del cristiano, sin más: es decir, aquella a la que todo cristiano está llamado y que supone vivir íntegramente las exigencias de la fe. No nos interesa la perfección evangélica, que se considera propia de los religiosos y de algunas instituciones asimiladas a los religiosos; y mucho menos nos interesa la llamada vida de perfección evangélica, que se refiere canónicamente al estado religioso.

El camino de la vocación religiosa me parece bendito y necesario en la Iglesia, y no tendría el espíritu de la Obra el que no lo estimara. Pero ese camino no es el mío, ni el de los socios del Opus Dei. Se puede decir que, al venir al Opus Dei, todos y cada uno de sus socios lo han hecho con la condición explícita de no cambiar de estado. La característica específica nuestra, es santificar el propio estado en el mundo, y santificarse cada uno de los socios en el lugar de su encuentro con Cristo: éste es el compromiso que asume cada socio, para realizar los fines del Opus Dei.

¿Cómo está organizado el Opus Dei?

Si la vocación a la Obra, como acabo de decirle, encuentra al hombre o a la mujer en su vida normal en medio de su trabajo, comprenderá que el Opus Dei no se edifique sobre comités, asambleas, encuentros, etc. Alguna vez, ante el asombro de alguno, he llegado a decir que el Opus Dei, en ese sentido, es una organización desorganizada. La mayoría de los socios —la casi totalidad— viven por su cuenta, en el lugar donde vivirían si no fuesen del Opus Dei: en su casa, con su familia, en el sitio en el que desarrollan su trabajo.

Y allí donde está, cada miembro de la Obra cumple el fin del Opus Dei: procurar ser santo, haciendo de su vida un apostolado diario, corriente, menudo si se quiere, pero perseverante y divinamente eficaz. Esto es lo importante: y para alimentar esta vida de santidad y de apostolado, cada uno recibe del Opus Dei la ayuda espiritual necesaria, el consejo, la orientación. Pero sólo en lo estrictamente espiritual. En todo lo demás —en su trabajo, en sus relaciones sociales, etc.— cada uno actúa como desea, sabiendo que ése no es un terreno neutro, sino materia santificante, santificable y medio de apostolado.

Así, todos viven su propia vida, con las consecuentes relaciones y obligaciones, y acuden a la Obra para recibir ayuda espiritual. Esto exige una cierta estructura, pero siempre muy reducida: se ponen los medios oportunos para que sea la estrictamente indispensable. Se organiza una formación religiosa doctrinal —que dura toda la vida—, y que conduce a una piedad activa, sincera y auténtica, y a un encendimiento que lleva consigo necesariamente la oración continua del contemplativo y la tarea apostólica personal y responsable, exenta de fanatismos de cualquier clase.

Todos los socios, saben, además, dónde pueden encontrar a un sacerdote de la Obra, con el que tratar las cuestiones de conciencia. Algunos miembros —muy pocos en comparación con el total—, para dirigir una labor apostólica o para atender la asistencia espiritual de los demás, viven juntos, formando un hogar corriente de familia cristiana, y siguen trabajando al mismo tiempo en su respectiva profesión.

Existe en cada país un gobierno regional, siempre de carácter colegial, presidido por un Consiliario; y un gobierno central —formado por profesionales de muy diversa nacionalidad—, con sede en Roma. El Opus Dei está estructurado en dos Secciones, una para varones y otra para mujeres, que son absolutamente independientes, hasta constituir dos asociaciones distintas, unidas solamente en la persona del Presidente General2.

Espero que haya quedado claro qué quiere decir organización desorganizada: que se da primacía al espíritu sobre la organización, que la vida de los socios no se encorseta en consignas, planes y reuniones. Cada uno está suelto, unido a los demás por un común espíritu y un común deseo de santidad y de apostolado, y procura santificar su propia vida ordinaria.

Algunos han hablado a veces del Opus Dei como de una organización de aristocracia intelectual, que desea penetrar en los ambientes políticos, económicos y culturales de mayor relieve, para controlarlos desde dentro, aunque con fines buenos. ¿Es cierto?

Casi todas las instituciones que han traído un mensaje nuevo, o que se han esforzado por servir seriamente a la humanidad viviendo plenamente el cristianismo, han sufrido la incomprensión, sobre todo en los comienzos. Esto es lo que explica que, al principio, algunos no entendieran la doctrina sobre el apostolado de los laicos que vivía y proclamaba el Opus Dei.

Debo decir también —aunque no me gusta hablar de estas cosas— que en nuestro caso no faltó además una campaña organizada y perseverante de calumnias. Hubo quienes dijeron que trabajábamos secretamente —esto quizá lo hacían ellos—, que queríamos ocupar puestos elevados, etc. Le puedo decir, concretamente, que esta campaña la inició, hace aproximadamente treinta años, un religioso español que luego dejó su orden y la Iglesia, contrajo matrimonio civil, y ahora es pastor protestante.

La calumnia, una vez lanzada, continúa viviendo por inercia durante algún tiempo: porque hay quien escribe sin informarse, y porque no todos son como los periodistas competentes, que no se creen infalibles, y tienen la nobleza de rectificar cuando comprueban la verdad. Y eso es lo que ha sucedido, aunque estas calumnias están desmentidas por una realidad que todo el mundo ha podido comprobar, aparte que ya a primera vista resultan increíbles. Baste decir que las habladurías, a las que usted se ha referido, no hacen relación más que a España; y, desde luego, pensar que una institución internacional como el Opus Dei gravite en torno a los problemas de un solo país, demuestra pequeñez de miras, provincialismo.

Por otra parte, la mayoría de los socios del Opus Dei —en España y en todos los países— son amas de casa, obreros, pequeños comerciantes, oficinistas, campesinos, etc.; es decir, personas con tareas sin especial peso político o social. Que haya un gran número de obreros socios del Opus Dei no llama la atención; que haya algún político, sí. En realidad, para mí es tan importante la vocación al Opus Dei de un mozo de estación como la de un dirigente de empresa. La vocación la da Dios, y en las obras de Dios no caben discriminaciones, y menos si son demagógicas.

Quienes al ver a los miembros del Opus Dei trabajando en los más diversos campos de la actividad humana, no piensan sino en supuestas influencias y controles, demuestran tener una pobre concepción de la vida cristiana. El Opus Dei no domina ni pretende dominar ninguna actividad temporal; quiere sólo difundir un mensaje evangélico: que Dios pide que todos los hombres, que viven en el mundo, le amen y le sirvan tomando ocasión precisamente de sus actividades terrenas. En consecuencia, los socios de la Obra, que son cristianos corrientes, trabajan donde y como les parece oportuno: la Obra sólo se ocupa de ayudarles espiritualmente, para que actúen siempre con conciencia cristiana.

Pero hablemos concretamente del caso de España. Los pocos socios del Opus Dei que, en este país, trabajan en puestos de trascendencia social o intervienen en la vida pública, lo hacen —como en todas las demás naciones— con libertad y responsabilidad personales, obrando cada uno según su conciencia. Esto explica que en la práctica hayan adoptado posturas diversas y, en tantas ocasiones, opuestas.

Quiero advertir, además, que hablar de presencia de personas que pertenecen al Opus Dei en la política española, como si constituyera un fenómeno especial, es una deformación de la realidad que desemboca en la calumnia. Porque los socios del Opus Dei que actúan en la vida pública española son una minoría en comparación con el total de católicos que intervienen activamente en este sector. Siendo católica la casi totalidad de la población española, es estadísticamente lógico que sean católicos quienes participen en la vida política. Más aún, en todos los niveles de la administración pública española —desde los ministros hasta los alcaldes— abundan los católicos provenientes de las más diversas asociaciones de fieles: algunas ramas de la Acción Católica, la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, cuyo primer presidente fue el hoy cardenal Herrera, las Congregaciones Marianas, etc.

No quiero extenderme más sobre este asunto, pero aprovecho la ocasión para declarar una vez más que el Opus Dei no está vinculado a ningún país, a ningún régimen, a ninguna tendencia política, a ninguna ideología. Y que sus socios obran siempre, en las cuestiones temporales, con plena libertad, sabiendo asumir sus propias responsabilidades, y abominan de todo intento de servirse de la religión en beneficio de posturas políticas y de intereses de partido.

Las cosas sencillas son a veces difíciles de explicar. Por eso me he alargado un poco al responder a su pregunta. Conste, de todos modos, que las habladurías que comentábamos son ya cosa pasada. Esas calumnias están desde hace tiempo totalmente descalificadas: ya no las cree nadie. Nosotros, desde el primer momento, hemos actuado siempre a la luz del día —no había ningún motivo para obrar de otra manera—, explicando con claridad la naturaleza y los fines de nuestro apostolado, y todos los que han querido han podido conocer la realidad. De hecho, son muchísimas las personas —católicos y no católicos, cristianos y no cristianos— que ven con cariño y estima nuestra labor, y colaboran.

Por otra parte, el progreso de la historia de la Iglesia ha llevado a superar un cierto clericalismo, que tiende a desfigurar todo lo que se refiere a los laicos, atribuyéndoles segundas intenciones. Se ha hecho más fácil, ahora, entender que lo que el Opus Dei vivía y proclamaba era ni más ni menos que esto: la vocación divina del cristiano corriente, con un empeño sobrenatural preciso.

Espero que llegue un momento en el que la frase los católicos penetran en los ambientes sociales se deje de decir, y que todos se den cuenta de que es una expresión clerical. En cualquier caso, no se aplica para nada al apostolado del Opus Dei. Los socios de la Obra no tienen necesidad de penetrar en las estructuras temporales, por el simple hecho de que son ciudadanos corrientes, iguales a los demás, y por tanto ya estaban allí.

Si Dios llama al Opus Dei a una persona que trabaja en una fábrica, o en un hospital, o en el parlamento, quiere decir que, en adelante, esa persona estará decidida a poner los medios para santificar, con la gracia de Dios, esa profesión. No es más que la toma de conciencia de las exigencias radicales del mensaje evangélico, con arreglo a la vocación específica recibida.

Pensar que esa toma de conciencia signifique dejar la vida normal, es una idea legítima sólo para quienes reciben de Dios la vocación religiosa, con su contemptus mundi, con el desprecio o la desestima de las cosas del mundo; pero querer hacer de este abandono del mundo la esencia o la culminación del cristianismo es claramente una enormidad.

No es, pues, el Opus Dei el que introduce a sus socios en determinados ambientes; ya estaban allí, repito, y no tienen por qué salir. Además, las vocaciones al Opus Dei —que surgen de la gracia de Dios y de ese apostolado de amistad y de confidencia, del que antes hablaba— se dan en todos los ambientes.

Tal vez esa misma sencillez de la naturaleza y modo de obrar del Opus Dei sea una dificultad para quienes estén llenos de complicaciones, y parecen incapacitados para entender nada genuino y recto.

Naturalmente, siempre habrá quien no comprenda la esencia del Opus Dei, y esto no nos extraña, porque ya previno de estas dificultades el Señor a los suyos, comentándoles que non est discipulus super Magistrum (Mt 10, 24), no es el discípulo más que el Maestro. Nadie puede pretender que todos le aprecien, aunque sí tiene el derecho a que todos le respeten como persona y como hijo de Dios. Por desgracia, hay fanáticos que quieren imponer totalitariamente sus ideas, y éstos nunca captarán el amor que los socios del Opus Dei tienen a la libertad personal de los demás, y después a la propia libertad personal, siempre con personal responsabilidad.

Recuerdo una anécdota muy gráfica. En cierta ciudad de la que no sería delicado decir el nombre, el Ayuntamiento estaba deliberando la oportunidad de conceder una ayuda económica a una labor educativa dirigida por socios del Opus Dei, que como todas las obras corporativas que la Obra lleva a cabo tiene una función clara de utilidad social. La mayoría de los concejales estaban a favor de esa ayuda. Explicando las razones de esta postura, uno de ellos, socialista, comentaba que él había conocido personalmente la labor que se hacía en ese centro: «Es una actividad —dijo— que se caracteriza porque los que la dirigen son muy amigos de la libertad personal: en esa residencia viven estudiantes de todas las religiones y de todas las ideologías». Los concejales comunistas votaron en contra. Uno de ellos, explicando su voto negativo, dijo al socialista: «Me he opuesto porque, si están así las cosas, esa residencia constituye una eficaz propaganda del catolicismo».

Quien no respeta la libertad de los demás o desea oponerse a la Iglesia, no puede apreciar una labor apostólica. Pero aun en estos casos, yo, como hombre, estoy obligado a respetarle y a procurar encaminarle hacia la verdad; y, como cristiano, a amarle y a rezar por él.

Aclarado este punto, quisiera preguntarle: ¿cuáles son las características de la formación espiritual de los socios, que hacen que quede excluido cualquier tipo de interés temporal en el hecho de pertenecer al Opus Dei?

Todo interés que no sea puramente espiritual está radicalmente excluido, porque la Obra pide mucho —desprendimiento, sacrificio, abnegación, trabajo sin descanso en servicio de las almas—, y no da nada. Quiero decir que no da nada en el plano de los intereses temporales; porque en el plano de la vida espiritual da mucho: da medios para combatir y vencer en la lucha ascética, encamina por caminos de oración, enseña a tratar a Jesús como un hermano, a ver a Dios en todas las circunstancias de la vida, a sentirse hijo de Dios y, por tanto, comprometido a difundir su doctrina.

Una persona que no progrese por el camino de la vida interior, hasta comprender que vale la pena darse del todo, entregar la propia vida en servicio del Señor, no puede perseverar en el Opus Dei, porque la santidad no es una etiqueta, sino una profunda exigencia.

Por otra parte, el Opus Dei no tiene ninguna actividad de fines políticos, económicos o ideológicos: ninguna acción temporal. Sus únicas actividades son la formación sobrenatural de sus socios y las obras de apostolado, es decir, la continua atención espiritual a cada uno de sus socios, y las obras corporativas apostólicas de asistencia, de beneficencia, de educación, etc.

Los socios del Opus Dei se han unido sólo para seguir un camino de santidad, bien definido, y colaborar en determinadas obras de apostolado. Sus compromisos recíprocos excluyen cualquier tipo de interés terreno, por el simple hecho de que en este campo todos los socios del Opus Dei son libres, y por tanto cada uno va por su propio camino, con finalidades e intereses distintos y en ocasiones contrapuestos.

Como consecuencia del fin exclusivamente divino de la Obra, su espíritu es un espíritu de libertad, de amor a la libertad personal de todos los hombres. Y como ese amor a la libertad es sincero y no un mero enunciado teórico, nosotros amamos la necesaria consecuencia de la libertad: es decir, el pluralismo. En el Opus Dei el pluralismo es querido y amado, no sencillamente tolerado y en modo alguno dificultado. Cuando observo entre los socios de la Obra tantas ideas diversas, tantas actitudes distintas —con respecto a las cuestiones políticas, económicas, sociales o artísticas, etc.—, ese espectáculo me da alegría, porque es señal de que todo funciona cara a Dios como es debido.

Unidad espiritual y variedad en las cosas temporales son compatibles cuando no reina el fanatismo y la intolerancia, y, sobre todo, cuando se vive de fe y se sabe que los hombres estamos unidos no por meros lazos de simpatía o de interés, sino por la acción de un mismo Espíritu, que haciéndonos hermanos de Cristo nos conduce hacia Dios Padre.

Un verdadero cristiano no piensa jamás que la unidad en la fe, la fidelidad al Magisterio y a la Tradición de la Iglesia, y la preocupación por hacer llegar a los demás el anuncio salvador de Cristo, esté en contraste con la variedad de actitudes en las cosas que Dios ha dejado, como suele decirse, a la libre discusión de los hombres. Más aún, es plenamente consciente de que esa variedad forma parte del plan divino, es querida por Dios que reparte sus dones y sus luces como quiere. El cristiano debe amar a los demás, y por tanto respetar las opiniones contrarias a las suyas, y convivir con plena fraternidad con quienes piensan de otro modo.

Precisamente porque los socios de la Obra se han formado según este espíritu, es imposible que nadie piense en aprovecharse del hecho de pertenecer al Opus Dei para obtener ventajas personales, o para intentar imponer a los demás opciones políticas o culturales: porque los demás no lo tolerarían, y le llevarían a cambiar de actitud o a dejar la Obra. Es este un punto en el que nadie en el Opus Dei podrá permitir jamás la menor desviación, porque debe defender no sólo su libertad personal, sino la naturaleza sobrenatural de la labor a la que se ha entregado. Pienso, por eso, que la libertad y la responsabilidad personales, son la mejor garantía de la finalidad sobrenatural de la Obra de Dios.

Quizá pueda pensarse que, hasta ahora, el Opus Dei se ha visto favorecido por el entusiasmo de los primeros socios, aunque sean ya varios millares. ¿Existe alguna medida que garantice la continuidad de la Obra, contra el riesgo, connatural a toda institución, de un posible enfriamiento del fervor y del impulso iniciales?

La Obra no se basa en el entusiasmo, sino en la fe. Los años del principio —largos años— fueron muy duros, y sólo se veían dificultades. El Opus Dei salió adelante por la gracia divina, y por la oración y el sacrificio de los primeros, sin medios humanos. Sólo había juventud, buen humor y el deseo de hacer la voluntad de Dios.

Desde el principio, el arma del Opus Dei ha sido siempre la oración, la vida entregada, el silencioso renunciamiento a todo lo que es egoísmo, por servir a las almas. Como le decía antes, al Opus Dei se viene a recibir un espíritu que lleva precisamente a darlo todo, mientras se continúa trabajando profesionalmente por amor a Dios y a sus criaturas por Él.

La garantía de que no se dé un enfriamiento es que mis hijos no pierdan nunca este espíritu. Sé que las obras humanas se desgastan con el tiempo; pero esto no ocurre con las obras divinas, a no ser que los hombres las rebajen. Sólo cuando se pierde el impulso divino viene la corrupción, el decaimiento. En nuestro caso se ve clara la Providencia del Señor, que —en tan poco tiempo, cuarenta años— hace que sea recibida y actuada esta específica vocación divina, entre ciudadanos corrientes iguales a los demás, de tan diversas naciones.

El fin del Opus Dei, repito una vez más, es la santidad de cada uno de sus socios, hombres y mujeres que siguen en el lugar que ocupaban en el mundo. Si alguien no viene al Opus Dei a ser santo a pesar de los pesares —es decir, a pesar de las propias miserias, de los propios errores personales—, se irá enseguida. Pienso que la santidad llama a la santidad, y pido a Dios que en el Opus Dei no falte nunca esa convicción profunda, esta vida de fe. Como ve, no nos fiamos exclusivamente de garantías humanas o jurídicas. Las obras que Dios inspira se mueven al ritmo de la gracia. Mi única receta es ésta: ser santos, querer ser santos, con santidad personal.

¿Por qué hay sacerdotes en una institución marcadamente laical como es el Opus Dei? ¿Todo miembro del Opus Dei puede llegar a ser sacerdote, o sólo aquellos que son elegidos por los directores?

La vocación al Opus Dei puede recibirla cualquier persona que quiera santificarse en el propio estado: sea soltero, casado o viudo; sea laico o clérigo.

Por eso al Opus Dei se asocian también sacerdotes diocesanos, que siguen siendo sacerdotes diocesanos igual que antes, puesto que la Obra les ayuda a tender a la perfección cristiana propia de su estado, mediante la santificación de su trabajo ordinario, que es precisamente el ministerio sacerdotal al servicio de su propio Obispo, de la diócesis y de la Iglesia entera. También en su caso la vinculación al Opus Dei no modifica para nada su condición: continúan plenamente dedicados a las misiones que les confíe el respectivo Ordinario y a los otros apostolados y actividades que deben realizar, sin que jamás se interfiera la Obra en esas tareas; y se santifican practicando lo más perfectamente posible las virtudes propias de un sacerdote.

Además de esos sacerdotes, que se incorporan al Opus Dei después de haber recibido las sagradas órdenes, hay en la Obra otros sacerdotes seculares que reciben el sacramento del Orden después de pertenecer al Opus Dei, al que se vincularon por tanto siendo laicos, cristianos corrientes. Se trata de un número muy restringido en comparación al total de socios —no llegan al dos por ciento—, y se dedican a servir los fines apostólicos del Opus Dei con el ministerio sacerdotal, renunciando más o menos, según los casos, al ejercicio de la profesión civil que tenían. Son, en efecto, profesionales o trabajadores, llamados al sacerdocio después de haber adquirido una competencia profesional y de haber trabajado durante años en su ocupación propia: médico, ingeniero, mecánico, campesino, maestro, periodista, etc. Hacen además, con la máxima profundidad y sin prisas, los estudios en las correspondientes disciplinas eclesiásticas hasta conseguir un doctorado. Y eso sin perder la mentalidad característica del ambiente de la propia profesión civil; de modo que, cuando reciben las sagradas órdenes, son médicos-sacerdotes, abogados-sacerdotes, obreros-sacerdotes, etc.

Su presencia es necesaria para el apostolado del Opus Dei. Este apostolado lo desarrollan fundamentalmente los laicos, como ya he dicho. Cada socio procura ser apóstol en su propio ambiente de trabajo, acercando las almas a Cristo mediante el ejemplo y la palabra: el diálogo. Pero en el apostolado, al conducir a las almas por los caminos de la vida cristiana, se llega al muro sacramental. La función santificadora del laico tiene necesidad de la función santificadora del sacerdote, que administra el sacramento de la Penitencia, celebra la Eucaristía y proclama la Palabra de Dios en nombre de la Iglesia. Y como el apostolado del Opus Dei presupone una espiritualidad específica, es necesario que el sacerdote dé también un testimonio vivo de ese espíritu peculiar.

Además de ese servicio a los otros socios de la Obra, esos sacerdotes pueden realizar, y realizan de hecho, un servicio a otras muchas almas. El celo sacerdotal, que informa sus vidas, les debe llevar a no permitir que nadie pase a su lado sin recibir algo de la luz de Cristo. Más aún, el espíritu del Opus Dei, que no sabe de grupitos ni de distinciones, les impulsa a sentirse íntima y eficazmente unidos a sus hermanos los otros sacerdotes seculares: se sienten y son de hecho sacerdotes diocesanos en todas las diócesis donde trabajan, y a las que procuran servir con empeño y eficacia.

Quiero hacer notar, porque es una realidad muy importante, que esos socios laicos del Opus Dei que reciben la ordenación sacerdotal, no cambian su vocación. Cuando abrazan el sacerdocio, respondiendo libremente a la invitación de los directores de la Obra, no lo hacen con la idea de que así se unen más a Dios o tienden más eficazmente a la santidad: saben perfectamente que la vocación laical es plena y completa en sí misma, que su dedicación a Dios en el Opus Dei era desde el primer momento un camino claro para alcanzar la perfección cristiana. La ordenación sacerdotal no es, por eso, en modo alguno una especie de coronación de la vocación al Opus Dei: es una llamada que se hace a algunos, para servir de un modo nuevo a los demás. Por otra parte, en la Obra no hay dos clases de socios, clérigos y laicos: todos son y se sienten iguales, y todos viven el mismo espíritu: la santificación en el propio estado3.

Usted ha hablado con frecuencia del trabajo: ¿podría decir qué lugar ocupa el trabajo en la espiritualidad del Opus Dei?

La vocación al Opus Dei no cambia ni modifica en ningún modo la condición, el estado de vida, de quien la recibe. Y como la condición humana es el trabajo, la vocación sobrenatural a la santidad y al apostolado según el espíritu del Opus Dei, confirma la vocación humana al trabajo. La inmensa mayoría de los socios de la Obra son laicos, cristianos corrientes; su condición es la de quien tiene una profesión, un oficio, una ocupación, con frecuencia absorbente, con la que se gana la vida, mantiene a su familia, contribuye al bien común, desarrolla su personalidad.

La vocación al Opus Dei viene a confirmar todo eso; hasta el punto de que uno de los signos esenciales de esa vocación es precisamente vivir en el mundo y desempeñar allí un trabajo —contando, vuelvo a decir, con las propias imperfecciones personales— de la manera más perfecta posible, tanto desde el punto de vista humano, como desde el sobrenatural. Es decir, un trabajo que contribuya eficazmente a la edificación de la ciudad terrena —y que esté, por tanto, hecho con competencia y con espíritu de servicio— y a la consagración del mundo, y que, por tanto, sea santificador y santificado.

Quienes quieren vivir con perfección su fe y practicar el apostolado según el espíritu del Opus Dei, deben santificarse con la profesión, santificar la profesión y santificar a los demás con la profesión. Viviendo así, sin distinguirse por tanto de los otros ciudadanos, iguales a ellos, que con ellos trabajan, se esfuerzan por identificarse con Cristo, imitando sus treinta años de trabajo en el taller de Nazareth.

Porque esa tarea ordinaria es no sólo el ámbito en el que se deben santificar, sino la materia misma de su santidad: en medio de las incidencias de la jornada, descubren la mano de Dios, y encuentran estímulo para su vida de oración. El mismo quehacer profesional les pone en contacto con otras personas —parientes, amigos, colegas— y con los grandes problemas que afectan a su sociedad o al mundo entero, y les ofrece así la ocasión de vivir esa entrega al servicio de los demás que es esencial a los cristianos. Así, deben esforzarse por dar un verdadero y auténtico testimonio de Cristo, para que todos aprendan a conocer y a amar al Señor, a descubrir que la vida normal en el mundo, el trabajo de todos los días, puede ser un encuentro con Dios.

En otras palabras, la santidad y el apostolado forman una sola cosa con la vida de los socios de la Obra, y por eso el trabajo es el quicio de su vida espiritual. Su entrega a Dios se injerta en el trabajo, que desarrollaban antes de venir a la Obra y que continúan ejerciendo después.

Cuando, en los primeros años de mi actividad pastoral, empecé a predicar estas cosas, algunas personas no me entendieron, otras se escandalizaron: estaban acostumbradas a oír hablar del mundo siempre en un sentido peyorativo. El Señor me había hecho entender, y yo procuraba hacerlo entender a los demás, que el mundo es bueno, porque las obras de Dios son siempre perfectas, y que somos los hombres los que hacemos malo al mundo por el pecado.

Decía entonces, y sigo diciendo ahora, que hemos de amar el mundo, porque en el mundo encontramos a Dios, porque en los sucesos y acontecimientos del mundo Dios se nos manifiesta y se nos revela.

El mal y el bien se mezclan en la historia humana, y el cristiano deberá ser por eso una criatura que sepa discernir; pero jamás ese discernimiento le debe llevar a negar la bondad de las obras de Dios, sino, al contrario, a reconocer lo divino que se manifiesta en lo humano, incluso detrás de nuestras propias flaquezas. Un buen lema para la vida cristiana puede encontrarse en aquellas palabras del Apóstol: Todas las cosas son vuestras, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios (1 Cor 3, 22-23), para realizar así los designios de ese Dios que quiere salvar al mundo.

¿Podría darme algunos datos sobre la expansión de la Obra en estos cuarenta años de vida? ¿Cuáles son sus labores apostólicas más importantes?

He de decir, ante todo, que agradezco mucho a Dios Nuestro Señor haberme permitido ver la Obra, a sólo cuarenta años de su fundación, extendida por todo el mundo. Cuando nació, en 1928, en España, nació ya romana, que para mí quiere decir católica, universal. Y su primer impulso fue, como era inevitable, la expansión en todos los países.

Al pensar en estos años transcurridos, vienen a mi memoria muchos sucesos que me llenan de alegría: porque, entremezclándose con las dificultades y las penas que son en cierto modo la sal de la vida, me recuerdan la eficacia de la gracia de Dios y la entrega —sacrificada y alegre— de tantos hombres y mujeres que han sabido ser fieles. Porque quiero dejar bien claro que el apostolado esencial del Opus Dei es el que desarrolla individualmente cada socio en el propio lugar de trabajo, con su familia, entre sus amigos. Una labor que no llama la atención, que no es fácil traducir en estadísticas, pero que produce frutos de santidad en millares de almas, que van siguiendo a Cristo, callada y eficazmente, en medio de la tarea profesional de todos los días.

Sobre este tema no cabe decir mucho más. Podría contarle la vida ejemplar de tantas personas, pero esto desnaturalizaría la hermosura humana y divina de esa labor, al quitarle intimidad. Reducirlo a números o estadísticas sería peor aún, porque equivaldría a querer catalogar en vano los frutos de la gracia en las almas.

Puedo hablarle de las labores apostólicas que los socios de la Obra dirigen en muchos países. Actividades con fines espirituales y apostólicos, en las que se procura trabajar con esmero y con perfección también humana, y en las que colaboran otras muchas personas que no son del Opus Dei, pero que comprenden el valor sobrenatural de ese trabajo, o que aprecian su valor humano, como es el caso de tantos no cristianos que nos ayudan eficazmente. Se trata siempre de labores laicales y seculares, promovidas por ciudadanos corrientes en el ejercicio de sus normales derechos cívicos, de acuerdo con las leyes de cada país, y llevadas siempre adelante con criterio profesional. Es decir, son tareas que no aspiran a ningún tipo de privilegio o trato de favor.

Seguramente conocerá una de las labores de este tipo que se desarrolla en Roma: el centro ELIS, que se dedica a la cualificación profesional y a la formación integral de obreros, mediante escuelas, actividades deportivas y culturales, bibliotecas, etc. Es una labor que responde a las necesidades de Roma y a las circunstancias particulares del ambiente humano en el que ha surgido, el barrio del Tiburtino. Obras semejantes se llevan a cabo en Chicago, Madrid, México, y en muchos otros sitios.

Otro ejemplo podría ser Strathmore College of Arts and Science, de Nairobi. Se trata de un college preuniversitario, por el que han pasado centenares de estudiantes de Kenia, Uganda y Tanzania. A través de él, algunos keniatas del Opus Dei, junto a otros conciudadanos, han realizado una profunda labor docente y social; fue el primer centro del East Africa que realizó la completa integración racial, y con su labor ha contribuido mucho a la africanización de la cultura. Cosas parecidas cabe decir de Kianda College, también de Nairobi, que está realizando una tarea de primer plano en la formación de la nueva mujer africana.

Puedo referirme también, por señalar sólo una más, a otra labor: la Universidad de Navarra. Desde su fundación en 1952, se ha desarrollado hasta contar ahora con dieciocho facultades, escuelas e institutos, en los que cursan estudios más de seis mil alumnos. En contra de lo que han escrito recientemente algunos periódicos, he de decir que la Universidad de Navarra no ha sido sostenida por subvenciones estatales. El Estado español no sufraga en modo alguno los gastos de sostenimiento, ha contribuido sólo con algunas subvenciones para la creación de nuevos puestos escolares. La Universidad de Navarra se sostiene gracias a la ayuda de personas y de asociaciones privadas. El sistema de enseñanza y de vida universitaria, inspirado en el criterio de la responsabilidad personal y de la solidaridad entre todos los que allí trabajan, se ha mostrado eficaz, constituyendo una experiencia muy positiva en la actual situación de la universidad en el mundo.

Podría hablarle de labores de otro tipo en los Estados Unidos, en Japón, en Argentina, en Australia, en Filipinas, en Inglaterra, en Francia, etc. Pero no es necesario. Baste decir que el Opus Dei está actualmente extendido en los cinco continentes, y que pertenecen a él personas de más de setenta nacionalidades, y de las más diversas razas y condiciones.

Para terminar: ¿está usted satisfecho de estos cuarenta años de actividad? ¿Las experiencias de estos últimos años, los cambios sociales, el Concilio Vaticano II, etc., le han sugerido acaso algunos cambios de estructura?

¿Satisfecho? No puedo por menos de estarlo, cuando veo que, a pesar de mis miserias personales, el Señor ha hecho en torno a esta Obra de Dios tantas cosas maravillosas. Para un hombre que vive de fe, su vida será siempre la historia de las misericordias de Dios. En algunos momentos, esa historia quizá sea difícil de leer, porque todo puede parecer inútil, y hasta un fracaso; otras veces, el Señor deja ver copiosos los frutos y entonces es natural que el corazón se vuelque en acción de gracias.

Una de mis mayores alegrías ha sido precisamente ver cómo el Concilio Vaticano II ha proclamado con gran claridad la vocación divina del laicado. Sin jactancia alguna, debo decir que, por lo que se refiere a nuestro espíritu, el Concilio no ha supuesto una invitación a cambiar, sino que, al contrario, ha confirmado lo que —por la gracia de Dios— veníamos viviendo y enseñando desde hace tantos años. La principal característica del Opus Dei no son unas técnicas o métodos de apostolado, ni unas estructuras determinadas, sino un espíritu que lleva precisamente a santificar el trabajo ordinario.

Errores y miserias personales, repito, los tenemos todos. Y todos debemos examinarnos seriamente en la presencia de Dios, y confrontar nuestra propia vida con lo que el Señor nos exige. Pero sin olvidar lo más importante: si scires donum Dei!... (Ioan 4, 10), ¡si reconocieras el don de Dios!, dijo Jesús a la samaritana. Y San Pablo añade: Llevamos ese tesoro en vasos de barro, para que se reconozca que la excelencia del poder es de Dios y no nuestra (2 Cor 4, 7).

La humildad, el examen cristiano, comienza por reconocer el don de Dios. Es algo bien distinto del encogimiento ante el curso que toman los acontecimientos, de la sensación de inferioridad o de desaliento ante la historia. En la vida personal, y a veces también en la vida de las asociaciones o de las instituciones, puede haber cosas que cambiar, incluso muchas; pero la actitud con la que el cristiano debe afrontar esos problemas ha de ser ante todo la de pasmarse ante la magnitud de las obras de Dios, comparadas con la pequeñez humana.

El aggiornamento debe hacerse, antes que nada, en la vida personal, para ponerla de acuerdo con esa vieja novedad del Evangelio. Estar al día significa identificarse con Cristo, que no es un personaje que ya pasó; Cristo vive y vivirá siempre: ayer, hoy y por los siglos (Heb 13, 8).

En cuanto al Opus Dei considerado en conjunto, bien puede afirmarse sin ninguna clase de arrogancia, con agradecimiento a la bondad de Dios, que no tendrá nunca problemas de adaptación al mundo: nunca se encontrará en la necesidad de ponerse al día. Dios Nuestro Señor ha puesto al día la Obra de una vez para siempre, dándole esas características peculiares, laicales; y no tendrá jamás necesidad de adaptarse al mundo, porque todos sus socios son del mundo; no tendrá que ir detrás del progreso humano, porque son todos los miembros de la Obra, junto con los demás hombres que viven en el mundo, quienes hacen ese progreso con su trabajo ordinario.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Cfr. nota al n. 27.

Notas
2

Cfr. la nota al n. 35. Desde la erección del Opus Dei en prelatura personal, en lugar de presidente general, hay que decir prelado, que es el ordinario propio del Opus Dei, y al que ayudan en el ejercicio de su labor de gobierno sus vicarios y consejos. El prelado es elegido por el Congreso General del Opus Dei; esta elección requiere la confirmación del Papa, como es norma canónica tradicional para los prelados de jurisdicción elegidos por un colegio.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

Mons. Escrivá de Balaguer habla en esta respuesta de dos modos en que los sacerdotes seculares pueden pertenecer al Opus Dei:

   a) los sacerdotes que provienen de los miembros seglares del Opus Dei, que son llamados a las sagradas órdenes por el prelado, que se incardinan en la prelatura y constituyen su presbiterio. Se dedican fundamentalmente, aunque no exclusivamente, a la atención pastoral de los fieles incorporados al Opus Dei y, junto con estos, llevan a cabo el apostolado específico de difundir, en todos los ambientes de la sociedad, una profunda toma de conciencia de la llamada universal a la santidad y al apostolado (cfr. Presentación);

   b) los sacerdotes seculares ya incardinados en alguna diócesis pueden participar también de la vida espiritual del Opus Dei, como señala Mons. Escrivá de Balaguer al inicio de esta respuesta, asociándose a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, que está intrínsecamente unida a la prelatura, y de la que es presidente general el prelado del Opus Dei. Cfr. el texto de la Presentación, donde hay una sucinta explicación de esta asociación sacerdotal, en los precisos términos jurídicos que aún no podía utilizar Mons. Escrivá de Balaguer al conceder esta entrevista.

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