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Continuando con la vida familiar, quisiera ahora centrar mi pregunta en la educación de los hijos, y en las relaciones entre padres e hijos. El cambio de la situación familiar en nuestros días lleva, algunas veces, a que el entendimiento mutuo no sea fácil, e incluso a la incomprensión, dándose lo que se ha llamado conflicto entre generaciones. ¿Cómo puede superarse esto?

El problema es antiguo, aunque quizá puede plantearse ahora con más frecuencia o de forma más aguda, por la rápida evolución que caracteriza a la sociedad actual. Es perfectamente comprensible y natural que los jóvenes y los mayores vean las cosas de modo distinto: ha ocurrido siempre. Lo sorprendente sería que un adolescente pensara de la misma manera que una persona madura. Todos hemos sentido movimientos de rebeldía hacia nuestros mayores, cuando comenzábamos a formar con autonomía nuestro criterio; y todos también, al correr de los años, hemos comprendido que nuestros padres tenían razón en tantas cosas, que eran fruto de su experiencia y de su cariño. Por eso corresponde en primer término a los padres —que ya han pasado por ese trance— facilitar el entendimiento, con flexibilidad, con espíritu jovial, evitando con amor inteligente esos posibles conflictos.

Aconsejo siempre a los padres que procuren hacerse amigos de sus hijos. Se puede armonizar perfectamente la autoridad paterna, que la misma educación requiere, con un sentimiento de amistad, que exige ponerse de alguna manera al mismo nivel de los hijos. Los chicos —aun los que parecen más díscolos y despegados— desean siempre ese acercamiento, esa fraternidad con sus padres. La clave suele estar en la confianza: que los padres sepan educar en un clima de familiaridad, que no den jamás la impresión de que desconfían, que den libertad y que enseñen a administrarla con responsabilidad personal. Es preferible que se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar siempre.

Esa amistad de que hablo, ese saber ponerse al nivel de los hijos, facilitándoles que hablen confiadamente de sus pequeños problemas, hace posible algo que me parece de gran importancia: que sean los padres quienes den a conocer a sus hijos el origen de la vida, de un modo gradual, acomodándose a su mentalidad y a su capacidad de comprender, anticipándose ligeramente a su natural curiosidad; hay que evitar que rodeen de malicia esta materia, que aprendan algo —que es en sí mismo noble y santo— de una mala confidencia de un amigo o de una amiga. Esto mismo suele ser un paso importante en ese afianzamiento de la amistad entre padres e hijos, impidiendo una separación en el mismo despertar de la vida moral.

Por otra parte, los padres han de procurar también mantener el corazón joven, para que les sea más fácil recibir con simpatía las aspiraciones nobles e incluso las extravagancias de los chicos. La vida cambia, y hay muchas cosas nuevas que quizá no nos gusten —hasta es posible que no sean objetivamente mejores que otras de antes—, pero que no son malas: son simplemente otros modos de vivir, sin más trascendencia. En no pocas ocasiones, los conflictos aparecen porque se da importancia a pequeñeces, que se superan con un poco de perspectiva y de sentido del humor.

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