101

Pero no todo depende de los padres. Los hijos han de poner también algo de su parte. La juventud ha tenido siempre una gran capacidad de entusiasmo por todas las cosas grandes, por los ideales elevados, por todo lo que es auténtico. Conviene ayudarles a que comprendan la hermosura sencilla —tal vez muy callada, siempre revestida de naturalidad— que hay en la vida de sus padres; que se den cuenta, sin hacerlo pesar, del sacrificio que han hecho por ellos, de su abnegación —muchas veces heroica— para sacar adelante la familia. Y que aprendan también los hijos a no dramatizar, a no representar el papel de incomprendidos; que no olviden que estarán siempre en deuda con sus padres, y que su correspondencia —nunca podrán pagar lo que deben— ha de estar hecha de veneración, de cariño agradecido, filial.

Seamos sinceros: la familia unida es lo normal. Hay roces, diferencias... Pero esto son cosas corrientes, que hasta cierto punto contribuyen incluso a dar su sal a nuestros días. Son insignificancias, que el tiempo supera siempre: luego queda sólo lo estable, que es el amor, un amor verdadero —hecho de sacrificio— y nunca fingido, que lleva a preocuparse unos de otros, a adivinar un pequeño problema y su solución más delicada. Y porque todo esto es lo normal, la inmensa mayoría de la gente me ha entendido muy bien cuando me ha oído llamar —ya desde los años veinte lo vengo repitiendo— dulcísimo precepto al cuarto mandamiento del Decálogo.

Referencias a la Sagrada Escritura
Este punto en otro idioma