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Quizá como reacción a una educación religiosa coactiva, reducida a veces a unas pocas prácticas rutinarias y sensibleras, parte de la juventud de hoy prescinde casi totalmente de la piedad cristiana, porque la interpreta como beatería. ¿Cuál es a su parecer la solución a este problema?

La solución es la que la pregunta lleva ya implícita: enseñar —primero con el ejemplo, y después con la palabra— en qué consiste la verdadera piedad. La beatería no es más que una triste caricatura pseudo-espiritual, fruto generalmente de la falta de doctrina, y también de cierta deformación en lo humano: resulta lógico que repugne, a quienes aman lo auténtico y lo sincero.

He visto con alegría cómo prende en la juventud —en la de hoy como en la de hace cuarenta años— la piedad cristiana, cuando la contemplan hecha vida sincera;

—cuando entienden que hacer oración es hablar con el Señor como se habla con un padre, con un amigo: sin anonimato, con un trato personal, en una conversación de tú a tú;

—cuando se procura que resuenen en sus almas aquellas palabras de Jesucristo, que son una invitación al encuentro confiado: vos autem dixi amicos (Ioan 15, 15), os he llamado amigos;

—cuando se hace una llamada fuerte a su fe, para que vean que el Señor es el mismo ayer y hoy y siempre (Heb 13, 8).

Por otra parte, es muy necesario que vean cómo esa piedad ingenua y cordial exige también el ejercicio de las virtudes humanas, y que no puede reducirse a unos cuantos actos de devoción semanales o diarios: que ha de penetrar la vida entera, que ha de dar sentido al trabajo, al descanso, a la amistad, a la diversión, a todo. No podemos ser hijos de Dios sólo a ratos, aunque haya algunos momentos especialmente dedicados a considerarlo, a penetrarnos de ese sentido de nuestra filiación divina, que es la médula de la piedad.

He dicho antes que todo esto la juventud lo entiende bien. Y ahora añado que el que procura vivirlo se siente siempre joven. El cristiano, aunque sea un anciano de ochenta años, al vivir en unión con Jesucristo, puede paladear con toda verdad las palabras que se rezan al pie del altar: entraré al altar de Dios, del Dios que da alegría a mi juventud (Ps 42, 4).

Referencias a la Sagrada Escritura
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