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A veces se oyen reproches para aquellos sacerdotes que adoptan una postura concreta en problemas de índole temporal y más especialmente de carácter político. Muchas de esas posturas, a diferencia de otras épocas, suelen ir encaminadas a favorecer una mayor libertad, justicia social, etc. También es cierto que no es propio del sacerdocio ministerial la intervención activa en este terreno, salvo en contados casos. Pero ¿no piensa usted que el sacerdote debe denunciar la injusticia, la falta de libertad, etc., porque no son cristianas? ¿Cómo conciliar concretamente ambas exigencias?

El sacerdote debe predicar —porque es parte esencial de su munus docendi— cuáles son las virtudes cristianas —todas—, y qué exigencias y manifestaciones concretas han de tener esas virtudes en las diversas circunstancias de la vida de los hombres a los que él dirige su ministerio. Como debe también enseñar a respetar y estimar la dignidad y libertad con que Dios ha creado la persona humana, y la peculiar dignidad sobrenatural que el cristiano recibe con el Bautismo.

Ningún sacerdote que cumpla este deber ministerial suyo podrá ser nunca acusado —si no es por ignorancia o por mala fe— de meterse en política. Ni siquiera se podría decir que, desarrollando estas enseñanzas, interfiera en la específica tarea apostólica, que corresponde a los laicos, de ordenar cristianamente las estructuras y quehaceres temporales.

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