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Para terminar: ¿está usted satisfecho de estos cuarenta años de actividad? ¿Las experiencias de estos últimos años, los cambios sociales, el Concilio Vaticano II, etc., le han sugerido acaso algunos cambios de estructura?

¿Satisfecho? No puedo por menos de estarlo, cuando veo que, a pesar de mis miserias personales, el Señor ha hecho en torno a esta Obra de Dios tantas cosas maravillosas. Para un hombre que vive de fe, su vida será siempre la historia de las misericordias de Dios. En algunos momentos, esa historia quizá sea difícil de leer, porque todo puede parecer inútil, y hasta un fracaso; otras veces, el Señor deja ver copiosos los frutos y entonces es natural que el corazón se vuelque en acción de gracias.

Una de mis mayores alegrías ha sido precisamente ver cómo el Concilio Vaticano II ha proclamado con gran claridad la vocación divina del laicado. Sin jactancia alguna, debo decir que, por lo que se refiere a nuestro espíritu, el Concilio no ha supuesto una invitación a cambiar, sino que, al contrario, ha confirmado lo que —por la gracia de Dios— veníamos viviendo y enseñando desde hace tantos años. La principal característica del Opus Dei no son unas técnicas o métodos de apostolado, ni unas estructuras determinadas, sino un espíritu que lleva precisamente a santificar el trabajo ordinario.

Errores y miserias personales, repito, los tenemos todos. Y todos debemos examinarnos seriamente en la presencia de Dios, y confrontar nuestra propia vida con lo que el Señor nos exige. Pero sin olvidar lo más importante: si scires donum Dei!... (Ioan 4, 10), ¡si reconocieras el don de Dios!, dijo Jesús a la samaritana. Y San Pablo añade: Llevamos ese tesoro en vasos de barro, para que se reconozca que la excelencia del poder es de Dios y no nuestra (2 Cor 4, 7).

La humildad, el examen cristiano, comienza por reconocer el don de Dios. Es algo bien distinto del encogimiento ante el curso que toman los acontecimientos, de la sensación de inferioridad o de desaliento ante la historia. En la vida personal, y a veces también en la vida de las asociaciones o de las instituciones, puede haber cosas que cambiar, incluso muchas; pero la actitud con la que el cristiano debe afrontar esos problemas ha de ser ante todo la de pasmarse ante la magnitud de las obras de Dios, comparadas con la pequeñez humana.

El aggiornamento debe hacerse, antes que nada, en la vida personal, para ponerla de acuerdo con esa vieja novedad del Evangelio. Estar al día significa identificarse con Cristo, que no es un personaje que ya pasó; Cristo vive y vivirá siempre: ayer, hoy y por los siglos (Heb 13, 8).

En cuanto al Opus Dei considerado en conjunto, bien puede afirmarse sin ninguna clase de arrogancia, con agradecimiento a la bondad de Dios, que no tendrá nunca problemas de adaptación al mundo: nunca se encontrará en la necesidad de ponerse al día. Dios Nuestro Señor ha puesto al día la Obra de una vez para siempre, dándole esas características peculiares, laicales; y no tendrá jamás necesidad de adaptarse al mundo, porque todos sus socios son del mundo; no tendrá que ir detrás del progreso humano, porque son todos los miembros de la Obra, junto con los demás hombres que viven en el mundo, quienes hacen ese progreso con su trabajo ordinario.

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