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Efectivamente, el clérigo, y concretamente el presbítero, incorporado por el sacramento del Orden al Ordo Presbyterorum, queda constituido por derecho divino como cooperador del Orden Episcopal. En el caso de los presbíteros diocesanos esta función ministerial se concreta, según una modalidad establecida por el derecho eclesiástico, mediante la incardinación —que adscribe el presbítero al servicio de una Iglesia local, bajo la autoridad del propio Ordinario— y la misión canónica, que le confiere un ministerio determinado dentro de la unidad del Presbiterio, cuya cabeza es el Obispo. Es evidente, por tanto, que el Presbítero depende de su Ordinario —a través de un vínculo sacramental y jurídico— para todo lo que se refiere: a la asignación de su concreto trabajo pastoral; a las directrices doctrinales y disciplinares que reciba para el ejercicio de ese ministerio; a la justa retribución económica necesaria; a todas las disposiciones pastorales que el Obispo dé para regular la cura de almas, el culto divino y las prescripciones del derecho común relativas a los derechos y obligaciones que dimanan del estado clerical.

Junto a todas estas necesarias relaciones de dependencia —que concretan jurídicamente la obediencia, la unidad y la comunión pastoral que el Presbítero ha de vivir delicadamente con su propio Ordinario—, hay también legítimamente en la vida del Presbítero secular un ámbito personal de autonomía, de libertad y de responsabilidad personales, en el que el Presbítero goza de los mismos derechos y obligaciones que tienen las demás personas en la Iglesia: quedando así diferenciado tanto de la condición jurídica del menor (cfr. can. 89 del C.I.C.) como de la del religioso, que —en virtud de la propia profesión religiosa— renuncia al ejercicio de todos o de algunos de esos derechos personales.

Por esta razón, el sacerdote secular, dentro de los límites generales de la moral y de los deberes propios de su estado, puede disponer y decidir libremente —en forma individual o asociada— en todo lo que se refiere a su vida personal, espiritual, cultural, económica, etc. Cada uno es libre de formarse culturalmente con arreglo a sus propias preferencias o capacidades. Cada uno es libre de mantener las relaciones sociales que desee, y puede ordenar su vida como mejor le parezca, siempre que cumpla debidamente las obligaciones de su ministerio. Cada uno es libre de disponer de sus bienes personales como estime más oportuno en conciencia. Con mayor razón, cada uno es libre de seguir en su vida espiritual y ascética y en sus actos de piedad aquellas mociones que el Espíritu Santo le sugiera, y elegir —entre los muchos medios que la Iglesia aconseja o permite— aquéllos que le parezcan más oportunos según sus particulares circunstancias personales.

Precisamente refiriéndose a este último punto, el Concilio Vaticano II —y de nuevo el Santo Padre Paulo VI en su reciente Encíclica Sacerdotalis coelibatus— ha alabado y recomendado vivamente las asociaciones, tanto diocesanas como interdiocesanas, nacionales o universales que —con estatutos reconocidos por la competente autoridad eclesiástica— fomentan la santidad del sacerdote en el ejercicio de su propio ministerio. La existencia de esas asociaciones, en efecto, de ninguna manera supone ni puede suponer —ya lo he dicho— un menoscabo del vínculo de comunión y dependencia que une a todo Presbítero con su Obispo, ni de la fraterna unidad con todos los demás miembros del Presbiterio, ni de la eficacia de su trabajo al servicio de la propia Iglesia local.

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