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Hay matrimonios en los que la mujer —por las razones que sean— se encuentra separada del marido, en situaciones degradantes e insostenibles. En esos casos, les resulta difícil aceptar la indisolubilidad del vínculo matrimonial. Estas mujeres, separadas del marido, lamentan que se les niegue la posibilidad de construir un nuevo hogar. ¿Qué respuesta daría usted ante estas situaciones?

Diría a esas mujeres, comprendiendo su sufrimiento, que pueden ver también en esa situación la Voluntad de Dios, que nunca es cruel, porque Dios es Padre amoroso. Es posible que por algún tiempo la situación sea especialmente difícil, pero, si acuden al Señor y a su Madre bendita, no les faltará la ayuda de la gracia.

La indisolubilidad del matrimonio no es un capricho de la Iglesia, y ni siquiera una mera ley positiva eclesiástica: es de ley natural, de derecho divino, y responde perfectamente a nuestra naturaleza y al orden sobrenatural de la gracia. Por eso, en la inmensa mayoría de los casos, resulta condición indispensable de felicidad para los cónyuges, de seguridad también espiritual para los hijos. Y siempre —aun en esos casos dolorosos de que hablamos— la aceptación rendida de la Voluntad de Dios lleva consigo una honda satisfacción, que nada puede sustituir. No es como un recurso, como un consuelo: es la esencia de la vida cristiana.

Si esas mujeres tienen ya hijos a su cargo, han de ver en esto una exigencia continua de entrega amorosa, maternal, entonces muy especialmente necesaria, para suplir en esas almas las deficiencias de un hogar dividido. Y han de entender generosamente que esa indisolubilidad, que para ellas supone sacrificio, es en la mayor parte de las familias una defensa de su integridad, algo que ennoblece el amor de los esposos e impide el desamparo de los hijos.

Este asombro ante la dureza aparente del precepto cristiano de la indisolubilidad, no es nuevo: los Apóstoles se extrañaron cuando Jesús lo confirmó. Puede parecer una carga, un yugo: pero Cristo mismo ha dicho que su yugo es suave y su carga ligera.

Por otra parte, aun reconociendo la inevitable dureza de bastantes situaciones —que, en no pocos casos, se habrían podido y debido evitar—, es necesario no dramatizar demasiado. La vida de una mujer en esas condiciones, ¿es realmente más dura que la de otra mujer maltratada, o la de quien padece alguno de los otros grandes sufrimientos físicos o morales, que la existencia lleva consigo?

Lo que verdaderamente hace desgraciada a una persona —y aun a una sociedad entera— es esa búsqueda ansiosa de bienestar, el intento incondicionado de eliminar todo lo que contraría. La vida presenta mil facetas, situaciones diversísimas, ásperas unas, fáciles quizá en apariencia otras. Cada una de ellas comporta su propia gracia, es una llamada original de Dios: una ocasión inédita de trabajar, de dar el testimonio divino de la caridad. A quien siente el agobio de una situación difícil, yo le aconsejaría que procure también olvidarse un poco de sus propios problemas, para preocuparse de los problemas de los demás: haciendo esto, tendrá más paz y, sobre todo, se santificará.

Referencias a la Sagrada Escritura
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