El compromiso de la verdad

El 9 de mayo de 1974, el Gran Canciller de la Universidad de Navarra presidió la ceremonia de investidura como doctores honoris causa, en Derecho, de Mons. Franz Hengsbach, Obispo de Essen, doctor en Teología por la Universidad de Münster y promotor y Presidente de la Acción «Adveniat» para ayudar a la Iglesia en Hispanoamérica; y en Medicina, del Prof. Jéróme Lejeune, de la Universidad de París. Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer cerró el acto académico, celebrado en el Aula Magna, con el presente discurso.


Excelentísimos Señores, Dignísimas Autoridades, Ilustre Claustro de esta Universidad, Señoras y Señores:

Una vez más estamos cumpliendo las prescripciones del ceremonial académico, para recibir a dos nuevos Maestros en nuestro Claustro de Doctores. La solemnidad pausada de los actos viene a simbolizar el carácter alegre y esperanzado de la vida ordinaria de esta colectividad académica: cuantos trabajáis en ella sabéis bien del entusiasmo en el quehacer cotidiano, que rehúye los ensueños forjados por la fantasía, adormecedores de la voluntad, y afrontáis con ánimo grande la realidad diaria, dando relieve a las tareas aparentemente más pequeñas.

La Universidad de Navarra, al incorporar en su Claustro de Doctores a Monseñor Hengsbach y al Profesor Lejeune, se enriquece con la fortaleza de su espíritu, con su talento creador y con la constancia de su esfuerzo, tan necesarios para que la Universidad sea fiel, en las inciertas circunstancias sociales del presente, a su misión de servicio a todos los hombres, mediante la investigación universal de la verdad.

En su dilatada labor pastoral, Monseñor Hengsbach ha mostrado con hechos cómo se conjuga la predicación valiente e incansable de la fe, con la atención sacerdotal a los mineros del Ruhr, con la solicitud por la Iglesia en América Latina, y con el estudio riguroso de la Teología y el Derecho Canónico. Y no es casual que su primer escrito, en 1934, versase sobre la defensa de la vida, frente a criterios aberrantes que se abrían paso por entonces en su patria.

La firme defensa de la vida humana ha llevado al mundo entero el nombre del Profesor Lejeune, de la Universidad de París, a quien la Ciencia universal reconoce unánimemente como uno de sus primeros y más altos investigadores en Genética, esa aventura maravillosa del entendimiento humano, que indaga el origen inmediato de la vida, y la lleva a su plenitud mediante los recursos descubiertos en el oficio inventivo y paciente del laboratorio y de la clínica.

La Universidad —os decía en otra ocasión solemne como la que hoy celebramos— no vive de espaldas a ninguna incertidumbre, a ninguna inquietud, a ninguna necesidad de los hombres. Y su corazón vibra, apasionado, cuando las investigaciones —teológicas, jurídicas, biológicas o médicas— alcanzan la realidad sagrada de la vida. La Universidad sabe que la necesaria objetividad científica rechaza justamente toda neutralidad ideológica, toda ambigüedad, todo conformismo, toda cobardía: el amor a la verdad compromete la vida y el trabajo entero del científico, y sostiene su temple de honradez ante posibles situaciones incómodas, porque a esa rectitud comprometida no corresponde siempre una imagen favorable en la opinión pública.

Este compromiso personal con la verdad y con la vida, del que han hecho profesión Monseñor Hengsbach y el Profesor Lejeune, enlaza con el de los grandes Maestros de todos los tiempos, que no se han dejado arrastrar por ambientes superficiales, ni se han engañado por el espejismo de la fácil novedad. Su ejemplo es un notable y alentador estímulo, cuando —después de años de apacible e ingenua fe en el mito del progreso perenne e irreversible— se debate la humanidad contra una borrasca tremenda, cuyo vértigo irresistible deja al hombre con frecuencia aturdido, y le hace retroceder tantas veces a formas salvajes de entender la vida, que —como en los tristes desvaríos de una diabólica pesadilla— no reconocen otros impulsos que el instinto o el capricho, la comodidad o el interés. Proceden en su conducta —es lícito repetir con San Pablo— según la vanidad de sus pensamientos, teniendo oscurecido de tinieblas el entendimiento, alienados de la vida de Dios por la ignorancia, que está en ellos a causa de la ceguera de sus corazones (Ephes. IV, 17-18).

Ante esa degradación de lo humano, fruto de una locura poco menos que colectiva, los hijos de Dios se rebelan, conscientes de que la religión es la mayor rebeldía del hombre que no quiere vivir como una bestia, que no se conforma —que no se aquieta— si no trata y conoce al Creador.

En la vida de Monseñor Hengsbach y del Profesor Lejeune, comprobamos que afrontar esperanzadamente el futuro con fe sobrenatural no significa en absoluto ignorar los problemas. Todo lo contrario: la fe es nuevo acicate para la búsqueda cotidiana de soluciones, certeza de que ni la ciencia ni la conciencia de un científico pueden aceptar sinrazones de mentirosa eficacia, que lleven a negar el amor humano, a cegar las fuentes de la vida, al hedonismo sutil o al más burdo materialismo, que sofocan la dignidad del hombre y lo hacen esclavo de la tristeza.

Salvarán este mundo nuestro —permitid que lo recuerde—, no los que pretenden narcotizar la vida del espíritu, reduciendo todo a cuestiones económicas o de bienestar material, sino los que tienen fe en Dios y en el destino eterno del hombre, y saben recibir la verdad de Cristo como luz orientadora para la acción y la conducta. Porque el Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres. Es un Padre que ama ardientemente a sus hijos, Un Dios Creador que se desborda en cariño por sus criaturas. Y concede al hombre el gran privilegio de poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio.

Las vidas humanas, que son santas, porque vienen de Dios, no pueden ser tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Al considerar la realidad profunda de la vida, se escapan del corazón humano sus afectos más nobles. i Con qué amor, con qué ternura, con qué paciencia infinita, miran los padres a sus hijos antes incluso de que nazcan! ¿Y acaso no vive por igual la generosidad incansable, la atención a lo concreto, o la serenidad de juicio, el teólogo que desmenuza el sentido de la palabra divina sobre la vida humana? ¿O no es también espera ilusionada, capacidad de intuición, agudeza de ingenio, la del médico que aplica los remedios más modernos para evitar el riesgo de una enfermedad congénita, que pone quizá en peligro la vida de la criatura aún no nacida?

Todas estas virtudes —más convincentes que tantos razonamientos humanos— brillan en el trabajo de los nuevos Doctores. Afrontar los problemas con valentía, sin miedo al sacrificio ni a las cargas más pesadas, asumiendo en conciencia la propia y personal responsabilidad, exige una renovación de la fe, un nuevo empeño de amor, y el apoyo constante en la fortaleza de la ley divina y del querer de Dios, que permite a la pobre condición humana abrirse siempre a la Sabiduría divina, y a sus luces de esperanza cierta.

El alma se eleva a Dios con agradecimiento por la fecundidad patente de vuestra labor cumplida, haciendo —con el Apóstol Pablo— continuamente memoria de vosotros en nuestras oraciones, acordándonos delante de Dios y Padre nuestro de las obras de vuestra fe, de los trabajos de vuestra caridad y de la firmeza de vuestra esperanza en nuestro Señor Jesucristo (I Thes. I, 2-3).

Y proseguimos nuestra andadura de servicio a los hombres, en la amable compañía de la Madre de Dios, que es también Madre nuestra. Ella agrandará nuestro corazón y nos hará tener entrañas de misericordia. Y amparará la invocación que hacemos al Espíritu con el Salmista —guíame en tu verdad y enséñame, porque tú eres mi Dios, mi salvador, y en ti espero siempre (Ps. XXIV, 5)—, para que ilumine las inteligencias y fortalezca las voluntades, de manera que nos acostumbremos siempre a buscar, a decir y a oír la verdad, y se establezca así entre los hombres un clima de comprensión y de concordia, de caridad y de luz, por todos los caminos de la tierra.

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