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Una única receta: santidad personal

El mejor camino para no perder nunca la audacia apostólica, las hambres eficaces de servir a todos los hombres, no es otro que la plenitud de la vida de fe, de esperanza y de amor; en una palabra, la santidad. No encuentro otra receta más que esa: santidad personal.

Hoy, en unión con toda la Iglesia, celebramos el triunfo de la Madre, Hija y Esposa de Dios. Y como nos gozábamos en el tiempo de la Pascua de Resurrección del Señor a los tres días de su muerte, ahora nos sentimos alegres porque María, después de acompañar a Jesús desde Belén hasta la Cruz, está junto a Él en cuerpo y alma, disfrutando de la gloria por toda la eternidad. Esta es la misteriosa economía divina: Nuestra Señora, hecha partícipe de modo pleno de la obra de nuestra salvación, tenía que seguir de cerca los pasos de su Hijo: la pobreza de Belén, la vida oculta de trabajo ordinario en Nazaret, la manifestación de la divinidad en Caná de Galilea, las afrentas de la Pasión y el Sacrificio divino de la Cruz, la bienaventuranza eterna del Paraíso.

Todo esto nos afecta directamente, porque ese itinerario sobrenatural ha de ser también nuestro camino. María nos muestra que esa senda es hacedera, que es segura. Ella nos ha precedido por la vía de la imitación de Cristo, y la glorificación de Nuestra Madre es la firme esperanza de nuestra propia salvación; por eso la llamamos spes nostra y causa nostrae laetitiae, nuestra esperanza y causa de nuestra felicidad.

No podemos abandonar nunca la confianza de llegar a ser santos, de aceptar las invitaciones de Dios, de ser perseverantes hasta el final. Dios, que ha empezado en nosotros la obra de la santificación, la llevará a cabo23. Porque si el Señor está por nosotros, ¿quién contra nosotros? Él, que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo, después de habernos dado a su Hijo, dejará de darnos cualquier otra cosa?24

En esta fiesta, todo convida a la alegría. La firme esperanza en nuestra santificación personal es un don de Dios; pero el hombre no puede permanecer pasivo. Recordad las palabras de Cristo: si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, lleve su cruz cada día y sígame25. ¿Lo veis? La cruz cada día. Nulla dies sine cruce!, ningún día sin Cruz: ninguna jornada, en la que no carguemos con la cruz del Señor, en la que no aceptemos su yugo. Por eso, no he querido tampoco dejar de recordaros que la alegría de la resurrección es consecuencia del dolor de la Cruz.

No temáis, sin embargo, porque el mismo Señor nos ha dicho: venid a mí todos los que andáis agobiados con trabajos, que yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis el reposo para vuestras almas; porque mi yugo es suave y mi carga ligera26. «Venid —glosa San Juan Crisóstomo—, no para rendir cuentas, sino para ser librados de vuestros pecados; venid, porque yo no tengo necesidad de la gloria que podáis procurarme: tengo necesidad de vuestra salvación... No temáis al oír hablar de yugo, porque es suave; no temáis si hablo de carga, porque es ligera27.

El camino de nuestra santificación personal pasa, cotidianamente, por la Cruz: no es desgraciado ese camino, porque Cristo mismo nos ayuda y con Él no cabe la tristeza. In laetitia, nulla dies sine cruce!, me gusta repetir; con el alma traspasada de alegría, ningún día sin Cruz.

Notas
23

Cfr. Phil I, 6.

24

Rom VIII, 31-32.

25

Lc IX, 23.

26

Mt XI, 28-30.

27

S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 37, 2 (PG 57, 414).

Referencias a la Sagrada Escritura
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