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Cristo, Señor del mundo

Quisiera que considerásemos cómo ese Cristo, que —Niño amable— vimos nacer en Belén, es el Señor del mundo: pues por Él fueron creados todos los seres en los cielos y en la tierra; Él ha reconciliado con el Padre todas las cosas, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz6. Hoy Cristo reina, a la diestra del Padre: declaran aquellos dos ángeles de blancas vestiduras, a los discípulos que estaban atónitos contemplando las nubes, después de la Ascensión del Señor: varones de Galilea ¿por qué estáis ahí mirando al cielo? Este Jesús, que separándose de vosotros ha subido al cielo, vendrá de la misma manera que le acabáis de ver subir7.

Por Él reinan los reyes8, con la diferencia de que los reyes, las autoridades humanas, pasan; y el reino de Cristo permanecerá por toda la eternidad9, su reino es un reino eterno y su dominación perdura de generación en generación10.

El reino de Cristo no es un modo de decir, ni una imagen retórica. Cristo vive, también como hombre, con aquel mismo cuerpo que asumió en la Encarnación, que resucitó después de la Cruz y subsiste glorificado en la Persona del Verbo juntamente con su alma humana. Cristo, Dios y Hombre verdadero, vive y reina y es el Señor del mundo. Sólo por Él se mantiene en vida todo lo que vive.

¿Por qué, entonces, no se aparece ahora en toda su gloria? Porque su reino no es de este mundo11, aunque está en el mundo. Había replicado Jesús a Pilatos: Yo soy rey. Yo para esto nací: para dar testimonio de la verdad; todo aquel que pertenece a la verdad, escucha mi voz12. Los que esperaban del Mesías un poderío temporal visible, se equivocaban: que no consiste el reino de Dios en el comer ni en el beber, sino en la justicia, en la paz y en el gozo del Espíritu Santo13.

Verdad y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres.

Cuando Cristo inicia su predicación en la tierra, no ofrece un programa político, sino que dice: haced penitencia, porque está cerca el reino de los cielos14; encarga a sus discípulos que anuncien esa buena nueva15, y enseña que se pida en la oración el advenimiento del reino16. Esto es el reino de Dios y su justicia, una vida santa: lo que hemos de buscar primero17, lo único verdaderamente necesario18.

La salvación, que predica Nuestro Señor Jesucristo, es una invitación dirigida a todos: acontece lo que a cierto rey, que celebró las bodas de su hijo y envió a los criados a llamar a los convidados a las bodas19. Por eso, el Señor revela que el reino de los cielos está en medio de vosotros20.

Nadie se encuentra excluido de la salvación, si se allana libremente a las exigencias amorosas de Cristo: nacer de nuevo21, hacerse como niños, en la sencillez de espíritu22; alejar el corazón de todo lo que aparte de Dios23. Jesús quiere hechos, no sólo palabras24. Y un esfuerzo denodado, porque sólo los que luchan serán merecedores de la herencia eterna25.

La perfección del reino —el juicio definitivo de salvación o de condenación— no se dará en la tierra. Ahora el reino es como una siembra26, como el crecimiento del grano de mostaza27; su fin será como la pesca con la red barredera, de la que traída a la arena serán extraídos, para suertes distintas, los que obraron la justicia y los que ejecutaron la iniquidad28. Pero, mientras vivimos aquí, el reino se asemeja a la levadura que cogió una mujer y la mezcló con tres celemines de harina, hasta que toda la masa quedó fermentada29.

Quien entiende el reino que Cristo propone, advierte que vale la pena jugarse todo por conseguirlo: es la perla que el mercader adquiere a costa de vender lo que posee, es el tesoro hallado en el campo30. El reino de los cielos es una conquista difícil: nadie está seguro de alcanzarlo31, pero el clamor humilde del hombre arrepentido logra que se abran sus puertas de par en par. Uno de los ladrones que fueron crucificados con Jesús le suplica: Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino. Y Jesús le respondió: en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso32.

Notas
6

Cfr. Col I, 11-16.

7

Act I, 11.

8

Prv VIII, 15.

9

Ex XV, 18.

10

Dan III, 100.

11

Ioh XVIII, 36.

12

Ioh XVIII, 37.

13

Rom XIV, 17.

14

Mt III, 2; IV, 17.

15

Cfr. Lc X, 9.

16

Cfr. Mt VI, 10.

17

Cfr. Mt VI, 33.

18

Cfr. Lc X, 42.

19

Mt XXII, 2.

20

Lc XVII, 21.

21

Cfr. Ioh III, 5.

22

Cfr. Mc X, 14; Mt VII, 21; V, 3.

23

En verdad os digo que difícilmente un rico entrará en el reino de los cielos (Mt XIX, 23).

24

Cfr. Mt VII, 21.

25

El reino de los cielos se alcanza a viva fuerza y los que la hacen lo arrebatan (Mt XI, 12).

26

Cfr. Mt XIII, 24.

27

Cfr. Mt XIII, 31.

28

Cfr. Mt XIII, 47.

29

Cfr. Mt XIII, 33.

30

Cfr. Mt XIII, 44 y 45.

31

Cfr. Mt XXI, 43; VIII, 12.

32

Lc XXIII, 42.

Referencias a la Sagrada Escritura
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