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El reino en el alma

¡Qué grande eres, Señor y Dios nuestro! Tú eres el que pones en nuestra vida el sentido sobrenatural y la eficacia divina. Tú eres la causa de que, por amor de tu Hijo, con todas las fuerzas de nuestro ser, con el alma y con el cuerpo podamos repetir: oportet illum regnare!, mientras resuena la copla de nuestra debilidad, porque sabes que somos criaturas —¡y qué criaturas!— hechas de barro, no sólo en los pies33, también en el corazón y en la cabeza. A lo divino, vibraremos exclusivamente por ti.

Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma. Pero qué responderíamos, si Él preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que Él reine en mí, necesito su gracia abundante: únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey.

Si pretendemos que Cristo reine, hemos de ser coherentes: comenzar por entregarle nuestro corazón. Si no lo hiciésemos, hablar del reinado de Cristo sería vocerío sin sustancia cristiana, manifestación exterior de una fe que no existiría, utilización fraudulenta del nombre de Dios para las componendas humanas.

Si la condición para que Jesús reinase en mi alma, en tu alma, fuese contar previamente en nosotros con un lugar perfecto, tendríamos razón para desesperarnos. Pero no temas, hija de Sión: mira a tu Rey, que viene sentado sobre un borrico34. ¿Lo veis? Jesús se contenta con un pobre animal, por trono. No sé a vosotros; pero a mí no me humilla reconocerme, a los ojos del Señor, como jumento: como un borriquito soy yo delante de ti; pero estaré siempre a tu lado, porque tú me has tomado de tu diestra35, tú me llevas por el ronzal.

Pensad en las características de un asno, ahora que van quedando tan pocos. No en el burro viejo y terco, rencoroso, que se venga con una coz traicionera, sino en el pollino joven: las orejas estiradas como antenas, austero en la comida, duro en el trabajo, con el trote decidido y alegre. Hay cientos de animales más hermosos, más hábiles y más crueles. Pero Cristo se fijó en él, para presentarse como rey ante el pueblo que lo aclamaba. Porque Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca. Nuestro Señor estima la alegría de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a su palabra de cariño. Así reina en el alma.

Notas
33

Cfr. Dan II, 33.

34

Ioh XII, 15.

35

Ps LXXII, 23.

Referencias a la Sagrada Escritura
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