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Santidad del amor humano

El amor puro y limpio de los esposos es una realidad santa que yo, como sacerdote, bendigo con las dos manos. La tradición cristiana ha visto frecuentemente, en la presencia de Jesucristo en las bodas de Caná, una confirmación del valor divino del matrimonio: fue nuestro Salvador a las bodas —escribe San Cirilo de Alejandría— para santificar el principio de la generación humana5.

El matrimonio es un sacramento que hace de dos cuerpos una sola carne; como dice con expresión fuerte la teología, son los cuerpos mismos de los contrayentes su materia. El Señor santifica y bendice el amor del marido hacia la mujer y el de la mujer hacia el marido: ha dispuesto no sólo la fusión de sus almas, sino la de sus cuerpos. Ningún cristiano, esté o no llamado a la vida matrimonial, puede desestimarla.

Nos ha dado el Creador la inteligencia, que es como un chispazo del entendimiento divino, que nos permite —con la libre voluntad, otro don de Dios— conocer y amar; y ha puesto en nuestro cuerpo la posibilidad de engendrar, que es como una participación de su poder creador. Dios ha querido servirse del amor conyugal, para traer nuevas criaturas al mundo y aumentar el cuerpo de su Iglesia. El sexo no es una realidad vergonzosa, sino una dádiva divina que se ordena limpiamente a la vida, al amor, a la fecundidad.

Ese es el contexto, el trasfondo, en el que se sitúa la doctrina cristiana sobre la sexualidad. Nuestra fe no desconoce nada de lo bello, de lo generoso, de lo genuinamente humano, que hay aquí abajo. Nos enseña que la regla de nuestro vivir no debe ser la búsqueda egoísta del placer, porque sólo la renuncia y el sacrificio llevan al verdadero amor: Dios nos ha amado y nos invita a amarle y a amar a los demás con la verdad y con la autenticidad con que Él nos ama. Quien conserva su vida, la perderá; y quien perdiere su vida por amor mío, la volverá a hallar, ha escrito San Mateo en su Evangelio, con frase que parece paradójica6.

Las personas que están pendientes de sí mismas, que actúan buscando ante todo la propia satisfacción, ponen en juego su salvación eterna, y ya ahora son inevitablemente infelices y desgraciadas. Sólo quien se olvida de sí, y se entrega a Dios y a los demás —también en el matrimonio—, puede ser dichoso en la tierra, con una felicidad que es preparación y anticipo del cielo.

Durante nuestro caminar terreno, el dolor es la piedra de toque del amor. En el estado matrimonial, considerando las cosas de una manera descriptiva, podríamos afirmar que hay anverso y reverso. De una parte, la alegría de saberse queridos, la ilusión por edificar y sacar adelante un hogar, el amor conyugal, el consuelo de ver crecer a los hijos. De otra, dolores y contrariedades, el transcurso del tiempo que consume los cuerpos y amenaza con agriar los caracteres, la aparente monotonía de los días aparentemente siempre iguales.

Tendría un pobre concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al tropezar con esas dificultades, el amor y el contento se acaban. Precisamente entonces, cuando los sentimientos que animaban a aquellas criaturas revelan su verdadera naturaleza, la donación y la ternura se arraigan y se manifiestan como un afecto auténtico y hondo, más poderoso que la muerte7.

Notas
5

S. Cirilo de Alejandría, In Ioannem commentarius, 2, 1 (PG 73, 223).

6

Mt X, 39.

7

Cant VIII, 6.

Referencias a la Sagrada Escritura
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