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Esa autenticidad del amor requiere fidelidad y rectitud en todas las relaciones matrimoniales. Dios, comenta Santo Tomás de Aquino8, ha unido a las diversas funciones de la vida humana un placer, una satisfacción; ese placer y esa satisfacción son por tanto buenos. Pero si el hombre, invirtiendo el orden de las cosas, busca esa emoción como valor último, despreciando el bien y el fin al que debe estar ligada y ordenada, la pervierte y desnaturaliza, convirtiéndola en pecado, o en ocasión de pecado.

La castidad —no simple continencia, sino afirmación decidida de una voluntad enamorada— es una virtud que mantiene la juventud del amor en cualquier estado de vida. Existe una castidad de los que sienten que se despierta en ellos el desarrollo de la pubertad, una castidad de los que se preparan para casarse, una castidad de los que Dios llama al celibato, una castidad de los que han sido escogidos por Dios para vivir en el matrimonio.

¿Cómo no recordar aquí las palabras fuertes y claras que nos conserva la Vulgata, con la recomendación que el Arcángel Rafael hizo a Tobías antes de que se desposase con Sara? El ángel le amonestó así: Escúchame y te mostraré quiénes son aquellos contra los que puede prevalecer el demonio. Son los que abrazan el matrimonio de tal modo que excluyen a Dios de sí y de su mente, y se dejan arrastrar por la pasión como el caballo y el mulo, que carecen de entendimiento. Sobre estos tiene potestad el diablo9.

No hay amor humano neto, franco y alegre en el matrimonio si no se vive esa virtud de la castidad, que respeta el misterio de la sexualidad y lo ordena a la fecundidad y a la entrega. Nunca he hablado de impureza, y he evitado siempre descender a casuísticas morbosas y sin sentido; pero de castidad y de pureza, de la afirmación gozosa del amor, sí que he hablado muchísimas veces, y debo hablar.

Con respecto a la castidad conyugal, aseguro a los esposos que no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar. Lo que les pide el Señor es que se respeten mutuamente y que sean mutuamente leales, que obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia. Les diré también que las relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de verdadero amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos.

Cegar las fuentes de la vida es un crimen contra los dones que Dios ha concedido a la humanidad, y una manifestación de que es el egoísmo y no el amor lo que inspira la conducta. Entonces todo se enturbia, porque los cónyuges llegan a contemplarse como cómplices: y se producen disensiones que, continuando en esa línea, son casi siempre insanables.

Cuando la castidad conyugal está presente en el amor, la vida matrimonial es expresión de una conducta auténtica, marido y mujer se comprenden y se sienten unidos; cuando el bien divino de la sexualidad se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y la mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara.

Los esposos deben edificar su convivencia sobre un cariño sincero y limpio, y sobre la alegría de haber traído al mundo los hijos que Dios les haya dado la posibilidad de tener, sabiendo, si hace falta, renunciar a comodidades personales y poniendo fe en la providencia divina: formar una familia numerosa, si tal fuera la voluntad de Dios, es una garantía de felicidad y de eficacia, aunque afirmen otra cosa los fautores equivocados de un triste hedonismo.

Notas
8

S. Tomás de Aquino, S. Th. I-II, q. 31 et II-II, q. 141.

9

Tob VI, 16-17.

Referencias a la Sagrada Escritura
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