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Los Sacramentos de la gracia de Dios

El que desea luchar, pone los medios. Y los medios no han cambiado en estos veinte siglos de cristianismo: oración, mortificación y frecuencia de Sacramentos. Como la mortificación es también oración —plegaria de los sentidos—, podemos describir esos medios con dos palabras sólo: oración y Sacramentos.

Quisiera que considerásemos ahora ese manantial de gracia divina de los Sacramentos, maravillosa manifestación de la misericordia de Dios. Meditemos despacio la definición que recoge el Catecismo de San Pío V: ciertas señales sensibles que causan la gracia, y al mismo tiempo la declaran, como poniéndola delante de los ojos12. Dios Nuestro Señor es infinito, su amor es inagotable, su clemencia y su piedad con nosotros no admiten límites. Y, aunque nos concede su gracia de muchos otros modos, ha instituido expresa y libremente —sólo Él podía hacerlo— estos siete signos eficaces, para que de una manera estable, sencilla y asequible a todos, los hombres puedan hacerse partícipes de los méritos de la Redención.

Si se abandonan los Sacramentos, desaparece la verdadera vida cristiana. Sin embargo, no se nos oculta que particularmente en esta época nuestra no faltan quienes parece que olvidan, y que llegan a despreciar, esta corriente redentora de la gracia de Cristo. Es doloroso hablar de esta llaga de la sociedad que se llama cristiana, pero resulta necesario, para que en nuestras almas se afiance el deseo de acudir con más amor y gratitud a esas fuentes de santificación.

Deciden sin el menor escrúpulo retardar el Bautismo de los recién nacidos, privándoles —con un grave atentado contra la justicia y contra la caridad— de la gracia de la fe, del tesoro incalculable de la inhabitación de la Trinidad Santísima en el alma, que viene al mundo manchada por el pecado original. Pretenden también desvirtuar la naturaleza propia del Sacramento de la Confirmación, en el que la Tradición unánimemente ha visto siempre un robustecimiento de la vida espiritual, una efusión callada y fecunda del Espíritu Santo, para que, fortalecida sobrenaturalmente, pueda el alma luchar —miles Christi, como soldado de Cristo— en esa batalla interior contra el egoísmo y la concupiscencia.

Si se pierde la sensibilidad para las cosas de Dios, difícilmente se entenderá el Sacramento de la Penitencia. La confesión sacramental no es un diálogo humano, sino un coloquio divino; es un tribunal, de segura y divina justicia y, sobre todo, de misericordia, con un juez amoroso que no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva13.

Verdaderamente es infinita la ternura de Nuestro Señor. Mirad con qué delicadeza trata a sus hijos. Ha hecho del matrimonio un vínculo santo, imagen de la unión de Cristo con su Iglesia14, un gran sacramento en el que se funda la familia cristiana, que ha de ser, con la gracia de Dios, un ambiente de paz y de concordia, escuela de santidad. Los padres son cooperadores de Dios. De ahí arranca el amable deber de veneración, que corresponde a los hijos. Con razón, el cuarto mandamiento puede llamarse —lo escribí hace tantos años— dulcísimo precepto del decálogo. Si se vive el matrimonio como Dios quiere, santamente, el hogar será un rincón de paz, luminoso y alegre.

Notas
12

Catechismus Romanus Concilii Tridentini, II, c. I, 3.

13

Ez XXXIII, 11.

14

Cfr. Eph V, 32.

Referencias a la Sagrada Escritura
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