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La víspera de la fiesta solemne de la Pascua, sabiendo Jesús que era llegada la hora de su tránsito de este mundo al Padre, como hubiera amado a los suyos que vivían en el mundo, los amó hasta el fin1. Este versículo de San Juan anuncia, al lector de su Evangelio, que algo grande ocurrirá en ese día. Es un preámbulo tiernamente afectuoso, paralelo al que recoge en su relato San Lucas: ardientemente, afirma el Señor, he deseado comer este cordero, celebrar esta Pascua con vosotros, antes de mi Pasión2. Comencemos por pedir desde ahora al Espíritu Santo que nos prepare, para entender cada expresión y cada gesto de Jesucristo: porque queremos vivir vida sobrenatural, porque el Señor nos ha manifestado su voluntad de dársenos como alimento del alma, y porque reconocemos que sólo Él tiene palabras de vida eterna3.

La fe nos hace confesar con Simón Pedro: nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios4. Y es esa fe, fundida con nuestra devoción, la que en esos momentos trascendentales nos lleva a imitar la audacia de Juan: acercarnos a Jesús y recostar la cabeza en el pecho del Maestro5, que amaba ardientemente a los suyos y —acabamos de escucharlo— los iba a amar hasta el fin.

Todos los modos de decir resultan pobres, si pretenden explicar, aunque sea de lejos, el misterio del Jueves Santo. Pero no es difícil imaginar en parte los sentimientos del Corazón de Jesucristo en aquella tarde, la última que pasaba con los suyos, antes del sacrificio del Calvario.

Considerad la experiencia, tan humana, de la despedida de dos personas que se quieren. Desearían estar siempre juntas, pero el deber —el que sea— les obliga a alejarse. Su afán sería continuar sin separarse, y no pueden. El amor del hombre, que por grande que sea es limitado, recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía, con una dedicatoria tan encendida, que sorprende que no arda la cartulina. No logran hacer más porque el poder de las criaturas no llega tan lejos como su querer.

Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. No nos legará un simple regalo que nos haga evocar su memoria, una imagen que tienda a desdibujarse con el tiempo, como la fotografía que pronto aparece desvaída, amarillenta y sin sentido para los que no fueron protagonistas de aquel amoroso momento. Bajo las especies del pan y del vino está Él, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.

Notas
1

Ioh XIII, 1.

2

Lc XXII, 15.

3

Ioh VI, 69.

4

Ioh VI, 70.

5

Cfr. Ioh XIII, 25.

Referencias a la Sagrada Escritura
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